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Paula Maffia, de Las Taradas.

Foto: Mariana Greif

Alegre disidencia

8 minutos de lectura
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El show de Las Taradas en la Zitarrosa.

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El viernes 3, por segunda vez en la sala Zitarrosa, se presentó Las Taradas, orquestina de señoritas integrada actualmente por Paula Maffía, Lucy Patané, Lu Martínez, Rosario Baeza, Marcela Galván Alberti, Nati Gavazzo, Jeanette Nenezian, Marta Rodríguez y Cecilia Rodríguez. A sala llena, entre swing, chachachá, blues, boleros, folclore y cumbia, reivindicaciones políticas y humor –mucho humor– encantó otra vez al público uruguayo, que las recompensó dejando la inhibición de lado para hacer trencito al son de “Santa Marta” y mover el cuerpo con el ágil enganchado de cumbias que suele surgir al final de la canzone napolitana “Guaglione”. Unas horas antes de la fiesta, la diaria habló con Maffía, Patané y Martínez sobre la escena musical y social argentina, a través de los ojos de unas taradas particularmente lúcidas.

“¿Cuándo fue la última vez que te tropezaste porque había una tabla floja en el escenario?”, solía preguntarse Paula Maffía con sus colegas músicas. La respuesta nunca era “nunca”. A principios de los 2000, cuando las integrantes de Las Taradas empezaban a tocar en público –lejos aún de conformar esta banda en particular–, Buenos Aires no era una ciudad hospitalaria para las bandas emergentes (aunque vale preguntarse cuándo una ciudad en esta parte del mundo verdaderamente lo es) y los músicos hacían lo que podían con lo que tenían; las integrantes de la banda con las que se entrevistó la diaria (Paula Maffía, voz y ukelele; Lu Martínez, contrabajo y bajo eléctrico; Lucy Patané, guitarra) recuerdan haber tocado muchas veces en casas particulares, sentadas en mesas y sillas, y que el lugar igual se llenara porque la gente quería, de cualquier forma, hacer y escuchar música. Tal vez era peor cuando se presentaban en locales; las condiciones edilicias nunca eran controladas, no había, entre la mayoría de los productores y dueños de boliches, una preocupación por los músicos o por la escena cultural, y tocar en un local significaba siempre, para el músico, perder plata. “Cuando venía a tocar acá a los 18, 19 años, y Samantha Navarro se aseguraba de que me pagaran, yo no lo podía creer; era como ganar el Oscar”, dice Maffía, que junto con sus compañeras siente un cariño particular por esta ciudad, “que se siente familiar pero al mismo tiempo... acogedora”, como dijo más tarde en la Zitarrosa.

Un acontecimiento bisagra, para estas músicas y para toda la escena musical argentina reciente, fue la tragedia de Cromañón, uno de los locales referentes del rock porteño que, en 2004, en un concierto de Callejeros, se prendió fuego por una bengala que fue a dar contra una malla sombra. Una de las salidas del local estaba cerrada con un candando y alambres; murieron 194 personas y al menos 1.432 resultaron heridas. “No fue una ‘tragedia’, fue una masacre”, puntualiza Maffía, ya que los inspectores encargados de habilitar estos locales, “mediante un módica coima”, hacían la vista gorda –el incendio determinó la renuncia del secretario de Seguridad de Buenos Aires, Juan Carlos López, y luego la destitución del jefe de Gobierno de la ciudad, Aníbal Ibarra–.

Esto determinó dos fenómenos simultáneos: la reaparición con fuerza de la música acústica y, con ella, la figura del cantautor o cantautora, como apunta Patané –por el hecho de que ya no se podía tocar con instrumentos eléctricos en la mayoría de los locales–, y, por otro lado, con el cierre masivo de salas de música, la aparición de una escena clandestina, de “tocar puertas adentro”, al tiempo que se formaba una fuerte conciencia colectiva entre los músicos de cuidarse a ellos y a su público, de no aceptar trabajar en lugares que no cumplieran con las condiciones mínimas de seguridad.

Reapareció una simbiosis entre determinados centros culturales y los artistas, retomando una movida de los 80; espacios que no están regentados por empresarios, explica Patané, sino por gente que terminaba siendo parte de la misma movida de lo músicos; “quizá no tocan un instrumento, pero ejecutan un lugar”, agrega la guitarrista, y se convierten en figuras “muy fuertes y muy necesarias en el arte independiente”, al darles un marco y un sentido de comunidad a los músicos. Estos centros culturales que reinvierten lo que ganan en cultura traen aparejada la interdisciplina, “formando una escena más grande, más nutrida, con varietés, teatro, música. Ahora los nuevos músicos entran a un circuito donde está politizado el espacio cultural, donde jamás te van a pedir que pagues para tocar”, enfatiza Maffía.

Así fue que, a partir de 2010, se organizaron regularmente “musicalazos” frente a la Jefatura de Gobierno de la capital para reclamar que se instaurara esta nueva figura, la de espacio cultural, porque la legislación al respecto estaba obsoleta: “centros de jubilados”, “discotecas”, “café-concert”... conceptos que ya no se aplicaban para gran parte de la escena musical porteña. Finalmente se consiguió instrumentar, aunque fue una cuestión de doble filo: si bien se empezaron a habilitar otras formas de ocupar el espacio musical, la nueva normativa también daba lugar a que las propuestas más disidentes fueran fácilmente obstaculizadas por pretextos como que las rejas debían tener cinco centímetros más o cinco centímetros menos. Maffía dice: “Algo que está haciendo muy torpemente la gestión cultural del Estado [que en el caso de Buenos Aires no empezó con las últimas elecciones nacionales, ya que Mauricio Macri fue jefe de Gobierno de la ciudad desde 2007 hasta su asunción presidencial en 2015] es atacar la cultura autoconvocada y autogestionada, que no le pide absolutamente nada al Estado, excepto que no la combata”, cerrando esos lugares y favoreciendo a otros más involucrados con personajes más cercanos a la gestión. La música hace un paralelismo directo entre esta política y la de los medios de comunicación: “Hacen que se genere una inflación de todo lo que es privado y todo lo que representa una suerte de pensamiento hegemónico”.

Por supuesto, se mantienen, con una “resistencia tremenda”, honrosas excepciones; boliches con amor por la cultura porteña, como el centro cultural El Viejo Matienzo, donde Las Taradas presentaron su primer show, el 14 de febrero de 2010. El primero y el último, pensaban ellas; la banda había surgido casi como una autoindulgencia de Patané y Maffía, que, mirando videos en Youtube de canciones de las décadas del 30 al 50 del siglo pasado, se les ocurrió contactar a otras músicas a las que admiraban –algunas amigas y otras a las que aún no conocían personalmente– para hacerle un homenaje a “los lados B” de bandas que ya no eran parte del paisaje musical.

Cuando este ejercicio por placer tuvo un éxito inesperado, las músicas se sorprendieron y hasta les “dio un poco de bronca”: años de “remar en dulce de leche” con sus otros proyectos para que la banda que habían formado a las risas y sin ninguna expectativa de futuro fuera la que diera el salto. Esto les cambió la cabeza, o les “redestribuyó la energía completamente”, a decir de Maffía, respecto de cómo abordar este y sus otros proyectos musicales, por dónde encauzar los esfuerzos y también cuáles eran las condiciones externas que habían confluido para que la banda explotara a los pocos meses de surgida. Les pregunto si hubo un momento en particular en el que se dieron cuenta de que Las Taradas iban en serio y no lo pueden precisar; “¿el [teatro] Vorterix?”, se preguntan. Lo cierto es que este grupo “en broma” terminó siendo telonero de la cantante francesa Zaz en el Luna Park, y que cada escenario al que va se llena: el Vorterix, el Konex, el Ift..., y de este lado del río, la sala Zitarrosa, en la que se vanaglorian de haber hecho levantar a los uruguayos de las butacas a bailar la primera vez que fueron; algo inusual, como les remarcaron varios, y que volvieron a lograr ese mismo día, pocas horas después de que tuviera lugar nuestra entrevista.

El público del viernes, como la primera vez que arribaron a la Zitarrosa, era una mezcla tal vez poco frecuente para una banda que tiene sólo ocho años: se dividía, a grandes rasgos, entre gente de 20 y tantos y gente de 50 y largos (dato anecdótico: yo fui con una amiga, su madre y su abuela). Es que si bien las melodías clásicas despiertan inevitablemente la nostalgia de los más veteranos, la energía rockera y contagiosa con la que las ejecutan las trae al presente y termina atrayéndolos no sólo a ellos sino también a generaciones posteriores. Las intérpretes reconocen que, por esta brecha generacional, a veces no todas las personas que las escuchan son afines a sus posturas políticas, que manifiestan entre canción y canción, así como en agregados improvisados en sus presentaciones en vivo. El viernes lograron meter en varias canciones, con gracia y soltura, versos sobre su deseo de que pronto se pudiera abortar legalmente en Argentina –aunque el humor no quita que militen por esta causa muy seriamente, y Maffía pidió, tanto en nuestra entrevista como en el escenario, que la gente que tuviera la oportunidad fuera a Buenos Aires el 8 de agosto, cuando el proyecto de aborto legal se discutió en el Senado, de manera de doblar la cantidad de gente que fue a manifestarse frente al Congreso durante la discusión en Diputados, y llegar a las dos millones de personas; “ningún medio argentino, excepto Página 12, cubrió esto”, denunciaron–. Dicen que esa es su forma de militar: su repertorio no se enfoca en “la inmediatez y lo urgente del mensaje”, porque ellas mismas consideran que sus discursos irán cambiando con el tiempo y esperan que su obra las trascienda, sino poniendo el cuerpo y presentándose donde hay que estar, como en las vigilias por el proyecto de legalización del aborto o como hace poco, el 6 de julio, cuando tocaron para las trabajadoras de Télam después del despido masivo llevado a cabo por esta agencia de noticias. Maffía considera que el escenario tiene cierta cuestión ritual y transformadora que incluye al público, y Patané agrega: “En esos momentos de mierda, cuando vamos a apoyar ciertas causas, esa hora de bailar y pasarla bien le sirve a la gente para cargar las baterías”.

Es que la lucha en el plano cultural atraviesa a esta banda, que usaba el todes muchos años antes de que en Uruguay empezara a incomodar, y no por hacer una bajada de línea, explica Maffía, sino por los propios ámbitos en los que transitan, donde la cultura queer tiene una presencia fuerte y el todos abarcaría a muy pocos de quienes integran su público. Con la misma naturalidad sucede que sea una banda formada íntegramente por mujeres; habiendo tantas músicas talentosas en la vuelta, sencillamente no se les pasa por la cabeza que deba haber hombres, e increpan: “¿Alguna vez le preguntaron a La Vela Puerca o a la Bersuit por qué eran todos hombres? Sin embargo, nosotras nunca podemos escapar a la pregunta de por qué somos todas mujeres. ‘¿Por qué motivo ustedes, discapacitadas genéticas, hacen una banda?’. Es que el representante por antonomasia de la música es el varón rockero violador. Ni siquiera tenés que ir a las personas. Basta con leer las letras”. Entre esas ideas insidiosas, cuentan que varios periodistas, tanto hombres como mujeres, les han preguntado cómo hacen para llevarse bien entre tantas mujeres. Maffía hace hincapié en la admiración por las “bandas de señoritas” –integradas por directoras e instrumentistas “extraordinarias y que merecerían haber trascendido más”– que se formaron en la época de entreguerras, cuando las condiciones para que las mujeres se dedicaran a hacer música en público y sin compañía masculina debían de ser bastante más difíciles que las actuales, y las tres músicas hablan de la indignación que les provoca que Fabiana Cantilo sólo recientemente, a los 59 años, haya sido tapa de la revista Rolling Stone, con la fuerza que ha tenido su presencia en la música argentina en las últimas décadas, y cuando tantas tapas han sido dedicadas a colegas cercanos a ella como Fito Páez, Charly García y Andrés Calamaro.

No obstante, confían en el futuro. Consideran que las movilizaciones como el Ni Una Menos, horizontales y apartidarias, en un país como Argentina, tan “peronista/no peronista, Boca/River”, atraen a las nuevas generaciones, que son las que “nos van a salvar a todos” y constituyen lo que se está convirtiendo en la cuarta ola del feminismo. Cuando hablé con ellas todavía estábamos a la espera de lo que ocurriría el miércoles en el Senado argentino. Y, una vez más, los legisladores decidieron darle la espalda a lo que estaba pasando a su alrededor y escudarse en viejos privilegios. Pero la disidencia continúa, en las calles y en el escenario.

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