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La tristeza de esos ojos: sobre la cuarta temporada de The Sinner

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Leído por Andrés Alba.
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Desde su mismísimo comienzo The Sinner funcionó a través de la alteración quirúrgica de varios pilares clásicos de la tradición policial. En el primer caso del detective Ambrose teníamos la historia de una mujer querida y respetable a la que, durante un apacible día de playa, algo la trastornaba y la llevaba a apuñalar repetidas veces a un perfecto desconocido. Era un caso extraño, porque para resolverlo no funcionaban el ritual policial de buscar móviles ni la explicación de un gran pasaje al acto psicótico. Lo interesante de este primer caso (y de los que vendrían en las sucesivas temporadas) es que no había nada para discutir sobre el hecho en sí: toda la gente que rodeaba la escena del crimen había sido testigo privilegiado de quién, qué y cómo lo había cometido. Se produce así un pequeño pero sustancial cambio de eje que resume muy bien el crítico Brian Tallerico cuando dice que, en vez de un whodunit (quién lo hizo), la narrativa de The Sinner propone un whydunit (por qué lo hizo).

En el camino a estas respuestas, el detective Ambrose (Bill Pullman en, posiblemente, el papel de su carrera) hace uso de una herramienta poco común: escuchar y ser honesto. Hay algo inusualmente humano en su acercamiento, en ese decir “la verdad es que no entiendo lo que hiciste, no te doy garantías de que esto te vaya a ayudar en la corte, pero te prometo que voy a tratar de entenderte”, y, a su vez, hay un horizonte antihumanista en la puesta en funcionamiento de una maquinaria sólo regida por la verdad –la verdad del caso, la verdad de la víctima por sobre todas las cosas–, aun cuando develarla traiga aparejados más problemas que soluciones.

Es por esta compleja dimensión ética que el protagonista encarna, más que a un policía, a una de las versiones más acertadas de lo que es una auténtica labor psicoanalítica. Más que las distintas encarnaciones de psicoterapeutas de In treatment, más que aquellos actos de magia interpretativos o que los clichés denostadores del psicoanalista soldado a su poltrona capitonada, hay en la radicalidad de Ambrose algo mucho más auténtico que lo que se haya podido ver en cualquier analista llevado a pantalla. Algo que tiene que ver con su sinceridad, pero también con esa melancolía que es como la segunda capa de una matrioshka idéntica –aunque apenas más pequeña– a todo su cuerpo. La certeza melancólica de saber que una vez que se resuelve el caso el detective cae, como el analista, como un resto.

Se puede teorizar un montón sobre estas posiciones, pero todo cede ante la mera belleza de los gestos de Pullman: todo su cuerpo se arma a partir de una conjunción de expresiones superpuestas que, en vez de chocar, se disipan, como esas olas que al fusionarse mueren antes de llegar a la orilla. Esa manera espástica de hablar encorvándose y ladeando la cabeza, como si las palabras fuesen masticadas por varios dientes de lamprea antes de salir de su boca; esa mirada clavada en el suelo, aun cuando está enfrentando a tipos que lo quieren muerto; y esa pulsión tanática, pero de muerte a secas, que lo distancia del banal histrionismo autodestructivo (sea por el alcohol, las mujeres o las malas decisiones) de la mayoría de los detectives noir. El Ambrose de Pullman es, junto con el Rust Cohle de Matthew McConaughey de True Detective, el miembro de la fuerza policial más filosóficamente espeso que haya dado la televisión en los últimos tiempos.

Esta última temporada nos trae al detective Ambrose todavía afectado por el desenlace de la anterior, en la que su costado tanático tuvo una última prueba olímpica al intentar equipararse al nihilismo cuasi gnóstico de un asesino nietzschiano. Una nueva pareja y el retiro de las fuerzas policiales parecen marcar un nuevo comienzo, pero en una de sus noches de insomnio Ambrose presencia el suicidio de una joven y a partir de ahí se pliega a una investigación que, como es de esperar, remueve un montón de secretos mal sepultados de todo el pueblo.

Es una cuarta temporada de notorio bajo perfil en comparación a la tercera (que fue, en muchos sentidos, la mejor y a la vez la peor de la saga), pero al mismo tiempo, en contrapartida, expone más de lo deseable algunos clichés y vicios de la serie: varias trampas de guion que sólo sirven para estirar la resolución, sumadas a la compulsión algo absurda de recrear escenarios de anteriores temporadas, sobre todo esa cuestión del pobre detective teniendo que atravesar rituales de gran exigencia física –a uno le da por decirle a la tele “¡el tipo ya se hacía lastimar por una dominatrix, después por un culto flagelador y después por un loco de mierda que lo metió literalmente bajo tierra!, ¡denle un respiro!”–, que en este caso aportan poco al avance del caso en sí. Tampoco ayuda el dispositivo un poco simplista de poner al detective a hablar alucinatoriamente con el fantasma de la suicidada, casi llevándonos de las narices a las moralejas del caso. En la primera temporada bastaba la escena de Ambrose volviendo a su casa y viéndose las uñas amoratadas por la dedicación de su amante/dominatrix. No se necesitaban palabras ni conclusiones: bastaban el alivio y la tristeza de Pullman al ver con ojos glaucos aquellas pequeñas medialunas negras en la punta de sus dedos. Un ensayo de perdón para uno mismo y, a la vez, una certeza de que nunca se llega a escapar del todo de la propia destrucción.

Más allá de la pérdida de algunas de estas sutilezas, a esta altura ya está claro que toda la serie es Ambrose, y en ese sentido todavía queda mucha tela por cortar. Ya no son necesarias muertes, intrigas, resoluciones: bastaría sólo verlo a él. Citando a Onetti: “La historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no”.

The Sinner, de Derek Simonds. Temporada 4. Con Bill Pullman, Cindy Cheung, Joe Cobden, Frances Fisher, Alice Kremelberg, Michael Mosley, Ronin Wong, Jessica Hecht, Neal Huff. 2021. Netflix.

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