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Gabriel Frías.

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Desde su azotea, Gabriel Frías alegra a sus vecinos con viejas canciones

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“Poné los mejores choris”, dice el cartel gigante de un frigorífico que promociona, sobre la pared de un edificio de ladrillos, los encuentros y los festejos con su producto más famoso, acompañado de dos panes y una rodaja de tomate.

De repente, el sol de una tarde dominguera de calles vacías en el barrio Parque Rodó comienza a caer, y los vecinos de las torres linderas salen de sus balcones, convocados por una melodía rítmica y contagiosa. La canción es “Rock Around the Clock”, de Bill Haley y Sus Cometas, y el sonido viaja desde la azotea de una casa antigua (construida en la década de los 30) de dos pisos, rodeada de árboles de hojas verdes y amarillas.

Los parlantes de 15 pulgadas están perfectamente ubicados hacia este y oeste, en el suelo se entreveran un montón de cables y una pandereta espera su turno. El micrófono lo sostiene un joven parecido a Buddy Holly, de lentes con notorio aumento, camisa a cuadros como los de un mantel de picnic y mocasines, que canta afinadamente y sin esfuerzo las notas más altas, y que a medida que su show comienza a ganar público también se anima al baile y al pedido de palmas. Sus padres, Graciela y Daniel, de elegante sport, lentes negros y brazos cruzados, lo miran con atención desde cerca de la puerta que lleva a la estrecha escalera por donde se suben y bajan todos los artefactos eléctricos.

En los balcones vip, tres jóvenes en chancletas disfrutan del show mientras comparten una bebida en botella de plástico, una mujer india con un caleidoscopio en su remera lo graba con un teléfono celular de funda naranja, una setentona se encorva en su balcón sin quitarse sus orejeras de peluche para la siesta, un matrimonio embanderado en el pabellón patrio acompaña el ritmo, golpeando la madera de su baranda con pequeños golpes del dedo índice, y la más pintoresca vecina, vestida y peinada para cóctel, mueve las caderas, mientras se frota las manos con alcohol en gel.

La función se volverá a repetir cada domingo de cuarentena a las cinco de la tarde.

Su principal responsable se llama Gabriel Frías y tiene 44 años. Recuerdo haber estado alguna vez en su estudio de grabación, sus modos gentiles, sus participaciones en videos medio caseros de humor, y sus trabajos como locutor para diferentes productos y proyectos de radio y televisión.

No hace mucho supe que se había convertido en cantante a tiempo completo, y que desarrollaba su profesión, mayormente, en residenciales para ancianos, donde su número había resultado un éxito. Nació en Montevideo y también vivió en Argentina y Bolivia, estudió bajo, batería, piano, canto y locución. En el programa Nos sobran los motivos, de Emisora del Sur, le escuché narrar sus experiencias como cantante de casinos, su insatisfacción en un trabajo de oficina, su fe cristiana y su pedido a Dios ‒y deseo cumplido‒ de cantar en “un entorno más amoroso”, como el de los residenciales.

Hace unos días lo volví a encontrar en Youtube, con la producción del fotógrafo Nicolás Celaya, que muestra una de sus tardes domingueras de cuarentena interpretando su repertorio infalible, ahora desde su azotea, y decidí escribirle para saber más sobre sus ocurrencias y su inusual propuesta artística y de comunicación fuertemente ligada a un tiempo pasado.

¿Cómo se te ocurrió esta idea de cantar en tu azotea?

Se le ocurrió a un amigo mío y me encantó. Además de que me dedico a esto y me gusta mucho, me pareció una buena oportunidad para generar un poco de alegría por medio de la música. Al principio estaba un poco nervioso, porque no tenía mucha idea de cómo lo tomaría la gente y además nunca había cantado en una azotea. Pero sin pensarlo mucho agarré y armé el escenario.

¿Y de qué manera reaccionaron tus vecinos?

La primera persona que vi fue una chica en un balcón que me gritó “¿qué vas a hacer?”, a lo que yo respondí “¡voy a cantar!”, y ella me dijo “¡qué bueno, te voy a filmar!”. Eso me hizo pensar que la idea podía funcionar. Lo tomé como una señal. Después, cuando empecé a cantar comenzó a salir gente de todos lados y fue muy emocionante. Ya van tres domingos que subo a cantar en la azotea y las repercusiones han sido de todo tipo. Me han escrito por Facebook, Instagram, Whatsapp y Messenger. Me saludan, me dicen un montón de cosas lindas, que lo siga haciendo, que se alegran, que me esperan. Para mí es sumamente gratificante recibir todo este cariño de vecinos que hasta hace poco eran desconocidos para mí. Lo siento como una verdadera bendición.

¿Algún saludo especialmente grato?

El de mi vecina Dana, que me enteré que es argentina, a raíz de la presentación en la azotea. Me mandó un Whatsapp lleno de palabras muy afectuosas; como forma de agradecerle se me ocurrió filmarme cantando la primera parte del himno argentino, que me encanta y me lo sé de memoria, porque viví cinco años allá. Ella se emocionó mucho y desde entonces está siempre los domingos en el balcón.

¿Te armás un repertorio de canciones para cada vez o vas improvisando?

Lo armo antes como para tener una base. Una vez que arranco a cantar siempre está la posibilidad de improvisar cambios. Tengo un repertorio muy amplio, lo cual es una gran ventaja a la hora de estar con el público. En general es un repertorio “familiar”, se podría decir, con canciones muy variadas y para todas las edades.

En todas tus actuaciones hay una presencia importante de canciones que tienen 40, 50 años o más. Parece que esa música muy antigua y clásica forma parte de tu estilo.

Mis dos voces preferidas son las de Nat King Cole y Karen Carpenter, del dúo The Carpenters Y mi afición por la música de antes viene desde niño. Yo vivía con mis padres, mi hermana y mis abuelos maternos. Mi viejo, amante del jazz, la música melódica y grandes orquestas como la de Ray Conniff; mi madre escuchaba a Los Wawancó, la orquesta de Pérez Prado y Los Lecuona Cuban Boys, y mis abuelos con Grandes valores del tango, y yo ahí mirando y escuchando el programa con ellos. Entonces crecí absorbiendo todo eso tan diferente. Pero también me gusta mucho la música de los 80 y 90.

Esto a su vez se conecta con tu experiencia en los residenciales.

Sí. Una vez mi viejo me trajo el diario y me mostró un anuncio en el que pedían cantantes para un residencial para la tercera edad. Y sentí que ese era el lugar donde yo quería cantar. Me presenté y quedé contratado, pero era una suplencia. Empecé a buscar otros residenciales, pero no me daban la chance. Entonces decidí empezar a ofrecerme a cantar gratis para que me dieran la chance, y con el tiempo me fueron contratando en un montón de lugares. Al día de hoy son más de 20, y es mi fuente de trabajo. Mi gusto por cantarles a los adultos mayores viene, primero que nada, porque me gusta mucho ese público. Tengo mucho feeling con ellos, tal vez por haber vivido con mis abuelos, a quienes recuerdo con tanto cariño.

¿Y cómo se dio el proceso de convertirte en músico profesional?

Me considero un amante de la música desde que tengo memoria. Llegué a tener cerca de 300 casetes grabados, muchos de ellos de la radio. Mi viejo me regalaba instrumentos musicales ya desde muy niño. Mi primer bongó me lo regaló cuando tenía siete años. Después integré la banda del colegio, ahí tocaba el tambor. De adolescente, viviendo en Bolivia, tuve tres bandas. Ahí ya cantaba y tocaba la batería.

La música siempre me acompañó, pero siempre como un hobby, una diversión. Entre mis 20 y 40 tuve algunos intentos de formar una banda, pero nunca se concretaron y me dediqué a la locución. Fue una muy buena etapa, pero laboralmente siempre me costó. Así que me puse a trabajar como administrativo con uno de mis mejores amigos, en una carpintería. Mientras tanto, y por hobby, comencé a estudiar canto. Llegando a mis 40 años sentí un gran nivel de frustración y encima atravesé una de esas maravillosas crisis existenciales en las que uno tiene la gran chance de decidir cambiar el rumbo. Y empecé a gastarme todos mi ahorros en equipos musicales: micrófonos, parlantes, consolas. Una locura, pero, de a poco, comenzaron a aparecer las oportunidades.

¿Qué canciones te piden ahora cuando te subís a la azotea?

Me han pedido algo de The Beatles, “Color esperanza”, de Diego Torres, boleros, también me han pedido que cante varios “Feliz cumpleaños” a vecinos, ya voy tres.

¿Y este domingo qué vas a hacer?

Calculo que van a ir unos enganchados de Palito Ortega, “La bamba”, “Que le den candela” y lo que me pidan. Por ahí.

¿Cual es la canción que más te gusta cantar y por qué?

Pregunta difícil. Depende mucho de mi estado de ánimo. Me gusta mucho una canción que se llama “Violetas imperiales”, que se la escuché cantar al tenor español Luis Mariano en una película en la que actuaba junto con Carmen Sevilla. Pero también disfruto mucho cantando “Pedro navaja”, de Rubén Blades. Amo la salsa, por cierto.

Otra azotea, pero en radio

Cuando empezó la cuarentena, Guille Amexeiras y Gastón Lepra se dieron cuenta de que las charlas que compartían mientras tendían la ropa ‒viven en el mismo edificio‒ podían volverse un programa de radio para combatir el aislamiento social. Después de todo, entre los dos hacían gran parte de Mundo Cañón, el legendario programa de periodismo político y cultural que pasó por varias emisoras de FM y AM montevideanas. Así nació Radio Azotea, una emisión que desde hace dos semanas se puede escuchar todos los días a las 18.00 en radioseninternet.co.uk/Radio-Azotea y que después suben a Youtube, Mixcloud y como podcast en Spotify. Entrevistas sin estrés para tiempos de quedarse en casa, miradas descontracturadas a la desconcertante actualidad, y la participación, desde Maldonado y el mundo cannábico, de Rufo Martínez, otro de los pilares de Mundo Cañón. Va de lunes a domingo, pero se suspende por lluvia.

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