[Esta nota forma parte de las más leídas de 2019]

Ostentación de la tauromaquia, sintagmas eternos de lugares comunes porteñosos sobre Montevideo, algunos chistes malos, otros no tanto y varios malísimos. Todo esto y más sólo se le puede perdonar a Andrés Calamaro, gracias al sublime recital que se mandó el sábado de noche en el Antel Arena, que seguro superó las expectativas de la mayoría de los asistentes –el recinto estaba a medio llenar: se vendieron 4.000 entradas–. Con una vincha negra con calaveras adornando sus legendarios rulos, al mejor estilo Keith Richards, el músico argentino salió al escenario pasadas las 21.00, se sentó ante el teclado y enseguida despejó cualquier mínima duda que se podía tener sobre su estado musical en vivo.

“Nuestro Vietnam, / hecho de saliva y sangre, / es verdad, / y tal vez no te voy a perdonar / nuestro Vietnam”. Estos fueron los primeros versos que tiró el músico, solito, de la breve “Vietnam”, de hace tres décadas, que sirvieron de preludio del arranque con todas las letras –y los músicos– a cargo de la clásica y riffera “Alta suciedad”. Pese a que hubo experiencias para todos los gustos y oídos, los toques en el Antel Arena suelen sonar como Dios manda –en caso de que exista y sea melómano–; por eso, de entrada, se pudo notar lo bien que anda la banda, compacta y sin vueltas. A Calamaro –que no tocó una guitarra en toda la noche, sólo teclados o la nada– lo acompañaron un bajista, un guitarrista, un tecladista y un baterista. No se precisa más cuando se es un cancionista de ley.

“Verdades afiladas”, la que abre su excelente nuevo disco, Cargar la suerte (2018), dio paso a “Clonazepam y circo”, de Honestidad brutal (1999), y al juntarlas se notó que ambas podrían ser del mismo álbum, lo que termina de demostrar que lo nuevo de Calamaro está entre lo mejor de los últimos 20 años de su discografía. Se lo percibía contento –ya quedó muy en el pasado aquel Calamaro irritado del Pilsen Rock de 2010–, de vez en cuando abandonaba el teclado, merodeaba a sus músicos, los arengaba y se ponía dicharachero. Antes de cantar “A los ojos” –una de las pocas de Los Rodríguez de la noche–, hizo la primera broma sobre la “degustación de marihuana libre y de mate”, que no fue tan chiste porque, como si fuera un sketch de Capusotto, sacó un termo de vaya a saber dónde, se lo puso bajo el brazo y le entró al mate como si nada.

De botija...

“Estoy cansado de buscar, / algún lugar encontraré. / Estoy malherido, / estuve sin saber qué hacer, / en algún lugar / te espero”, cantó Calamaro, y la gente se excitó ante uno de sus primeros hits de los 90 fuera de Los Rodríguez. Y así se comprobaba, como tantas veces en la noche, que la voz del argentino más español sigue intacta tanto en timbre como en caudal: les guste o no, con su color de resaca infinita es dueño de una de las golas más personalísimas del rock argentino. Se estará cuidando, yendo a clases, tomando grapa con limón o lo que sea, pero lo cierto es que casi no hay diferencia con su voz de los 90 y principios de 2000, la época en que explotó su carrera solista con la trilogía –por llamarla de alguna manera, porque son muchos discos más– Alta suciedad (1997), Honestidad brutal (1999) y El salmón (2000). Dándoles a las teclas como loco o parado, se lo notó seguro con su voz, al punto de que le dio para dylanearla y jugar con algunos de sus hits, tomando caminos melodiosos alternativos.

Ya que estamos con la voz, hay algo en Calamaro que es digno de ser estudiado por alguna universidad de las importantes: se le entiende más cuando canta que cuando habla. Cómodamente ubicados en la cancha del Antel Arena, un poco atrás o más adelante, por momentos no se comprendía ni medio de lo que el músico decía al público. Esto pasa gracias, en parte, a que en los últimos años, de tanta ida y vuelta a la madre patria, se le armó un menjunje de acentos y dicciones que dan como resultado un porteño cheto atrapado en el cuerpo de un español que se acaba de mandar un guiso de clonazepam –y circo–.

En medio de una sesión de cháchara, se mandó una milonga seudoimprovisada –porque tenía papeles con letras, pero nunca se sabe– en el teclado, para resaltar su amor por Uruguay y lo uruguayo, que es parecido pero no es lo mismo. Antes y después nombró a sus mentores, como Jaime Roos y Ruben Rada, que andaban por la vuelta. Palabras más, palabras menos, en plena milonga payó que fue amamantado con leche Conaprole, que prefiere Uruguay antes que Francia y, ya inmerso en una lluvia radiactiva de rimas, encajó la que todos pensábamos que no pero al final sí: “Vine tanto de botija / que puedo cantar en pija”.

Luego de la gran “Me arde”, que nos metió de vuelta en los 90, y de “Cuarteles de invierno”, del último disco, remató su obsesión uruguaya con una versión de “Biromes y servilletas”, uno de los himnos de Leo Maslíah –¿hace falta acotarlo?–. Lo había grabado para Romaphonic Sessions (2016), a puro piano y melancolía, pero el sábado sonó más jazzera y menos pretenciosa, para encajar con el clima del recital, menos íntimo y más festivo, aunque las imágenes de Montevideo que acompañaban la canción en la pantalla grande de atrás del escenario, en blanco y negro, no pudieron evitar bañar la noche con gotas de melancolía.

De parado

En la cancha el público estaba bien sentado, pero Calamaro pidió que se parara para la última parte del show, de inexorable baile y agite. La mayoría hizo caso, cual fiel en templo de Pare de Sufrir, y así terminó de convertirse en el mejor espectáculo que el músico argentino dio en este país. “Si alguna vez no me vuelven a ver, / porque a mí como a todos se me olvida, / algo va a quedar adentro tuyo siempre, / algo que yo te dejé alguna vez”. Estos primeros versos, de “Tuyo siempre”, hicieron saltar como resorte a algunos desubicados que todavía no se habían parado, y no era para menos, porque la tocó en versión cumbia, como suele hacerlo en vivo, y no en plan reggae, como la original de El salmón.

Calamaro, como todo rockero argentino de gran envergadura –dejemos las rimas y los juegos de palabras para él–, tiene un rico historial de anécdotas. Una de las más famosas surgió en un recital en La Plata, en 1994, cuando dijo “qué linda noche para fumarse un porrito” y luego le iniciaron una causa por “apología del delito”. El sábado, cuando volvió a hablar de la marihuana, recordó ese hecho y, como en nuestro país está regulada, pidió si alguien del público tenía de la legal porque la quería probar. Varios se acercaron y le ofrecieron. Después no podía tocar otra canción que no fuera la siempre swinguera “Loco”.

Las últimas del falso cierre, antes de los bises, fueron las inconmensurables “El salmón” y “Estadio Azteca”, que abrieron paso a la rockera “Los chicos”, de La lengua popular (2007), hace tiempo convertida en clásico. Como se trata de un homenaje a los músicos que ya no están, fue acompañada con imágenes de colegas y compatriotas de Calamaro que se fueron de gira eterna, y luego la banda se mandó un pintoresco popurrí: “Smells Like Teen Spirit”, de Nirvana, y “De música ligera”, de Soda Stereo.

Después de otra mezcla, la de “Milonga del marinero y el capitán” y “Sin documentos”, de Los Rodríguez –en la que el cantante se mandó más atajos y volteretas melódicas que nunca–, caímos en la cuenta de lo prolífica, rica y variada que es la obra de Calamaro, ya que se dio el lujo de ignorar no sólo varios himnos de sus antiguas bandas (Los Abuelos de la Nada y Los Rodríguez), como “Mil horas”, “Costumbres argentinas”, “Mi enfermedad”, “Para no olvidar” y un exitoso etcétera, sino también de su repertorio solista, como “Te quiero igual” y “La parte de adelante” –y la de atrás–.

“Lejos, en el centro de la Tierra, las raíces / del amor donde estaban quedarán”. Los últimos versos de “Flaca”, la inevitable canción final del show, se desvanecían. Calamaro agradeció, saludó, hizo ademanes de torero y, para cerrar la comunión con el público uruguayo que se dio a lo largo de la noche, prendió el faso que le regalaron. Le mandó una pitada, miró hacia el fondo de la cancha, a todos, a la nada. Saludó otra vez y se fue; probablemente, pensando en salir a caminar solito, para sentarse en un parque a fumar un porrito.