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Foto: Ilustración: Ramiro Alonso

Agrotóxicos IV: Talleres de convivencia entre vecinos y productores en Riachuelo

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Una mirada sobre los talleres de convivencia entre diferentes sistemas de producción en Riachuelo, convocados tras las denuncias de fumigaciones aéreas realizadas en ese punto del departamento de Colonia.

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Las fumigaciones aéreas de agrotóxicos sobre viviendas rurales en Riachuelo, departamento de Colonia, y la movilización de un grupo de vecinos hace unos meses desató una variedad de respuestas institucionales de las cuales hemos dado cuenta en otros artículos en la diaria. Hasta el momento no se conoce que el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP) haya sancionado las infracciones constatadas por ellos mismos.

La más reciente respuesta ha sido una convocatoria a una serie de reuniones hecha por las mesas de trabajo conformadas por varias instituciones: Intendencia Departamental de Colonia, MGAP-DGSA, MGAP-DGDR Colonia, INIA La Estanzuela, Instituto Plan Agropecuario, Asociación de Ingenieros Agrónomos y Cooperativa San Pedro. Su propósito, quizás ingenuo, es el de explorar la posibilidad de “Convivencia entre distintos sistemas de producción agropecuarios y vecinos de la zona de Riachuelo”. Y digo “ingenuo” porque es muy difícil imaginarse que puedan convivir en armonía sistemas de producción agroecológica junto con fumigaciones permanentes de agrotóxicos sin controles y con vecinos que las acepten pasivamente.

No obstante, dado el loable propósito, la concurrencia a las reuniones ha sido relativamente numerosa considerando el poco tiempo que medió desde la convocatoria, el hecho de realizarlas fuera de Riachuelo (en Colonia del Sacramento) y la escasa difusión pública. Los participantes combinaron a una veintena de vecinos comunes, productores, ingenieros agrónomos, contratistas, fumigadores (aplicadores) y unos pocos funcionarios gubernamentales locales y nacionales. Llamativamente, en la primera reunión faltó quien en definitiva “corta el bacalao”: el MGAP. Sí se hizo presente en la segunda, cuando un alto funcionario pudo explicar el laberinto de las denuncias que, según dijo, suelen tardar dos años en tener resolución. Obviamente, no es un proceso facilitador, sino todo lo contrario.

Las conversaciones giraron entre las mayoritarias buenas expectativas de diálogo, de búsqueda de soluciones y de mejorar la comunicación. Cada uno mira su pequeño mundo: los productores quieren trabajar libremente sin que el Estado ni los ciudadanos les pongan trabas; los aplicadores “buenos” hablan de las malas prácticas de los “malos” y dicen que no quieren ser vistos en la comunidad como delincuentes; los técnicos hablan de fórmulas, de cuidados, de experimentación; los vecinos y pobladores, de la amenaza constante de las fumigaciones a su salud, a sus quintas, a sus vidas.

No obstante, y a pesar de las buenas voluntades, estas contrastan con la realidad de las limitaciones de quienes participan para resolver el conflicto de fondo: un sistema de producción de siembra directa de semillas genéticamente modificadas con su paquete tecnológico de pesticidas, plaguicidas e insecticidas y su alta rentabilidad económica privada en detrimento de la salud humana, el medioambiente y la biodiversidad. Y que, además, ha sido adoptado como “razón de Estado” en todos los países del Cono Sur.

A los productores y aplicadores no les gusta que se hable de “agrotóxicos”; prefieren decir “productos químicos” o “fitosanitarios”. Esta discusión carece de sentido por una simple razón: si no fueran tóxicos, aunque los llamen de otra forma, no estaría planteado este problema, no estaría reglamentado (parcialmente) su uso y no estarían prohibidos productos que hasta hace poco se usaban libremente, no se usarían máscaras y trajes protectores para fumigar, no se prohibiría el simple desecho de los envases, etcétera. Siempre es saludable llamar a las cosas por su nombre: biocidio.

En ese contexto, queda la pregunta abierta de si es posible tal “convivencia”, “diálogo” y “respeto”. Hay claramente intereses contrapuestos que generan conflictos, y estos no pueden resolverse sin que existan políticas públicas claras y firmes que prioricen la vida frente al lucro y que brillan por su ausencia. Es como si se les pidiera a soldados en guerra -que reciben órdenes de generales y coroneles- que resolvieran sus problemas de convivencia. La guerra los excede y se dirime en otros territorios, más aún cuando los talleres mencionados son dirigidos, orientados y pautados por personal ligado al ministerio y cuyo objetivo explícito es transferir la responsabilidad a los ciudadanos y vecinos: “Lograr un lugar agradable para vivir y producir, a partir de una buena comunicación entre vecinos”.

Los conflictos que se desatan en las comunidades los exceden, ya que son sólo el reflejo del juego de grandes intereses y corporaciones que toman las decisiones. Tal como mostró el caso de Riachuelo, la pelea no puede ser planteada entre vecinos ni solamente a nivel local. En este caso, las tierras pertenecen a una multinacional con sede fuera de Uruguay, el agrónomo que autorizó pulverizar con agroquímicos es de Montevideo y el aplicador de la avioneta vino de Rivera. Los vecinos sólo los vieron pasar y les sacaron fotos. Prevenir estos actos salvajes requiere algo más que convivencia y talleres. Son los mecanismos democráticos los que deben hacer lugar a los reclamos, transformarlos en políticas públicas y salvaguardar la vida de las comunidades, de los alimentos que comemos, de nuestra biodiversidad, de nuestras aguas y de nuestras tierras.

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