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Archivo, marzo de 2020

Foto: Alessandro Maradei

La psicología detrás del barbijo ¿Por qué cuesta incorporar su uso?

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La irrupción de la covid-19 en el país ha sacudido nuestras coordenadas cotidianas, alterando rutinas, proyectos, vínculos y hasta el paisaje circundante. Las interrogantes sin respuesta o respuestas provisorias han conmovido nuestras creencias. El bombardeo de información desborda nuestra capacidad de procesamiento y de análisis, y a todo esto se suma la proyección de contextos adversos, cuando no apocalípticos. El corolario es una revuelta emocional que empaña por momentos nuestro juicio a la hora de tomar decisiones.

Entre las estrategias consensuadas para prevenir el contagio se destacan el distanciamiento físico sostenido, la ventilación de los ambientes, los tiempos de exposición cortos y los tapabocas bien utilizados. De estas cuatro recomendaciones, el uso del tapabocas parece ser la más efectiva y sencilla de implementar. Tal es así que Henry Cohen, integrante del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH), ha llegado a decir que usarlo es un “deber cívico”. En efecto, hasta donde sabemos, el uso generalizado y correcto del barbijo (cubriendo boca y nariz) es condición necesaria, aunque no suficiente para continuar el proceso de desconfinamiento sostenido, sin reversas. Entonces, ¿por qué observamos tantas excepciones y resistencia a su uso cotidiano?

Hay razones que trascienden el problema de la responsabilidad social o de la libertad responsable invocada en forma reiterada. Si bien los brotes y rebrotes nos recuerdan la importancia que tiene el empleo del barbijo, estamos lejos de asumirlo como una prenda habitual sin la cual no andaríamos frente a otros.

Es cierto que estamos mundialmente despegados por los bajos números de la pandemia, pero vale la pena hurgar en los mecanismos que hacen tan difícil incorporar este aspecto de la nueva normalidad. Como pasa con cualquier conducta humana, los motivos que la sostienen son de diversa índole, explícitos e implícitos. No se trata aquí de ver cuáles son más determinantes, sino de comprender cómo actúan. Los comportamientos humanos son siempre la punta del iceberg: la parte más visible del imbricado mundo de nuestras motivaciones. Si queremos (como sociedad) tener alguna chance en relación al cambio generalizado de un comportamiento, debemos entender lo mejor posible qué hay debajo de la punta del iceberg y diseñar estrategias comunicacionales que contemplen esto.

Entre las motivaciones explícitas más habituales está la incomodidad: dificultades para respirar, para hablar, anteojos que se empañan, alergias producidas por algunos materiales, y alguna otra por el estilo. Todos estos son motivos entendibles y atendibles, pero probablemente menos acuciantes que otros que permanecen acallados o, como mínimo, atenuados en nuestra conciencia, como si un tapabocas (imaginario) se interpusiera.

Es que el tapabocas impone una nueva modalidad de relacionamiento que afecta nuestros vínculos. El interés que despertamos en los demás se basa en nuestros gestos y ocurrencias, que, por lo general, implican nuestra expresividad facial. Interactuar con otros sin disponer de casi la mitad de nuestra cara impone un desafío psíquico y cognitivo enorme, porque sentimos que no tenemos disponibles nuestras herramientas habituales para la comunicación.

El tapabocas actúa como un filtro que reduce aquello que queremos expresar al interponerse en el vínculo con el otro y disminuir nuestra capacidad de llegarle. Esto genera enojos y revive la sensación de fragilidad de cuando no podíamos expresarnos con claridad. Desde una perspectiva ontogenética, se trata de emociones de temprana aparición en la vida de una persona. La pandemia ha puesto sobre la mesa la fragilidad de la naturaleza humana, reactivando vivencias de indefensión propias de las primeras etapas de la vida.

Otro elemento a tener en cuenta es el mensaje que damos a nuestros seres queridos. El uso del tapabocas puede ser pensado o decodificado como un signo de desconfianza o desprecio hacia ellos, una declaración de culpabilidad propia o ajena. ¿A quién se le ocurre que el beso o el abrazo de los nuestros puede terminar por enfermarnos o incluso matarnos? El uso del barbijo en una reunión familiar o con amigos puede ser imaginado como un gesto acusatorio hacia los otros o bien como un signo que despierta sospechas sobre el portador. En ambos casos, nos dejamos llevar por el temor, por no causar un supuesto daño mayor.

Alerta no es pánico

Es preciso sincerarnos con nosotros mismos antes de poder asumir la libertad responsable que tanta falta nos hace. La covid-19 es un alien, un peligro real e invisible que circula entre nosotros. Su poder letal nos angustia a todos, más allá de que la intensidad de esa angustia sea muy distinta en unos y otros. Nos defendemos de esa angustia como podemos, cada uno a su modo. Como bien dice el ensayista Byung-Chul Han, el virus nos aísla e individualiza, magnificando la sensación de que cada uno es responsable de su supervivencia y “sabe lo que hace”. Esto puede llevar en muchos casos a una reacción de negación de la presencia silenciosa del virus y a renunciar, para sí y ante sí, al estado de alerta y, junto con ello, al uso del barbijo. Para muchos esta renuncia puede ser el último recurso para recobrar un estado anterior perdido que, aunque nunca fue seguro y nunca estuvo libre de tantos otros peligros, es concebido como una situación idealizada de inmunidad, libertad y bienestar.

Se ha insistido en la importancia de no alimentar el pánico en la sociedad, y esa insistencia es correcta, pero el miedo no es pánico. Mientras que el pánico paraliza o induce a cometer actos impulsivos (escasamente racionales), el miedo es un componente necesario para defendernos y cuidarnos ante cualquier peligro. El miedo es parte de nuestra esencia como seres pensantes, racionales: perderlo es, más que un síntoma de libertad, la antesala del desconcierto y la puesta en acto de la imposibilidad de aprender. El miedo es un componente clave: por supuesto que no garantiza el aprendizaje, pero, como podemos ver en los niños, no hay aprendizajes vitales que no conlleven algo de miedo.

Cuando se han puesto límites claros, como sucede con la crianza de los niños, todo funciona bien. Un buen ejemplo de ello son los supermercados o los centros comerciales donde la obligatoriedad del uso del barbijo se ha convertido rápidamente en la regla que nadie cuestiona. Allí no sólo se ve a la gente circular con tranquilidad y seguridad, sino que no se han detectado brotes, lo que debería hacernos pensar.

El GACH y otras autoridades de la salud han insistido en la importancia del uso del tapabocas en todas las situaciones de interacción con otros. Aun así, la mayoría de los brotes provienen de encuentros familiares o sociales en los que el tapabocas, ya sea por motivos explícitos o implícitos, no es la regla. Entonces, ¿qué podemos hacer? ¿Acaso la psicología tiene algo para aportar en esta fase en la que todo nuestro antídoto está jugado al comportamiento humano?

De a empujoncitos

Empecemos por los niños. La exitosa campaña contra el tabaquismo, además de recurrir a estrictas prohibiciones y severas multas por incumplimiento a las normas establecidas, contó con la constante censura de los niños hacia sus referentes parentales. Muchos adultos confiesan haber dejado de fumar debido a los reiterados reclamos de sus hijos. ¿Es posible que vuelvan a cumplir hoy ese rol concientizador? Si antes lo hicieron, ello se debe a la escuela uruguaya y a su tradición humanitaria.

Sigamos entonces por las maestras y su vocación ciudadana. Es preciso pedirles una vez más que tomen a su cargo un objetivo de alcance nacional: crear conciencia ciudadana en torno a la necesidad de cuidarnos y cuidar a los otros, para que los niños sean ese brazo armado de la sensatez; que en su natural capacidad de conmover a los más grandes, sean convincentes y depongan esos gestos de aparente indiferencia ante el peligro.

También es hora de pedir y de exigir a las figuras públicas que den el ejemplo. Claro que esta aspiración involucra, entre otros, a políticos y autoridades. Nadie debería aparecer en la pantalla del televisor sin el barbijo –reiteramos, cubriendo boca y nariz–, como ocurre en repetidos reportajes. El mensaje a la población debe ser claro y contundente.

Necesitamos una campaña innovadora que convierta lo que ahora nos resulta un sacrificio (usar el tapabocas) en una ventaja comparativa, para así darle un “empujoncito” (a la manera del nudge de la economía comportamental) a nuestro accionar y de esa forma incorporar un comportamiento nuevo en tiempo récord. El autoconfinamiento que logró con éxito la sociedad uruguaya el 13 de marzo tuvo su “empujoncito”: la idea de quedarnos en casa (unida al miedo, claramente) no fue resistida, sino aceptada por la mayoría de los uruguayos. Sin saberlo, quizás, el gobierno activó un mensaje que encajó muy bien con lo que a la sociedad uruguaya ya le apetecía hacer. ¿Podremos ahora encontrar ese “empujoncito” para el uso del tapabocas? ¿Cuántas situaciones sociales incómodas, de esas donde nos arrepentimos de decir lo primero que se nos pasa por la cabeza, es capaz de salvar el uso social del tapabocas? Hay muchas cosas para pensar y diseñar en esta área.

El riesgo de los números

El discreto encanto de la estadística tiene efectos paradojales sobre nuestros actos; provoca beneficios y perjuicios en cuanto a nuestras conductas de protección al otro y de autocuidado. Por momentos las estadísticas juegan a nuestro favor, contra la pandemia, alentándonos a seguir cumpliendo con el “deber cívico” de portadores de tapabocas. Pero, al mismo tiempo, nos recuerdan que el bajo número de contagios y muertes es el resultado, entre otras variables más o menos enigmáticas, de la responsabilidad del pueblo uruguayo.

Esta suerte de “gesta heroica”, confirmada por la decisión de la Unión Europea de abrir las fronteras hacia Uruguay, nos puede convertir en el imaginario en algo parecido a un pueblo elegido. Creérnoslo y caer en la trampa de que nada va a pasarnos si somos los elegidos nos expone al riesgo de perder el partido “en la hora” (para mantener las metáforas futboleras que tanto nos han ayudado a comprender).

La rebelión contra el sentimiento de indefensión promueve reiteradas expresiones “tranquilizadoras”, que no son fáciles de confrontar: “Ayer y hoy hubo sólo unos pocos casos en todo el país. ¿Justo te va a tocar a vos?”. El paso siguiente es fácil de imaginar: usar el tapabocas es tema de exagerados, de fanáticos o de viejos.

Si pudiéramos aceptar que todos somos sospechosos, que a fin de cuentas todos somos covid-19 y que nada de eso nos hace mejores ni peores, estaríamos en mejores condiciones para mantener este resultado hasta el verdadero final del partido y, sin triunfalismos, bajar de la altura esa que tanto nos hace sufrir. Esa debería ser la vacuna a la uruguaya.

Alicia Kachinovsky y Alejandro Maiche son doctores en Psicología, integrantes del Sistema Nacional de Investigadores y docentes grado 5 de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República. Kachinovsky es profesora titular del Centro de Investigación Clínica en Psicología, y Maiche, profesor titular del Centro de Investigación Básica en Psicología.

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