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Foto: Josef Lehmkuhl, Wikimedia.

La Filarmónica de Berlín en pantuflas

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Mirada de neófito.

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Los músicos ya están en el escenario central de la sala que Win Wenders llamó, con justicia, “nueva catedral” de la acústica. El director Kirill Petrenko entra con paso rápido y da un pequeño salto para salvar el último escalón y llegar a la tarima. Hace un gesto mínimo para que la orquesta se ponga de pie y reciba el primer aplauso del público. Se vuelve hacia la platea y hace una tímida reverencia. Sube al podio, separa un poco las piernas, se toma dos segundos para encontrar su eje de concentración, abre los brazos y con la mirada, más que con la batuta, le da entrada al corno principal, Stefan Dor.

En apariencia, puede decirse con claridad que lo que empieza es la obertura de la ópera Oberon, de Carl Maria von Weber. También podría decirse que empieza la temporada 2021-2022 de la Filarmónica de Berlín, considerada la mejor orquesta del mundo. Pero hay un big bang, una puesta en marcha de un tiempo suspendido que se produce cada vez que comienza una obra musical, y que es diferente para cada protagonista. Para Petrenko seguramente es la casi culminación de semanas de trabajo con la obra, algo habitual en un perfeccionista obsesivo como es el director nacido en Siberia. Casi culminación, porque incluso durante el concierto, ha dicho alguno de los músicos, Petrenko los lleva “un poco más allá” y les hace alcanzar ese sonido que deja la sensación de que no podría lograrse mejor que de ese modo en que está ocurriendo. Para algún espectador ese inicio suave quizá ponga en marcha, en la cadena de significados, una pieza “tan siglo XIX” pero a la vez actualísima y arcaica que bien podría ser un spin-off de una saga de Tolkien.

El concierto inaugural de temporada, que ocurrió el 27 de agosto, se completó con la Metamorfosis, de Paul Hindemith, y la Sinfonía n°8 de Franz Schubert. Quienes no estuvimos en Berlín lo pudimos seguir por la plataforma de la Filarmónica berlinesa, que además de los conciertos en directo dispone de varios centenares de contenidos (una decena gratuitos) para que sucumba cualquier plan de manejo racional de los tiempos de exposición a las pantallas. Este sábado 11, por ejemplo, es el turno de la Cuarta de Bruckner, dirigida por Jakub Hrusa.

Como bien señaló en su momento el filósofo favorito de Francisco de Quevedo, el palenciano Perogrullo, no hay comparación entre ir al concierto y verlo en un televisor. Y eso que no hay, lo hay menos en el caso de la Filarmónica de Berlín, en cuyo edificio puede escucharse hasta el ruido que hacen las uñas de los músicos mientras crecen. Sin embargo, eso que no hay, y que en este caso lo hay menos que en ninguna otra parte, es algo que merece experimentarse. En parte porque un concierto no es sólo lo que se escucha sino también lo que se ve, y las 80 cámaras del streaming berlinés permiten captar gestualidades, cambios de ritmo y entradas de instrumentos como no pueden verse desde las butacas. Y en parte por “la razón del artillero”: no hay pólvora que alcance para volar a Berlín cada semana y acercarse al número 1 de la calle Herbert von Karajan.

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