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Grafiti de Plef en la avenida 18 de Julio de Montevideo.(Archivo Agosto de 2019)

Foto: Pablo Vignali

Imágenes de la ciudad: polaroid de resistencias extraordinarias

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“Entonces la gente se conocía y no necesitaba mostrarse”. Ernesto Sabato, La resistencia

La racionalidad de los modelos urbanos que hemos venido utilizando hace tiempo que caducó. La única certeza, la incertidumbre. No tenemos espejos donde mirarnos. De repente, las imágenes del pasado han dejado de alumbrar el futuro.

En la actualidad, el proceso de urbanización es cemento que crece aplastando la naturaleza. Algunos han creído ver progreso en ese sometimiento. Es todo lo contrario. La urgencia de ayer es hoy emergencia. La ciudad de los pobres ya no es sólo periferia abandonada. La desigualdad estalla en el corazón de las ciudades. Sus esquirlas hieren profundamente la posibilidad misma de un hábitat más lento, más orgánico, más reposado o, lo que es lo mismo, más equilibrado, más decididamente justo, más auténticamente humano. La nueva miseria no se mide sólo en monedas contantes y sonantes. Comienza en la erosión del capital social, en el debilitamiento de la confianza y de los lazos de solidaridad.

La ciudad se llena de cicatrices, de banderías, de fronteras internas. Los de aquí, ciudadanos de pleno derecho, sangre azul del reconocimiento y del estatus. Los de fuera, sombras en la niebla, ojos espantados, escapando de la guerra, del hambre, de un presente congelado que no les depara ninguna oportunidad. Los primeros tienen derechos rubricados por el Estado, como si los derechos para serlo tuvieran que ser autorizados. Los segundos viven en el limbo precario de la falta de estatus jurídico: los nuevos metecos. Por todas partes, avanza la ciudad sin corazón. Se construyen ciudades sin ciudadanos.

Las cuestiones materiales de siempre, la vivienda, la movilidad, la economía urbana, las migraciones, las relaciones entre los que están y los que llegan, siguen presentes, pero como el resto de lo que nos rodea, plantean desafíos enteramente nuevos. Cambian los intereses, las formas de producción de riqueza, los comportamientos, las visiones, las formas de relacionamiento, las expectativas.

¿Qué factores producen estos cambios? El tiempo acelerado, la digitalización de la vida, la desaparición progresiva de espacios físicos de proximidad para el intercambio de mercancías, pero sobre todo para el intercambio de afectos.

Si en el pasado los procesos de industrialización proporcionaban un contexto razonablemente estable para identificar los principales desafíos de la ciudad, hoy la realidad es otra: rupturas, fragmentos, intersecciones, discontinuidades. La ciudad de hoy se construye sobre los escombros de otros tiempos. Ya no es posible hacer política pública con los materiales de derribo de un urbanismo agotado, al borde del colapso.

Actuar ante estos desafíos es una cuestión de supervivencia. La gacela que corre despavorida escapando del león no puede permitirse el lujo de detenerse y reflexionar sobre las características de su depredador. Toda su memoria genética está al servicio de la huida. En algunas ocasiones, pocas, consigue el milagro y es capaz de evitar ser engullida. Hoy la memoria genética no sirve. El depredador ha mutado, sus métodos de caza son otros y, frente a ellos, la experiencia del pasado es insuficiente. El camino paradójico, reaccionar rápida y reflexivamente. Humildad epistemológica, pensamiento y acción colectiva frente a la arrogancia del conocimiento experto.

La política ha perdido credibilidad porque ha ganado destreza en el arte de disfrazar la realidad. Ante la tentación autoritaria, va a ser más necesario que nunca construir espacios de relacionamiento con la comunidad. Vamos a ver una tensión entre la tribu como refugio, caparazón enclaustrado, con ese acento insolidario que ya estaba presente (“los de casa primero”) y el barrio y la ciudad como espacios públicos abiertos, fraternos, conectados con desafíos que son globales. Habrá quien aproveche estas crisis para hacer de lo excepcional el rasgo distintivo del futuro. Nos estamos acercando peligrosamente a un punto sin retorno.

El tejido social de la ciudad aturdida experimenta signos de necrosis. En diversas latitudes los partidos políticos, lo sindicatos, los movimientos vecinales, las organizaciones gremiales y empresariales, que en otras épocas actuaban como mecanismos de análisis, propuesta y transmisión de intereses, han perdido representatividad y por tanto legitimidad. Simultáneamente surgen agendas en torno a temas específicos que logran aglutinar y poner en marcha voluntades: plataformas antidesahucios, contra la violencia de género, contra el racismo, la xenofobia, la aporofobia, a favor de la protección y el reconocimiento de derechos a personas que siguen estando perseguidas por su condición sexual. Y tantas otras. La lucha por la ampliación de derechos es una batalla interminable.

Estas causas generan protestas que se encienden y apagan rápidamente. Cuando terminan, a veces como una ola rompiendo contra el muro de lo institucional, otras perdiendo progresivamente fuerza en la arena, dejan tras de sí una profunda amargura: la de las expectativas no cumplidas. La amargura prologa la desesperanza y esta lleva al callejón sin salida de la desmovilización.

¿Quién recogerá tantas banderas caídas? Sobre todo, ¿quién será capaz de actuar de pegamento de tantas luchas? ¿Quién logrará que las distintas olas no se anulen sino confluyan en una marea gigantesca que supere todos los obstáculos? Son necesarios nuevos actores que proporcionen visión para orientarnos, colágeno para organizar la acción colectiva. Necesitamos nuevas palabras, nuevos lenguajes, nuevas formas de interrelacionarnos. La ciudad es el gran laboratorio donde se construye un mundo mejor, más ético, más inclusivo, más compasivo.

Las técnicas para esculpir esa otra ciudad están a nuestro alcance Disponemos de herramientas mejoradas, algunas con un enorme potencial. Pero dibujamos una y otra vez el mismo boceto. Sabemos cómo hacer las cosas de siempre de forma más eficiente. El cómo está resuelto. El porqué es un lienzo en blanco donde apenas hemos trazado unos garabatos. Así que tenemos que reimaginar la ciudad, atrevernos a construir castillos en el aire. Los sueños de hoy serán las realidades del mundo del mañana.

Algunas de estas técnicas son peligrosas. Se han convertido en fines en sí mismos. La narrativa de la ciudad inteligente, un río subterráneo de intereses ocultos que amenaza con erosionar los pilares de la ciudad. Una herramienta con vida propia que ha escapado al control de sus propios creadores que han jugado durante mucho tiempo a aprendices de brujo. Luego están las cuestiones no materiales, las que hacen referencia al duende, al espíritu de la ciudad. Estas, que siempre han sido esenciales, hoy lo son aún más. En esta crisis civilizatoria, frente a la nueva barbarie, la ciudad debe ser espacio fermental para un nuevo humanismo.

La ciudad del siglo XXI, enjambre de seres humanos desquiciados por la modernidad, aturdidos por la tecnología, tiene que desperezarse, sacudirse el miedo y la desesperanza, abrir las ventanas a la naturaleza, convertirse en trinchera, en refugio, en puente. Trinchera de resistencia frente a los ataques insidiosos que sufren las libertades y los derechos de los seres humanos que la habitan. Refugio y santuario para quienes huyen de la tiranía en otros lugares del mundo. Puente de encuentro que reúne orillas. Un espacio de esperanza del mejor nosotros, el nosotros, nosotras, colectivo que une los brazos y las mentes en la búsqueda incansable del bien común. Ese nosotras que sueña y canta utopías, alerta y vigilante, que no baja la guardia, con el puño en alto, dispuesto a la lucha, que sabe que cada conquista, cada avance en derechos ha costado sangre, sudor y lágrimas.

La ciudad que queremos está ahí, al alcance de nuestra rebeldía.

La ciudad tenaz, que acumula fuerzas, energía, gota a gota durante generaciones, una estalactita incansable.

La ciudad que se duele por todas las injusticias, la ciudad con memoria que no olvida de dónde viene, qué recuerda con orgullo las manos encallecidas que la construyeron.

La ciudad de la furia que resiste todas las acometidas, la que ha decidido dejar de caer, la que ha dicho basta, la que manda parar el fascismo sin que medie comandante.

La ciudad de las mareas de dignidad colectiva, rojas, verdes, violetas. La ciudad arcoíris que pone el cuerpo frente a la injusticia. La que sabe de silencios y ocultamientos. La ciudad del orgullo que construye todos los días un nuevo nosotros, más abierto, más inclusivo.

La ciudad sin esquinas que murmuran, que no deja que se propaguen esos rumores maliciosos que emponzoñan el alma. Con estrategias luminosas para prevenir la discriminación y el estigma de los colectivos más vulnerables. Con un espacio público elocuente, cargado de signos que nos interpelan, que provocan conversaciones que fomentan la curiosidad por el otro y mejoran la convivencia. Una usina mestiza, que reconoce, protege y fomenta la diversidad cultural. Una ciudad no resignada a caer por el tobogán de los miedos. Una ciudad en movimiento, con perspectiva, con mirada larga, que ensaya y experimenta políticas públicas transformadoras, capaces de promover cambios en las percepciones, actitudes y conductas de la sociedad.

La ciudad de los barrios, la de la calma y el sosiego, la que encuentra espacios para la conversación y el tiempo lento, la ciudad de la pereza y el ocio. La ciudad que hace de la rutina carnaval cotidiano, la ciudad de la alegría y de la fiesta.

La ciudad de la utopía y la esperanza.

Joxean Fernández es Director de Programas CEFIR - Centro de Formación para la Integración Regional.

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