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El triunfo de Trump en Estados Unidos: malísimo

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La nueva derecha radical se abrió paso gracias a la inmensa desigualdad que generó el capitalismo. En Estados Unidos, la tasa de desempleo fue la más alta desde 2019, la oficial es de 4,1, pero todos saben que el número se debe duplicar. La precariedad laboral creció en progresión geométrica, mientras que la pobreza, según el gobierno, llegó al 18%, con 21% de niños. Pero en estos números se deben agregar los no computados, indocumentados, trabajadores zafrales, o sea, más de 43 millones de estadounidenses no colman sus necesidades básicas. Así, como en todos los lugares del mundo donde la nueva derecha radical triunfó, la desigualdad está en 0,47 según el índice Gini. Ningún analista serio duda que la brecha es mayor y que la gente que se cayó del sistema aumenta año a año. Ser un “perdedor” es el peor estigma en una sociedad donde el éxito y el consumo son el paradigma, el ejemplo a emular. Vale para Estados Unidos y para la gran mayoría del capitalismo occidental.

Es muy llamativo que en Occidente los niveles de desigualdad sean hoy los mismos que hace 100 años, cuando los fascismos comenzaron su carrera y su éxito veloz. No deja de llamar la atención que en el momento de mayor distribución, la era de los “estados de bienestar” en la segunda posguerra hasta la década de 1980, las derechas radicales fueran consideradas algo extraño. No pasaban de ser personajes extravagantes, casi folclóricos, que pertenecían a otra época y a otra realidad. Subestimar sus potenciales fue un error del progresismo y de los demócratas en general.

El aumento de la desigualdad luego del colapso del comunismo fue la marca de fuego del triunfo del capital. Sucede que no generó la tan mentada radicalización hacia la izquierda, sino todo lo contrario. Las sociedades y, principalmente, los sectores pauperizados, los que se desclasaron o los que descendieron socialmente, viraron radicalmente a la derecha. Luego, siempre, podemos hacer el análisis más fino donde los puntos de aquiescencia entre la centroderecha y la centroizquierda llevaron a la desorientación política, las opciones progresistas, desde las más moderadas a las más radicales, vaciaron sus discursos o se volvieron inconsistentes. Tal vez un buen ejemplo de la miopía sea el llamado del español Pablo Iglesias a “radicalizarse” frente al triunfo de Donald Trump, en el entendido de que el “centro” no existe y la sensatez, entonces, habilita a la derecha.

El triunfo de Trump es la victoria de la derecha que buscó el apoyo de “los nadies”, como siempre hicieron, con base en las vulgatas ideológicas y a la vulgaridad como proyecto cultural. No hay nada de “alternativo”, no quieren “salvar” el capitalismo porque ninguna fuerza social o política quiere asaltar el cielo, como en 1920. Hace un siglo los fascismos fueron la “contrarrevolución preventiva”, como enseñaba sabiamente Luce Fabbri. Hoy, las nuevas derechas radicales no buscan preservar el capitalismo, quieren transformarlo en algo peor, en unos países fundándolo en la libre competencia para la victoria del más fuerte, en otros instalando un súper nacionalismo expansivo, con bases ideológicas que van desde el chauvinismo hasta el fundamentalismo tradicionalista o religioso. Hay para todos los gustos, pero con una norma clara: el humanismo, el progresismo, la modernidad, la izquierda son anatema.

Trump llegó para quedarse, no porque lo diga quien escribe, sino porque él se encargó de mostrarlo con hechos y decirlo con palabras. Todo está claro, se cayeron las máscaras.

Es muy llamativo que en Occidente los niveles de desigualdad sean hoy los mismos que hace 100 años, cuando los fascismos comenzaron su carrera y su éxito veloz.

“Cuando tengas todo el mundo ya en tus manos / Y tu cuerpo salte de felicidad / Yo te arruinaré el final / Porque a mí no me tendrás / Y eso, yo sé, te va a matar”. La letra de Ruben Rada es un bálsamo y una enseñanza sobre el futuro. Nos dice lo que va a suceder y lo que debemos hacer. Ucrania sufrirá la separación del 20% de su territorio en beneficio de la Rusia neofascista, que, envalentonada con su éxito y al amparo de la alianza con Washington, recompondrá su espacio histórico de dominio en el Báltico y en el este europeo. El sueño euroasiático de Ivan Ilyin y Alexander Dugin se aproxima a la realidad. Benjamin Netanyahu rearmó completamente su gabinete la noche de la elección, convencido del triunfo de su amigo y aliado. La caída de Yoav Gallant en Defensa y su sustitución por Israel Katz ―un halcón―, así como el nombramiento del argentino-israelí Gideon Saar como canciller, son señales de lo que vendrá en Gaza, Líbano e Irán. La reconfiguración de Medio Oriente, que Trump comenzó con los Tratados de Abraham, culminará en un tiempo prudencial, con una alianza regional, con Israel y Arabia Saudita como pivote y Estados Unidos usando su inmenso poder para poner en caja a todos. En Teherán deben estar pensando muy bien sus próximos pasos.

Trump se hace cargo de la principal potencia del mundo. Los sueños de “crisis imperial” de tantos teóricos, analistas y un sinnúmero de diletantes van a tener que esperar. Así como la derecha radical quiere empeorar el capitalismo, la extrema derecha estadounidense quiere resignificar su poder global. “Hacer grande a América de nuevo” no es solamente encerrarse en el aislacionismo, también es generar escenarios desde Europa hasta América Latina donde el proyecto del peor capitalismo se cumpla estrictamente, y para eso tiene el poder blando y duro, pero con una novedad: un sinnúmero de organizaciones y dirigentes políticos aliados a su imagen y semejanza. Vladimir Putin, Marine Le Pen, Geert Wilders, Viktor Orbán, Nigel Farage, Santiago Abascal, Cayetana Álvarez de Toledo, Jair Bolsonaro, Javier Milei. El vecindario estará en problemas. Y así como el capitalismo va a ser peor, la democracia será interpelada, por decirlo amablemente. Trump representa el estilo más tosco de esa extrema derecha jerárquica y excluyente. Para ellos la democracia no es un fin, es una herramienta para llegar al poder y desde ahí eternizarse, haciendo a un lado los principios básicos de la convivencia social que para ellos no son más que hojarasca. Al fin y al cabo, ¿a quién le importan los derechos y las libertades? Desgraciadamente, el triángulo de Nicaragua, Cuba y Venezuela aportan una buena mano a ese proyecto político.

Para el futuro dueño de la Casa Blanca, porque no va a ser inquilino, todo lo que queda al sur del río Bravo cuenta poco. Dudo mucho que sepa enumerar qué países hay más allá de México, Brasil o Argentina. Ni siquiera habrá diplomacia ni garrote: habrá órdenes y control gracias a sus aliados tan fieles como autoritarios.

Anulando o marginando los derechos, los ómnibus y aviones cargados de ilegales serán un cortejo común y fúnebre. Los campos de concentración albaneses de la señora Giorgia Meloni tendrán aval y silencio para su ampliación. Las pateras serán un blanco móvil y fácil.

¿Qué hacer? En primer lugar, cuidar lo que tenemos. Cada espacio de libertad y democracia es vital para el progreso y los derechos humanos. Quien no acuerde con estos principios no es parte. Por otro, lo que Rada recomienda: no nos pueden “tener”, porque eso “los mata”. Que exista el disenso, la diferencia y el desacuerdo desenmascara el autoritarismo. Atrapados en sus narcisismos, convencidos del designio divino o histórico de su misión, no dejarse atrapar por sus propuestas los mata de a poco. Sostener, como hemos escuchado por ahí, que Trump no hizo ninguna guerra y que, en consecuencia, nos resulta útil o favorable, es una forma obscena de ver la política.

Estados Unidos se encuentra en una situación favorable para cerrar las fronteras, cancelar acuerdos comerciales y trancar la expansión china en su zona de influencia. Para volver a ser “grande”, Estados Unidos debe recomponer su mercado interno, su producción y relanzarse con su inmensa capacidad financiero-tecnológica. Ayer Elon Musk festejó desde temprano, porque sabe que tiene una llave poderosa de control tecnológico y a su hombre en la cumbre del poder.

Vienen tiempos borrascosos. Que la sensatez y Ruben Rada nos ayuden.

Fernando López D’Alesandro es historiador.

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