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Ilustración: Cristian Moreira (MiLoco)

Y si me despierta el día presumido: Andrés Calamaro en Montevideo

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Un repaso por las luces, sombras, hallazgos y polémicas del cantante argentino, que vuelve al Antel Arena este jueves en medio de su Agenda 1999 Tour

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Leído por Natalia Rodríguez Olmos.
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“Contengo multitudes”, aquella metáfora que parió la pluma del poeta estadounidense Walt Whitman y que con el tiempo se volvió muy trillada, es bastante certera para muchos músicos, que cambian de género de una canción a otra como si fueran medias, y es todavía más cierta para otros tantos, cuando se junta la obra con el artista, porque sus yo parecen albergar más personalidades todavía –al menos, a juzgar por lo que exteriorizan como figuras públicas–. Es el caso del argentino Andrés Calamaro, que este jueves se presentará en el Antel Arena como parte de su Agenda 1999 Tour, y por eso cabe preguntarse qué Calamaro vendrá a Montevideo esta vez.

No estamos hablando de cualquiera, sino de uno de los músicos de rock más prolíficos y singulares de la vecina orilla, con más de una treintena de discos editados como solista –incluido uno doble y otro ¡quíntuple!– y con sus respectivas bandas. Tiene 63 años y arrancó muy joven: en 1984 sacó su debut en solitario, Hotel Calamaro, cuando ya tenía buen bagaje con Los Abuelos de la Nada –nada menos–, y en los 90 marcó época en el rock hispanohablante gracias a Los Rodríguez, su banda formada en Madrid.

Ese híbrido entre Argentina y España, los países en los que alterna su residencia, fue más allá y se entrelazó en su obra, su personalidad y hasta en su forma de hablar. Calamaro supo ser tan exitoso tanto por su música como por todo lo demás que la rodea, gracias a –o a pesar de– esa maquinaria mediática tan aceitada por nuestros hermanos del otro lado del río. En el rock en general, y más en el porteño, la “mala prensa” siempre es buena, y por algo cantó “no se puede vivir de otra manera, / porque si no la gente ni se entera” (en “Diez años después”, de Los Rodríguez).

Calamaro es dueño de una extensísima obra musical, en la que hay de todo, pero de todo en serio: canciones grandes, medianas, chiquitas y microscópicas. Los giros picarescos en las letras, las frases dignas de grafiti, las melodías pegadizas, adornadas con arreglos pop más sutiles de lo que suenan y la desprejuiciada aptitud para grabar casi cualquier estilo tocable de la música popular –rock, pop, reggae, tango, cumbia y afines– son parte del tren artístico que maneja y que, de golpe, a la vuelta de un compás, puede pasar de una genialidad a descarrilarse por la pavada más ramplona. Los contenidos inherentes a la canción popular, incluso los más serios, pasados por el tamiz de Calamaro son tratados con lenguaje bien directo. Por ejemplo: “La vida es una gran sala de espera, / la otra es una caja de madera” (también de “Diez años después”).

Calamaro es como el coronel Kurtz de Apocalypse Now(1979), que soñaba con deslizarse por el filo de una navaja de afeitar y sobrevivir: en esa provocación, al subvertir los límites de lo que debería ser el rock, el músico se la juega –para bien o para mal– y por eso no deja a nadie indiferente. No suele haber términos medios en cuanto a la opinión que los demás tienen de él, de su arte y de su figura pública). A su vez, el alejamiento cada vez más alérgico de Calamaro de la prensa no ayuda demasiado a aclarar –u oscurecer– esa imagen.

Palabras más, palabras menos

Siempre irreverente, Calamaro supo poner en jaque al statu quo y armar lío en los 90 con algo tan simple como pronunciarse a favor de la legalización de la marihuana y lanzar “qué linda noche para fumarse un porrito” en un recital en La Plata, hace 30 años. Luego inmortalizaría ese espíritu fumanchero en los versos de la funky chill out y swinguera “Loco”, una de sus grandes canciones de Alta suciedad (1997), el primer disco que sacó como solista luego de la separación de Los Rodríguez: “Voy a salir a caminar solito, / sentarme en un parque a fumar un porrito / y mirar a las palomas comer / el pan que la gente les tira”. Eso le valió ser carne de cañón de los programas chimenteros argentinos y también de la Justicia, hasta que al final un tribunal federal de La Plata lo absolvió del delito de “preconizar o difundir públicamente el uso de estupefacientes”.

Pero pasó mucho humo debajo del puente y caímos hasta bien entrado el siglo XXI, subidos en el tren bala de internet, y la figura de Calamaro empezó a tener mucha presencia mediática tanto por sus discos como por sus aleatorios comentarios en su cuenta de la red social de turno. A saber: en 2019 armó polémica, dijo y se desdijo, luego de deslizar un supuesto apoyo al novel partido español Vox, de ultraderecha, señalando que prefería el “vértigo de los patriotas y reaccionarios”. Después, salió a aclarar que no votaba en España.

El voto que el alma pronuncia lo mete en Argentina. En noviembre de 2023, antes de la segunda vuelta electoral del país vecino, donde resultó ganador Javier Milei, Calamaro armó su último Lego de revuelo, también basado en comentarios en sus redes sociales. Sostuvo que “el cambio por el cambio en sí mismo es una opción que tiene sentido” en Argentina, y “como la realidad dista de ser perfecta (es más bien todo lo contrario), es entonces cuando un cambio tiene sentido y resulta una opción deseada”.

“El cambio discute el número exacto de ‘desaparecidos’ y propone un giro liberal inspirado en la Década Carlitos [por el fallecido presidente Menem]. Propone desmantelar el Banco Central y un sistema mixto de financiación de asuntos de orden público como la salud y la educación; reducir ministerios y secretarías, menos funcionarios. El oficialismo no propone nada, es la continuidad con la ilusión de un cambio que no sabemos en qué consiste”, señalaba Calamaro.

Agregaba que “un fragmento del sector cultural, universitario y del entretenimiento se manifiesta contrario al cambio por motivos de índole varias, el miedo a una teórica vuelta al pasado (algo improbable) y el pánico a ‘la pérdida de derechos’, un enigma”. “La derrota destila rencor. Ya hemos visto casos similares en Brasil o Estados Unidos, hace apenas meses, España sucumbió a una campaña de miedo que está hundiendo al Reino [sic] en una suerte de dictadura progresista comunista [doble sic] que podría reventar un país que hasta ahora ostenta una calidad exquisita de vida. Podemos elegir entre algo distinto o más tiros en los pies, hasta que no quede nada en pie”, cerraba Calamaro, abriendo así la canilla libre de polémica, de la que nadie se quedó sin beber.

Te quiero igual

Pero vamos a la música, que es lo que importa –en un mundo ideal, que vaya a saber si es este– y por lo que la gente suele pagar entradas, comprar discos o suscribirse a la plataforma de turno. El último material que editó Calamaro –en todos los formatos posibles– es el disco Razzmatazz (2023), un álbum en vivo del concierto que el músico dio en el recinto homónimo de Barcelona en 2010. Con 23 canciones y más de hora y media de duración, es un buen compendio de lo que implica un recital de Calamaro, con esas mezcolanzas tan suyas, como arrancar con “Salud, dinero y amor”, de Los Rodríguez, con el famoso y adictivo riff de sintetizador de “Walk of Life”, de Dire Straits.

Incluye canciones aguerridas de su última etapa, como, por ejemplo, “El perro”, de On the Rock (2010), compuesta por Calamaro junto con Marcelo Cuino Scornik –su habitual colaborador–, en la que sacó una foto de su país con una calamareada: “¡Qué lástima, Argentina!, / eras un bizcochuelo, / ahora sos gelatina”. El disco contiene una versión todavía más punk de “Palabras más, palabras menos”, himno de Los Rodríguez, para seguir con un cover corto –pero con garra y su inglés sospechoso– de “Jumpin’ Jack flash”, de los Stones (Calamaro es un confeso fan de la banda de Jagger y Richards: “Soy una buena combinación / de Homero Simpson con Rolling Stone”, cantó en “Sexy y barrigón”).

El último disco de estudio de Calamaro es Dios los cría (2021), en el que versionó algunos de sus clásicos con variopintos invitados, como “Tuyo siempre” con Vicentico, “Flaca” con Alejandro Sanz y “Algún lugar encontraré” con Carlos Vives, entre otros. Todas están grabadas en un estilo esencialmente acústico, con mucha presencia de piano; la mayoría de las canciones son más calmas que las originales y fueron producidas al detalle, convirtiéndolo en un disco de esos para escuchar con tranquilidad y suma atención.

Calamaro mostró sus aptitudes para componer grandes canciones ya de muy joven, como cuando parió la popera “Costumbres argentinas” para Los Abuelos de la Nada, con la extrañeza de que no existe versión de estudio de ella y la que se volvió exitosa fue grabada en vivo. En 1985 dejó a Los Abuelos... y encaró de lleno su carrera solista, pero fue en 1988, con su tercer álbum, Por mirarte, que Calamaro empezó a ser Calamaro. “Cartas sin marcar”, la que más se destaca de ese disco, que compuso con su compatriota y compinche Ariel Rot, tiene esa estructura de rock-pop de coros compartibles que se volvería su sello.

Fue con Rot y los músicos españoles Julián Infante (guitarrista y compositor) y Germán Vilella (batería) que en 1990 formó Los Rodríguez, una banda que duró poco más de un lustro y editó tres discos de estudio, pero les bastó para crear un sólido cancionero, que está entre lo mejor del rock-pop de habla hispana de esa época. “Mi enfermedad”, del primer disco del grupo, Buena suerte (1991), tuvo su primer golpe masivo en la versión –del mismo año– de Fabiana Cantillo. Pero fue quizás en la que grabó en vivo y se publicó en Disco pirata (1992), menos masiva, más lenta y melancólica, donde Calamaro mostró de qué está hecho.

El último disco de estudio de material original de Calamaro es Cargar la suerte (2018), que está entre lo mejor que hizo como solista. Y esa es una de las claves de este músico enrulado nacido en Buenos Aires, que entre sus vaivenes discursivos también están las idas y vueltas artísticas: cada una década, cuando parece que ya fue, lanza discos muy buenos, en una especie de regreso desde las cenizas (ya sea las metafóricas o las del porro). Por ejemplo, La lengua popular, de 2007, es otro de sus grandes trabajos.

Ilustración: Cristian Moreira (MiLoco)

Algo que yo te dejé alguna vez

Pero el núcleo duro de su obra está en la trilogía de álbumes seguidos Alta suciedad (1997), Honestidad brutal (1999) y El salmón (2000), que fue editada tan sólo en un lapso de tres años. Demostrando la megalomanía de Calamaro, se trata de un despilfarro de material, porque el segundo disco es doble, y el tercero, quíntuple. Sí, El salmón originalmente fue editado como cinco CD, con 103 canciones que significan más de cuatro horas y media de música (si era un despropósito en el año 2000, imaginemos para los tiempos de déficit atencional actuales). Es probable que no exista nadie en este planeta que haya escuchado los cinco discos de corrido alguna vez (están en Spotify, como todo lo demás de Calamaro, por si gustan intentar). Así las cosas, muchos años después editó un recopilatorio únicamente dedicado a ese álbum, de 54 canciones, titulado Salmonalipsis Now (2011).

El centenar de canciones de El salmón incluye todo lo posible dentro del mundo Calamaro, como la que le da nombre al disco, una declaración de principios (eso de ir contra la corriente, como el salmón), la veta más riffera, funky y de melodía adherente como “Output Input”, el reggae inoxidable “Tuyo siempre”, pasando por versiones de lo que pinte, ya sea tango (“Cafetín de Buenos Aires”, “El día que me quieras”, “Malena”), rock (“Under My Thumb”, de los Stones) o reggae (“No Woman, No Cry”, de Bob Marley), hasta llegar a chistes de asado como “Lameme el orto”. También la balada “Valentina”, que suena tierna pero choca a la vuelta de las primeras estrofas por un clásico plot twist calamaresco: “Es difícil acabar las cosas, / es difícil también empezar, / pero con Valentina quisimos acabarlas todas”.

Salmón en Uruguay

De los muchachos del rock argentino, Calamaro es probablemente el que más veces tocó en este país, y desde muy joven. Por ejemplo, ya que estamos en horas electorales, vale recordar que se presentó con Los Abuelos de la Nada el 1º de marzo de 1985, en la conmemoración de la restauración democrática y la asunción de Julio María Sanguinetti como presidente. Aquel día, en la plaza Fabini –entre otros lugares– hubo varios espectáculos de música, y uno de ellos fue el de la banda liderada por Miguel Abuelo.

Ilustración: Cristian Moreira (MiLoco)

Como solista vino muchas más veces, obviamente, y acá también supo tener sus vaivenes, como en el Pilsen Rock de 2010, en la Rural del Prado, donde se lo notó molesto con el público, dijo que los uruguayos son “más amargos que el mate” y que Gardel era argentino, pero luego, claro está, le bajó el perfil en redes sociales. En 2019, la primera vez que tocó en el Antel Arena, Calamaro dejó atrás cualquier mala imagen pasada y se mandó el que quizás fue su mejor espectáculo en suelo uruguayo, con un gran repertorio, bien sonado y cantado, chistes malos pero queribles, y las referencias al porro que nunca pueden faltar –aunque acá, al ser legal, no resulte tan irreverente–.

Este jueves Calamaro regresará al mismo recinto con un recital en el que tocará poco más de una veintena de canciones y una interesante cantidad de Honestidad brutal (por eso se trata del Agenda 1999 Tour), con sus acompañantes habituales del último tiempo: Germán Wiedemer (teclado), Julián Kanevsky (guitarra), Mariano Domínguez (bajo), Andrés Litwin (batería) y Brian Figueroa (guitarra). El Calamaro fanático de la tauromaquia, el de los comentarios políticos dudosos, contradictorios o asustaviejas, pero también el tecladista, el guitarrista y el de la voz de resaca infinita, es decir, el músico; todos esos Calamaro y alguno más dirán presente en el Antel Arena. El público, como siempre, elegirá con cuál se queda.

Andrés Calamaro, Agenda 1999 Tour. Jueves a las 21.00 en el Antel Arena. Entradas en Tickantel desde $ 2.120 a $ 4.460.

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