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Las derechas y la espectacularización de la política: entre las emociones y la batalla cultural

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Un hombre con disfraz de superhéroe sube al escenario, el público vitorea y grita. Se trata de un evento de aficionados del animé japonés, y el excéntrico superhéroe se denomina así mismo AnCap, el General Anarco Capitalista, para luego afirmar que procedía de “Liberland, una tierra creada por el principio de apropiación originaria del hombre, un país donde no se pagan impuestos, donde se defienden las libertades individuales, donde se cree en el individuo y no hay lugar para colectivistas hijos de puta que nos quieren cagar la vida”. El “héroe” afirma que luchará incansablemente contra sus enemigos: los keynesianos y los bancos centrales. Perfectamente podría ser un capítulo de Black Mirror, un sketch de Monty Python o un cuplé de la BCG. Es febrero de 2019, el protagonista es Javier Milei, quien invita a su público a liberarse de los keynesianos y del control del Estado, de la casta, lo que en la jerga de la alt-right estadounidense se llama “tomar la píldora roja”, que libera de la mátrix al individuo, emulando la célebre película de culto. En las redes este vocabulario forma parte habitual de los espacios de participación política de las derechas reaccionarias, como 4chan o Reddit, donde tomar la píldora roja es el equivalente a abrir los ojos y despojarse de la corrección política.

Que el entretenimiento sea parte sustancial de algunas formas de hacer política no es casual ni nuevo: el principal referente de la televisión italiana, Silvio Berlusconi, dominó la vida política de Italia durante décadas, y el humorista Beppe Grillo fundó uno de los partidos de la derecha populista y reaccionaria italiana, el Movimiento 5 Estrellas. En Estados Unidos la figura de Donald Trump se hizo más llamativa con la producción de su programa El aprendiz, donde Trump sacaba a relucir toda su violencia e incorrección política. El luego presidente descubrió que las cámaras de televisión eran un escenario que dominaba a la perfección con base en el agravio, la humillación ajena, la violencia discursiva, la misoginia y una incorrección de los modos que era celebrada por importantes sectores de la sociedad. En la Argentina de los años 90 Carlos Saúl Menem sacó rédito electoral de la farandulización de la política, que impulsó y protagonizó fotografiándose con modelos, vedetes y Ferraris, o participando incluso en el exitoso Videomatch de Marcelo Tinelli.

Pero Milei superó a todos: el 22 de mayo del año pasado, siendo ya presidente, se subió a un escenario para presentar su último libro, pero previamente se encargó de hacer delirar a una multitud cantando –casi en estado de éxtasis– “Panic show”, el tema de La Renga que hizo propio y tomó como eslogan y lema de su performativo-mediática forma de hacer política, una mezcla de artista pop, predicador y panelista de magazine de entretenimiento.

En estos casos los protagonistas llegaron al poder, o se mantuvieron en él, mediante una espectacularización de la política. Aprendieron de los medios una forma de exposición, captación de interés y adhesión, así como la atracción y la activación de ciertas emociones en particular (indignación, ira, decepción, odio y miedo, entre otras).

Milei, junto con uno de sus compañeros de ruta –Agustín Laje–, ha promocionado una idea base de las “nuevas derechas”: el avance y la hegemonía del marxismo cultural, un concepto que posiblemente hubiera hecho levantar una ceja de incredulidad al propio Marx. El argumento es que la derrota del socialismo real habría derivado en un avance y predominio de “sus ideas” en la cultura, educación, medios, arte, universidades. Esa es la batalla cultural. Milei trae consigo algo del neoconservadurismo de Steve Bannon, Olavo de Carvalho y Alexander Duguin, fusionándolo con el neoliberalismo y sus exponentes más extremos (Hayek, Mises y Rothbard).

Así, exponentes neoliberales, libertarios y neoconservadores se han acercado, logrando generar un frente mediático, de contornos difusos al momento de traducirse en las urnas, pero unido al momento de tender redes y think tanks. Algunos de estos centros de difusión de ideas, como la Red Atlas, el Cato Institute o la Fundación FAES, desempeñan el rol de agencias informales de propaganda, entrelazando discursos que alternan entre el relato presuntamente “objetivo” y el emocional. Podría parecer una paradoja, pero no lo es. El discurso sobre el marxismo cultural se sustenta justamente en el concepto de amenaza, y por tanto de miedo. Si sumamos esta sensación de amenaza (a las tradiciones y al statu quo) a un anticomunismo visceral (anclado en la Guerra Fría), tendremos un enemigo: la hegemonía de la cultura socialista, zurda, progresista o de izquierda.

La idea de que el socialismo transita y se adueña de los centros educativos, la prensa, las artes y el propio escenario político (de ahí el impulso de la incorrección política) ha tomado fuerza desde discursos, artículos, libros, congresos y encuentros. El éxito político de Milei, Jair Bolsonaro, Nayib Bukele y Donald Trump, los editoriales de Agustín Laje, así como la proliferación de organizaciones y eventos regionales y globales de gran repercusión, como la Conferencia de Acción Política Conservadora, han mostrado una capacidad de articular neoliberalismo, neopatriotismo y neoconservadurismo de una forma efectiva: la espectacularización de la política. Y esta no es posible sin el uso de las emociones.

En nuestro país, desde hace un tiempo han aparecido referentes políticos de segundo y tercer orden que se han vinculado a estos eventos y organizaciones, que desde la órbita hispana y latinoamericana tienen al español Vox como referente ineludible. El diputado Pablo Viana (PN) ha participado –con un perfil bajo a nivel comunicativo– de estos vínculos, firmando la Carta de Madrid, documento que diera origen al Foro de Madrid (organización neoconservadora que se presenta como respuesta al Foro de San Pablo). Pero si subimos los peldaños políticos encontraremos otras conexiones relevantes: Martín Lema y el propio Lacalle Pou participaron en el Programa FAES de Formación de Líderes Latinoamericanos, un proyecto de la Fundación FAES que busca formar líderes que hagan eco del pensamiento conservador en América Latina. Es impulsado por el expresidente español José María Aznar y el Partido Popular español.

En 2021, desde el Instituto Manuel Oribe, think tank del Partido Nacional, el expresidente Luis Alberto Lacalle impulsó un concurso de ensayos sobre la figura de Antonio Gramsci y su influencia en la izquierda uruguaya. De allí saldría un ganador, Juan Pedro Arocena, y un libro, Gramsci. Su influencia en el Uruguay, donde el argumento transita por canales similares a los que mencionamos anteriormente sobre el concepto de marxismo cultural, adaptando una matriz discursiva que entrelaza emociones y argumentos ideológicos. El epicentro: la izquierda uruguaya domina la política mediante el control del ámbito cultural. Un argumento no enteramente nuevo: cuando Julio María Sanguinetti fundamenta su teoría de los dos demonios en La agonía de una democracia lo hace, parcialmente, afirmando que los responsables del deterioro democrático en Uruguay fueron, en parte, los intelectuales que “bajaron línea” hacia los trabajadores (vía sindicatos) y los estudiantes. Si bien el miedo juega un rol importante en el argumento sanguinettista, no había espectacularización.

En nuestro país, desde tiempos de Benito Nardone no se encontraba un actor político que ascendiera con base en la espectacularización de la política. A fines de los 50, Nardone se había transformado en lo que hoy llamaríamos un influencer, pero con otras redes: Radio Rural y Diario Rural. La prematura muerte de Nardone frenó el impulso de una figura y una forma de hacer política. Parecía que en Uruguay todo quedaría allí.

Hoy y ayer, el concepto de batalla cultural en el escenario político ha implicado la utilización intensa del odio, la ira y el miedo en el discurso político, enmarcado dentro de un fuerte conspiracionismo.

Sin embargo, nuestra última campaña política mostró un uso complejo de las redes y de la propia inteligencia artificial (IA). Nos encontramos con las fake news y la espectacularización de la política: desde acusaciones de violación al uso de la IA para ridiculizar a un candidato, pasando por discursos y spots cargados de cierta banalización del espacio político y los políticos. Parecía que nos encontrábamos con una novedad en la forma de hacer política, parafraseando a Andrés Ojeda: “Una nueva forma de hacer política que... ¿llegó para quedarse?”.

Ciertos aspectos de la espectacularización de la política, y el uso de las emociones en ella, se venían dando desde intervenciones de diversos actores de las derechas uruguayas: Graciela Bianchi, Sebastián da Silva, Guido Manini Ríos y Alberto Domenech, entre otros, aparecen como los más destacados, así como el propio Ojeda a partir de su candidatura.

La pregunta que nos restaba contestar era qué pasaría luego de las elecciones. Algunas respuestas eran previsibles, pero otras sorprendieron: la derrota frente a una supuesta batalla cultural por parte de la derecha (a manos del “marxismo cultural”) se esgrimió como principal factor de la derrota electoral. Que figuras como Manini o Bianchi se adhieran y expliciten esta postura no extraña; de hecho, Manini reflotó el propio argumento sanguinettista al explicar la derrota electoral mediante el argumento de que los jóvenes son influenciados por los docentes (de izquierda), y que el sistema educativo es un centro promotor de una cultura de izquierda que genera réditos electorales. Nada nuevo aún.

Lo que sorprende es que una figura como Beatriz Argimón haya promovido la circulación de la misma idea. Que una figura conciliadora, de larga trayectoria de negociación dentro del Parlamento, haya optado por transitar por este camino debería hacernos prestar atención sobre la radicalización de sectores de las derechas, por lo menos circunstancialmente. El corrimiento hacia la derecha, y el alejamiento del centro, genera un mayor riesgo de canalización de estos discursos dicotómicos centrados en las ideas de batalla cultural, marxismo cultural, ideología de género, etcétera.

A su vez, la idea de la batalla cultural no puede separarse de una de sus principales estrategias: el uso discursivo de las emociones en la política, principalmente el uso del miedo mediante la instalación de la sensación de amenaza e inseguridad. Más allá del sentido que se le quiera dar al concepto “batalla cultural”, en el contexto mundial y regional actual tiene un significado concreto. Por tanto, sería prudente no banalizar el concepto y atenderlo con seriedad.

¿Qué ocurre cuando se potencian las emociones mediante la espectacularización de la política? Cuando un candidato intenta transmitir empatía y cercanía levantando en los brazos a un niño, mostrando un día en familia o una jornada en un gimnasio, hace lo que hacían los cándidos de la Antigua Roma: acercarse a su “cliente”, mostrar horizontalidad y conexión afectiva. Si esto se extrema al punto de que el gimnasio y la musculatura de un candidato pasan a ser el centro de un spot de campaña, acompañado de afirmaciones que banalizan el discurso político, o si mediante la IA se ridiculiza a una personalidad política, entonces nos arriesgamos a una banalización sistémica.

Si bien el sistema político uruguayo no ha llegado tan lejos, las experiencias cercanas y referentes a nivel mundial deberían ponernos en alerta. Hacer de la política un espectáculo emocional no implica despojarla de ideas e ideología, todo lo contrario. La política tiene una dimensión emocional desde el momento en que se sustenta en las expectativas personales de los ciudadanos, por lo que las emociones no son un problema en sí mismo. Incluso algunas emociones que tendemos a identificar como negativas –como el miedo–, dentro de algunos contextos son no sólo positivas sino necesarias, así como en otros casos el miedo es simplemente un medio para el poder.

Las emociones no son el problema, sino cómo se utilizan para espectacularizar la política, poniendo la violencia, la intolerancia, el miedo y el odio en un lugar central para atacar al rival, hasta el punto de no aceptarlo como válido. La política del miedo está minando la creencia en los valores universales, esos que apuntalan las instituciones democráticas, deslegitimando así la democracia misma.

Hasta acá, en nuestro país estos accionares se centraban en actores específicos. Pero poner el “marxismo cultural” y la batalla cultural sobre el tapete es dar un paso más. La utilización de “marxismo cultural” implica asumir la noción de batalla o guerra cultural, una herramienta discursiva que erosiona, crispa y polariza el escenario político. Un concepto que va en contra de aquella premisa central de los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, la tolerancia mutua, que no es otra cosa que la aceptación de la alteridad como base del juego democrático.

Esta forma de hacer política por parte de las derechas no es necesariamente una ruptura con el pasado, mas sí un desprendimiento y profundización de algunos aspectos continuadores; basta recordar el origen de la Nueva Derecha francesa de los 60, como han demostrado Enzo Traverso o Natasha Strobl. Es en el uso del concepto “batalla cultural” donde encontramos el vínculo entre aquella nouvelle droite y las actuales alt-right, extrema derecha o conservadurismo radicalizado. Como afirma Strobl: “Los actores del conservadurismo radicalizado ya no tienen sólo seguidores políticos, sino verdaderos fans”.1

Hoy y ayer, el concepto de batalla cultural en el escenario político ha implicado la utilización intensa del odio, la ira y el miedo en el discurso político, enmarcado dentro de un fuerte conspiracionismo al que The Economist ha llamado el “negocio de la indignación”. La pregunta es si en nuestro país se dará la consigna que exalta el ideólogo reaccionario Steve Bannon: “Inundar la zona con mierda”.

Juan Pablo Demaría es profesor de Historia y magíster en Historia Política por la Universidad de la República.


  1. Natascha Strobl, La nueva derecha. Un análisis del conservadurismo radicalizado, Madrid: Katz, 2022. 

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