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Ilustración: Ramiro Alonso

Tres silencios y un concierto para violín y orquesta

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Mirada de neófito.

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El solista está de vaqueros y camisa de jean. La directora detiene la orquesta una o dos veces. Vuelve a pedir el ataque. Conversa aparte con los chelos. Hay otro diálogo con el solista que se acerca al podio, asiente, vuelve a su lugar. Lo intentan juntos una vez más y parece que ha salido bien, ya que de los músicos surgen, espontáneos, aplausos de los arcos contra las maderas de los instrumentos y exclamaciones de aprobación.

Por sobre toda esa coreografía involuntaria se recorta, en la memoria inmediata, el violinista de celeste lavado. Ocurrió hace menos de una semana, pero no está claro cómo llega el sonido ni de dónde. La partitura está en el atril. El violín está a la vista. Pero el sonido parece retumbar desde otra parte. Como si pegara sobre la puerta del silencio.

Mientras se intenta reubicar la melodía en el recuerdo inmediato, el 149 busca Agraciada. Llueve. En una esquina sube un vendedor de broches de pelo. Es el mismo que una semana antes fue bajado por los pasajeros de un 151 porque intentó robarle a un anciano. Ahora ensaya la misma táctica con una mujer. Con el tapabocas bajo, se le acerca casi cara a cara y mientras ella pone toda su atención en alejarse, la intentará robar. Un pasajero que se da cuenta le grita que se suba el tapabocas. Salta como un resorte hacia atrás. Increpa, pero esta vez no roba. El chofer del 149 no hace nada. Evidentemente lo conoce, como lo conocía el conductor del 151. La empresa tolera un instante de impunidad.

El sonido que se busca en la memoria, para que vuelva, es el Concierto en canto negroriano para violín y orquesta, del argentino Gabriel Negro Senanes, escuchado a manos de Daniel Lasca. Fue en el ensayo de la Filarmónica de Montevideo, el miércoles, en un teatro silencioso. Se mezcla con la voz de un pasajero retumbando en la caja metálica del 149 con el vacío de fondo del silencio del chofer. De más atrás incluso llega el ruido de un vaso que se partía contra el piso de un tercer silencio hace 30 años en un bar del puerto.

Intento reconstruir en la memoria si ese giro de la pieza de Senanes –nunca interpretada para Uruguay antes del concierto del jueves pasado– era un deslizarse de lo contemporáneo hacia el tango o si giraba, en realidad, el picaporte de la milonga. Me doy cuenta de que no lo retuve. Que no lo puedo reconstruir a pesar de que sigue ahí, como una llave.

¿Qué bar era ese en el que estábamos con Gabriel Peveroni, a comienzos de los 90, cuando el mozo echó de mala manera a un niño que había ido a pedir una moneda? Cuando tiramos el vaso al piso en señal de protesta alguien abrió una ventana por la que todo sonido fue abducido de inmediato. El bar quedó en tal silencio que sólo se escuchaba el raspar de la escoba del mozo que recogía los vidrios sobre una pala roja. Todas las miradas puestas en cualquier parte, menos en nosotros, nos atravesaban sin mirar.

El ensayo sigue. Cuando termina dejo la sala vacía del Solís. La pieza de Senanes me acompañará por varios días. No como una música de fondo. Más bien como un abridor de silencios.

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