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Ana Palomec, madre de Mónica, durante la marcha que realizaron familiares y amigos por la avenida 18 de Julio.

Foto: Mara Quintero

El incendio del hotel Aramaya y la responsabilidad del Estado en la tragedia

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Testimonios de las víctimas y análisis de académicos sobre las políticas de calle y la solución de los refugios.

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Leído por Abril Mederos.
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La muerte de una madre en un incendio, la hospitalización en CTI de una niña de cinco y un niño de once años quemados, la internación de cinco niños pequeños y un hombre de 35 años por intoxicación fue el saldo de una tragedia anunciada.

El refugio que debía protegerlos fue una trampa mortal. El sistema que debía liberarlos de la miseria fue una cárcel sin rejas. El techo que los salvaba de la intemperie fue una cámara de asfixia.

Sucedió el lunes a las 16.30 en el hotel Aramaya, un local alquilado por el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) para alojar a personas en situación de calle. Allí habitaban más de 90 personas que se refugiaban de la calle, muchas de ellas en el marco del Programa de Atención a Mujeres con Niños, Niñas y Adolescentes, que atiende a madres con hijos que no tienen donde vivir.

Denuncias previas

El hotel Aramaya no tenía habilitación de Bomberos y las denuncias por mala gestión habían llegado a las más altas esferas del gobierno. Nicolás Bas, quien vivió dos años en Aramaya y fue vocero de usuarios del hotel, exhibe un documento de Presidencia con fecha del 10 de diciembre de 2020 en el que se acusa recibo de una carta presentada por las madres denunciando las condiciones eléctricas, de humedad y de agua que tenía el hotel.

“En los dos años que estuve en el sistema, denuncié en varias oportunidades varias irregularidades que había en el hotel: problemas eléctricos, ascensores que se trancaban, no había agua de OSE (era agua de pozo que se trataba con sales), las instalaciones de gas eran muy precarias, las cocinas con microondas que se tenían que desenchufar porque te daba corriente, las habitaciones que se quedaban dos días sin luz porque si un viernes tenías un problema eléctrico hasta el lunes no venía el técnico, la falta de las mangueras de incendio, de extinguidores vencidos”, dice Bas.

Encerrada

En el quinto piso funcionaba la cocina, una de las dos que había en el hotel. Eran las cuatro de la tarde del lunes y Eva (nombre ficticio) estaba organizando la cena, porque a la hora pico, la cocina se llena. Bajó un piso y al volver vio cómo de la puerta de Mónica salía humo. Arriba, en el sexto piso, otra madre con su bebé sintió los gritos, logró escapar. Desde el corredor sentían golpes a la puerta a una altura baja; era una niña de cinco años que pedía auxilio. Más allá, pero en el mismo apartamento, los golpes a la puerta eran de altura adulta, eran las manos de su mamá que pedía auxilio.

Mónica no logró salir. A los 31 años, esta madre de tres hijos falleció. Trabajaba en un carrito de chorizos toda la noche y quienes salvaron a sus niños no la vieron: estaba encerrada en el baño.

Dos mujeres lograron abrir la puerta e intentaron usar los bomberitos, pero estaban vacíos o –acostumbradas a culparse por todas sus desgracias– ellas dicen que no supieron usar. Llegaron dos de los dueños al quinto piso y sacaron a los niños, de once y cinco años, quienes hasta el jueves 20 estaban en el CTI del hospital Pereira Rossell.

Las madres que habitaban el hotel comenzaron a escapar con sus hijos, pero apenas pusieron pie en la avenida más importante de Montevideo, se encontraron con las cámaras y los micrófonos en la cara. “Mientras mirábamos desesperadas a un niño de tres años encerrado en un balcón, la prensa nos preguntaba qué había pasado, cuando a nosotras sólo nos importaba que ese niño se salvara”, contaron a la diaria tres mujeres sobrevivientes un par de días después en el refugio que funciona en la Rural del Prado, uno de los sitios donde fueron realojadas.

No les preguntaron si podían filmarlas, ni durante el incendio ni después, cuando fueron a entrevistarlas y ellas se negaron. Jefas de hogares en situación de calle, la población más vulnerada del país, refugiadas por el Estado en un lugar que se convirtió en un infierno.

Hotel Aramaya.

Foto: Manuela Aldabe

Población en aumento

La cantidad de personas en situación de calle viene en aumento. En 2020 eran 3.384, según un informe del Mides. Los diferentes programas del Mides que intentan responder no dan abasto. Centros de 24 horas, casas colectivas, pensiones, hoteles son respuestas que el sistema da para que las personas no estén a la intemperie, respuestas de emergencia a situaciones que se hacen permanentes. Hacía cuatro años que Mónica y sus tres hijos estaban en el sistema.

En 2021 fueron contabilizadas, en Montevideo, 978 mujeres con niñas, niños y adolescentes en situación de calle. En 2020 habían sido 831 y en 2019, 480, según información de la Dirección Nacional de Transferencias y Análisis de Datos (Dintad) y de la División Calle. Con respecto a cuántos niños, niñas y adolescentes están en los programas de calle, no hay datos en los informes. El País informó, con base en un pedido de acceso a la información pública este año, que en 2021 fueron 1.168 los niños, niñas o adolescentes que pasaron la noche en refugios del Mides.

“Hoy volvemos a reeditar la cuestión de los niveles de pobreza en la población más pequeña de nuestro país, estamos alcanzando un nivel donde la pobreza se duplica en relación a los guarismos de pobreza nacionales”, explica Sandra Leopold, docente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República (Udelar).

“Esta ecuación histórica ha sido siempre la parte más invisibilizada de los debates públicos y de los estudios académicos, porque de alguna forma la preocupación ha tenido más centralidad en la seguridad y en los problemas vinculados a la infracción que en la defensa de los derechos de niños, niñas y adolescentes. Hay una cuestión en juego entre quiénes son visibles y quiénes no son visibles de acuerdo a sus circunstancias y a sus condiciones de existencia, un vaivén permanente entre invisibilidades para algunas cosas y extrema visibilidad para otras, por ejemplo, en lo que se refiere a los mecanismos de defensa social”, afirma Leopold, que integra el comité académico de la Maestría de Derechos de Infancia y Políticas Públicas.

“Los niños, las niñas, los adolescentes pobres se vuelven muy invisibles para algunas cuestiones como el efectivo cumplimiento de sus derechos, y por lo tanto para las diferentes áreas de política que deben asegurarlos, y al mismo tiempo se vuelven visibles para los sistemas de control, porque nosotros tenemos esta paradoja: a peores condiciones de existencia, mayores mecanismos de control, de penalización y de puniciónn”, explica Leopold . La docente e investigadora de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales explica que nos preocupa la pobreza infantil como potencial amenaza social, pero no visibilizamos sus derechos, y la tragedia sucedida el lunes 17 de octubre es una prueba contundente.

Ana Palomec, en el hospital Pereira Rosell.

Foto: Manuela Aldabe

Violencia a distintos niveles

María (nombre ficticio) vivía en el hotel con su hija de tres años y su hijo de 17. Entró en el sistema hace dos años, por ser víctima de violencia de género. Ella no tiene un trabajo formal pero trabajaba cuidando niñas de mujeres que vivían en el hotel y salían a trabajar; las redes de solidaridad entre mujeres se activan también en estos ámbitos. Cuenta que sus hijos participan en un club donde hacen varias actividades culturales y deportivas, y que esta fue la salida que tuvo de una vida infernal de violencia. Ahora está realojada pero espera volver al barrio para que sus hijos puedan retomar la escuela y las actividades, y así retomar su “normalidad”.

“La relación entre la violencia doméstica, la violencia de género y la situación de calle es muy consistente”, explica Marcelo Rossal, antropólogo y docente de la Udelar. “Hay tres violencias que se pueden pensar como un continuo, que son las violencias estructurales (económicas), las violencias de género y las violencias institucionales. En este caso hubo violencia estructural, que es la que pone a las personas en esta situación, violencia de género, que es estructural y tiene que ver con la moral, con los roles asignados, que se imponen, y eso trasunta en violencia que deja a las personas en la calle. Pero hay una tercera violencia para las personas en situación de calle: la violencia institucional, que depende de las condiciones del lugar. El hecho de que el hotel no tuviera habilitación de Bomberos es un descuido muy grave, no se resolvió esa situación ante otro incendio que hubo en el refugio, cuando se había intentado usar los bomberitos y no funcionaba ninguno. Si los bomberitos no funcionan, si las vías de salida están obstruidas, si no hay una habilitación, esas son trampas mortales”, cuestionó.

Sobre las trayectorias de las personas en situación de calle, la doctoranda en el programa Social Policy & Social Work en la Universidad de York (Reino Unido) Fiorella Ciapessoni plantea que “la población en situación de calle viene creciendo sostenidamente desde hace varios años, es una población muy heterogénea, marcada altamente por las vulnerabilidades en varias dimensiones de la vida, desde lo habitacional, lo sanitaria, los recursos, lo familiar”. “Quienes están a la intemperie son los más vulnerables, sufren violencia a cargo de otras personas y se ha llegado al punto de prenderlas fuego o golpearlos con bates de béisbol. Son trayectorias altamente marcadas por la violencia desde sus hogares, y se remontan a edades muy tempranas. La violencia a las mujeres se repite, primero en los hogares de origen y después en el lugar de procreación”.  

Ciapessoni alerta sobre la deshumanización cotidiana de las personas en la calle a partir de una serie de estigmas y discriminaciones que criminalizan y deshumanizan: “Creo que lo más doloroso es la deshumanización por la que atraviesan todos los días de su vida, ni se los escucha. Ahora está Nitep [Ni todo está perdido, colectivo de personas en situación de calle], pero en general la precariedad es absoluta”, dice Ciapessoni.

Celina, integrante del colectivo Nitep, afirma que los programas para personas en situación de calle no dan soluciones permanentes ni herramientas para desarrollar una vida digna, sino inestabilidad y dependencia. Celina cuenta que “conocía a la muchacha, a sus hijos. Ella estaba saliendo adelante, el tema es que el mismo sistema no da herramientas para salir adelante, se depende del Mides o de una dupla que te lleva 15 tickets por semana. Hay madres luchadoras que no queremos eso, queremos un trabajo digno, queremos criar a nuestros hijos en un lugar digno, sacarlos adelante, que no sean niños que en un futuro sean delincuentes; queremos que sean niños de bien, no que se nos echen a perder porque el mismo sistema nos obliga a salirnos e ir a la calle”, dice al volver de una reunión con madres del hotel Aramaya en el PIT-CNT.

El antropólogo Rossal plantea que las políticas de refugios y hoteles fueron exitosas y que el problema es de gestión. Según el académico, el sistema de refugios es sumamente necesario, la política para lidiar con esa problemática fue exitosa y lo considera un logro que tuvo el Estado. Afirma que no se puede retroceder pero que son necesarias mejoras. “Los niños no pueden quedar en la calle, y eso se logró después de muchos años de política de Estado. Ahora hay mucha gente en la calle, más que nunca, y estamos en una situación de riesgo; ya aparecen adolescentes nuevamente, pero niños todavía no”. Los programas no pueden limitarse a una primera instancia, sino que deben continuar hacia soluciones habitacionales permanentes; los hoteles no pueden ser lugares donde mujeres con niños a cargo viven durante años, sostiene el docente universitario.

El funeral de Mónica fue el miércoles. Su madre, Ana, volvió del cementerio al hospital Pereira Rossell. Allí estaban sus dos nietos, aún en el CTI. Las quemaduras de segundo grado en las piernas y en la cara, las vías respiratorias quemadas, la intoxicación obligan a los médicos a tenerlos dormidos. “Si me caigo no me levanto”, le dice la madre de Mónica a Laura, la abuela de la niña de cinco años que está cuidada por su padre, trabajador en el área de limpieza de una mutualista. Niños que están sufriendo un gran dolor y abuelas que no saben cómo enfrentar lo que sufrirán al despertar. Niños que estaban en un programa de cuidado para personas en situación de calle, en un lugar asignado por el Estado, junto a su mamá que ya no está.

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