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Flores de trinchera

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Flores del mar. Flores que se quedan / besos. Flores que bailan fuera del agua. / Flores de papel y flores de madera. / Flores que se escapan volando. Flores en / la frontera del amor. Flores que / buscaban algo mejor. Flores que andan / solas. Javier M Alcaraz, sobre “Flores de trinchera”, de Rapatrupra y Robe

Siempre están allí, crecidas en el lodo del combate, de la resistencia contra enemigos poderosos (¿recuerdan cuando hablábamos de resistencia?; ellas no usan palabras hermosas como “resiliencia” porque son parte de un dolor).

¿Estuvieron y están en esa línea de fuego porque quieren o porque no las dejan salir por un sinfín de razones o perversiones?

Les dicen (nos dicen) que como las reglas de los mercados y la macroeconomía son ineluctables, naturales y omnipresentes, no hay alternativa. Que nuestro margen de maniobra es chico y la capacidad de fuego del enemigo es apabullante, así que no hay más que incorporarse a la civilidad del mundo injusto para curar heridas, ordenar y modernizar estructuras, repartir un poco mejor el pan y los derechos, proteger lo que se pueda a los débiles y cuidar el bienestar público a través de las políticas de Estado. A nosotros nos gustan los símbolos, las historias, los mitos, las épicas del bien derrotando al mal, pero las flores de trinchera no aceptan este tipo de normalidad. Guardan los sueños insurrectos de los jóvenes que van tras la justicia y la solidaridad imposible como bandera contra el realismo, el pragmatismo y la corrección en política. Están desde el comienzo del siglo XX en los sindicatos, las huelgas, las resistencias a dictaduras, en los intentos del poder de avasallar o cooptar la universidad pública, en las marchas del 8M, en el “ni una menos”, en la batalla por el aborto legal, en la defensa del agua como bien común, en las condenas al extractivismo puro y duro, en la marcha contra la declaración de servicio esencial de la educación. Son las que acaban de votar Sí a la reforma provisional con rabia y ganas. En Chile saltaron molinetes, en Buenos Aires ponen el cuerpo a la Policía militar y bailan canciones de resistencia. Las flores de trinchera están y son. Existen aunque queramos invisibilizarlas o adherirlas al gran cuadro de época nombrándolas como un residuo inextinguible de infantilismo de izquierda o radicalismo irracional. En los 70 fueron “obreros y estudiantes unidos y adelante” y las encarcelaron, torturaron, mataron y desaparecieron junto con buena parte de aquellos sueños. En los años 80 parte de mi generación recuperó la capacidad de imaginar una revolución, con asaltar la hipocresía con panes y rosas, con desterrar al político acomodado y clientelístico, con instaurar la belleza y la cooperación como canon, con ser parte de los que llevaríamos la palabra de esperanza y justicia social a nuevos territorios. Pero como dijo un día La Mojigata, “fuimos por un hombre nuevo y trajimos un nuevo inversor”.

Se ha llenado el campo de florcitas de la excepcionalidad uruguaya, del país más democrático. Pero estas flores crecen sobre un suelo a veces tóxico, con niveles de soledad y pobreza infantil que superan a cualquier país en el continente.

Las flores de trinchera están y son y tienen voz aunque no nos preocupemos por oírla, y menos en estos tiempos de guante blanco republicano de elecciones. A lo sumo nos interesará mucho su voto y nada el sentimiento de desazón que los abraza o las razones de su desazón. Nunca tuvieron permiso oficial para crear o discutir o ser consideradas, o comprendidas o abrazadas. Las arrinconaron en batallas desiguales porque sus sueños no eran pragmáticos, dándoles la razón a los que dicen que el espíritu revolucionario se marchita con la edad. Cuando lograron filtrar algún debate, tecnócratas o políticos profesionales los ametrallaron sacando a relucir academias y egos, sentidos comunes del poder normalizado decorado con símbolos arcaicos del nacionalismo uruguayo pergeñado por quienes derrotaron a Artigas. Cuando se enojaron con razón, les contestaron con frases prestadas de un libro de Lenin. Cuando hablaron de pobreza y desigualdad, les contestamos con índices estadísticos. En nombre de la producción y el crecimiento del PBI son consideradas enemigas del bienestar colectivo, ya que ignoran el poder económico que todo condiciona pero que a todo buen ciudadano global premia. Reniegan de la beatitud intrínseca de cualquier inversión extranjera como bálsamo y desconocen las reglas de los buenos hábitos de la política. Pero, sobre todo, porque nunca entendieron a Walras y su teoría del derrame (que ningún economista serio considera creíble). Se les dice que podría ser peor si la derecha comanda la economía y todo eso es una parte de la verdad. La otra parte es que las diferencias en las grandes líneas económicas macro de derecha e izquierda se han casi borrado. Todos saben que “los mercados” financieros aceptan cualquiera de los ministros de Economía posibles. Los han bendecido y no atacarán con sus misiles: mandamiento de la época. Cierto es que con la derecha en el gobierno hay un amplio margen de posibilidad de destrucción de lo público, del ingreso de las personas, de los derechos de todo tipo, de mercantilizar todo un poco más. Ningún cuerdo prefiere eso. Pero también es cierto que convivimos quinquenios sabiendo que la pobreza, la marginación y las que sobreviven con un sueldo mínimo son realidades realmente existentes y persistentes. Aun así, nuestra escala temporal dentro o fuera del gobierno sigue siendo la que siempre aplaza la justicia en nombre de los procesos considerados posibles: real politik. Es lo que se puede, lo que nos dejan. ¿Pero en esta real politik qué tipo de flores quiere alguien que crezcan?

Se ha llenado el campo de florcitas de la excepcionalidad uruguaya, del país más democrático, del más tolerante. Pero estas flores crecen sobre un suelo a veces tóxico, con niveles de soledad y pobreza infantil que superan a cualquier país en el continente.

En el mitin, el ayuno, el llanto, el amor, los libros, en las ferias autogestivas, el trap del barrio, las batallas de gallo de los callejones, las audiencias ambientales, las resistencias territoriales al agronegocio, en los que construyen formas alternativas de vida para cuidar el planeta, en los actores descorazonados, en los recicladores calientes, en los malabaristas de las esquinas, allí siguen creciendo estas flores de trinchera que muchos en la izquierda institucional hemos dejado atrás. En nombre del “mejor así”, del “mirá lo que pasa allá”, de “seamos realistas, no se puede o no te van a dejar”, en nombre de lo correcto, Uruguay se está perdiendo la luz y el color que entra por una ventanita del futuro. Es hora de abrir. Bajo los adoquines, todavía hay arena de playa.

Gualberto Trelles es percusionista, ingeniero químico, director técnico del laboratorio Ecotech.

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