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“Antivacunas”: la nueva caza de brujas

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En Uruguay los antivacunas reales son escasos; se trata de situaciones anecdóticas.

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Si usted fuera padre, madre o tutor de un escolar de sexto año y recibiera un día en el cuaderno de comunicados una nota que le pide la firma del siguiente texto: “Yo autorizo a mi hijo/a a recibir las vacunas correspondientes a sexto año escolar”, ¿qué sentiría? Sería razonable que ante un texto tan poco explicativo sienta, por lo menos, dudas. ¿Cuáles vacunas? ¿Qué significa “correspondientes a sexto año”? ¿La antitetánica? ¿Por qué no vacunarlo cuando estoy presente? ¿Por qué no vacunarlo donde lo hago siempre y ya tengo confianza? ¿Las vacunas que planean administrarle son obligatorias? ¿Qué efectos adversos tienen? Si usted, padre, madre o tutor, piensa que es mejor consultar al servicio de salud donde atiende habitualmente al niño o niña, no sería un razonamiento muy alocado.

Ahora, si usted fuera un gestor en salud sorprendido y molesto por este tipo de reacciones, ¿qué haría? ¿Evaluaría si la estrategia desarrollada fue correcta? No, le echaría la culpa a los “antivacunas”.

Este año se ha vacunado a niños y niñas que cursan sexto año escolar, en las instituciones educativas, contra el tétanos, la difteria y la tos convulsa, y a las niñas también contra el virus del papiloma humano (HPV por su sigla en inglés). La semana pasada salió en la prensa el dato de que 70% de los padres y madres vacunaron a sus hijas en las escuelas contra el HPV, mientras que 30% no lo hicieron. En el último mes me he encontrado con muchísimos padres y madres con preocupación, ya que al recibir esa nota de autorización no comprendían y se acercaban a sacarse dudas a la policlínica. La carta venía de la escuela, pero al ir a preguntar a esa institución se les decía que venía del Ministerio de Salud Pública (MSP) y que no contaban con mayor información. Algunos, en su malestar, afirmaban que preferían vacunar a sus hijos o hijas en la policlínica donde se vacuna el resto de los miembros de la familia. Esta actitud, muy lejos de ser antivacunas, refleja el valor que tiene que procedimientos como la vacunación se lleven a cabo en el marco de un encuentro clínico, en un centro de atención con personal formado para responder con información sobre esto. Es más: para bien o para mal, cuando la indicación de vacunas se hace en este marco, son pocas las preguntas que se hacen, porque se asume que si se da en el marco de la consulta médica está bien indicada. Yo creo en el modelo de toma de decisiones compartidas con las personas, no en el modelo paternalista de atención que impone decisiones sobre los cuerpos de la gente, por lo que me parece saludable que las personas se informen y pregunte sobre la pertinencia de los procedimientos. Pero quiero dejar en claro que la actitud de los padres y madres que se acercaron no estaba vinculada centralmente a que rechazaran la vacuna, sino a que no les satisfacía un procedimiento hecho con soberbia, a la espera de que las personas acaten una indicación de dar “alguna vacuna” en un permiso que sólo daba la opción de autorizar, que no informaba sobre la vacuna a la que se refería y que no aportaba información sobre los riesgos y beneficios de la inmunización a administrar. No podemos decir, por tanto, que esto conforme realmente un consentimiento informado; me atrevería a decir que ni siquiera es un consentimiento válido, directamente.

Este procedimiento no amerita comentarios públicos por parte de los gestores, que en cambio optan por el ataque a los “antivacunas”. En Uruguay se está repitiendo un discurso que ha sido promovido por la industria farmacéutica. El de los “antivacunas” es un discurso de moda en el mundo, chivo expiatorio para no discutir los verdaderos problemas que tenemos vinculados a la administración de vacunas. España, Estados Unidos, Chile y México son sólo algunos de los países en los que este tema ha cobrado fuerza. Los “antivacunas” son para las inmunizaciones lo que los “terroristas” son para las guerras: el enemigo público que debemos crear para generar miedo y lograr autorización en el imaginario colectivo para hacer cualquier cosa que en otro contexto la población desaprobaría.

Las vacunas han sido uno de los principales aportes que la ciencia le dio a la humanidad. Esto es innegable. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que de dos a tres millones de vidas se salvan cada año en el mundo gracias a las inmunizaciones. Pero esto no quiere decir que todas las vacunas tienen el mismo valor. Los fundamentalistas científicos que, fomentados por la industria, defienden todas las vacunas por igual y tratan como inferiores a quienes se animan a decir que tal vez no todas deberían ser obligatorias promueven una caza de brujas. Esta perspectiva, que no tolera la discrepancia, tiene la misma irracionalidad que algunos científicos suelen adjudicar a las religiones, y está igualmente basada en la fe y no en la ciencia. No todas las vacunas son iguales, no atacan problemas de salud con igual relevancia, no tienen el mismo perfil de efectos adversos posibles; se destinan a grupos distintos, tienen diferentes variables clínicas que se deben tener en cuenta para ser efectivas, y no todas cuentan con evidencia científica de igual fuerza.

En Uruguay los antivacunas reales son escasos; se trata de situaciones anecdóticas. Lo que existen son grupos, algunos muy respetados en el ámbito de la promoción de derechos, como la organización Mujer y Salud en Uruguay (MYSU), que manifiestan su preocupación por los procedimientos que se han utilizado para llegar a la vacunación, en particular por la inmunización para el HPV, vacuna que ha sido objeto de cuestionamientos que deberíamos atender en vez de ningunear a quien piensa diferente. Por otra parte, estos grupos, más que anti cualquier cosa, son pro defensa de la autonomía de las personas para decidir sobre su cuerpo y, por lo tanto, cuestionan la obligatoriedad. Este es un punto interesante en un mundo médico que, cuando más conocimiento tiene, posee cada vez menos certeza y más incertidumbre. Esto hiere el ego médico, ya que hoy, frente a muchas situaciones, no podemos asegurar que algo le hará bien y que no le hará mal a una persona. Podemos decirle que hay más probabilidades de beneficios que de riesgos, pero es el cuerpo de la otra persona el que se expondrá a esos riesgos, no el nuestro, y por lo tanto la opinión de esa persona debería ser tenida en cuenta. Por otra parte, la obligatoriedad de las intervenciones médicas (carné de salud, mamografía, vacunas, etcétera) es un invento bien uruguayo, que ha sido cuestionado por poco ético en otras partes del mundo y ha ameritado artículos críticos en el British Medical Journal (BMJ).

Los que trabajamos en territorio y dedicamos grandes esfuerzos para que los niños y niñas de nuestro país reciban adecuadamente las inmunizaciones correspondientes según el Esquema de Vacunación pautado por el MSP sabemos las dificultades que este proceso conlleva. Pero esas dificultades no se deben a ningún grupo “antivacunas” y sí dependen de cómo se organiza el sistema de salud, de lo fuerte que sea el Primer Nivel de Atención, de la accesibilidad, de la relación medicina-paciente, del trabajo comunitario desde los equipos de salud, de la información adecuada que logremos darle a la población para que pueda ser parte del proceso de decisión sobre su salud y enfermedad, de las políticas de inmunización racionales.

¿Estamos poniendo primero los intereses de las personas? ¿O estamos imponiendo un producto promovido por la industria? Si lo que nos desvela es la salud de la personas, hagamos las cosas de forma acorde.

Virginia Cardozo es médica especialista en medicina familiar y comunitaria.

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