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Hinchas de Boca Juniors en la despedida del equipo hacia Madrid.

Foto: José Brusco, Noticias Argentinas, AFP

El amistoso más caro del mundo

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Setenta años y dos días después de conocer al Tío Julio, setenta años y un día después de decirle al Tío Julio que ella era de Boca y de oír que él era de River, sesenta y nueve años y trescientos sesenta días después de apretar sus labios con los del Tío Julio por primera vez, sesenta y siete años y cuarenta y tres días después de avisarle al Tío Julio que estaba embarazada, cincuenta y seis años y siete días después de abrazar al Tío Julio porque de nuevo estaba embarazada, cincuenta y dos años y unos cuantos meses después de llorar con angustias sobre el pecho del Tío Julio porque en la Argentina había rumores y certezas de que venía un golpe de Estado, cuarenta y cuatro años y un cuatrimestre después de llorar pero con felicidad sobre el pecho del Tío Julio para anunciarle que serían abuela y abuelo, cuarenta y dos años y ocho meses después de llorar de horror sobre el pecho del Tío Julio frente a la confirmación de que empezaba una dictadura peor que todas las dictaduras, treinta y cuatro años y once meses después de llorar de desahogo sobre el pecho del Tío Julio porque la peor dictadura se iba a acabar y se acababa, doce años y un mes después de conocer junto con el Tío Julio a su bisnieta inicial y, fundamentalmente, sobre todo y más que nada, una vida larga después de hablar con el Tío Julio sobre Boca y sobre River, la Tía Mariana apretó los labios del Tío Julio con una intensidad idéntica a la de aquella primera vez y con la sensación de que podía ser la última.

-Te beso así, te beso con el alma, porque tengo miedo de que tus besos se vayan.

-No pienso morirme por ahora, mujer-, contestó el Tío Julio, a mitad de camino entre el fervor del beso y la indignación por el argumento.

-¿Y quién habla de morirse, viejo loco? Te beso así porque ese beso es nuestro y ya ves que todo lo nuestro, lo más nuestro, lo que pensamos que nunca podría irse, se está yendo. Ahora se nos va el Superclásico.

Hija e hijo de inmigrantes, madre y padre de gente que pensó en migrar, abuela y abuelo de otra gente que migrará si el horizonte de los bolsillos continúa su curva hacia el abismo, la Tía Mariana y el Tío Julio transcurrieron su historia en la Argentina, lo que implica decir que son personas expertas en pérdidas. Siempre intentaron construir y, en los planos individual y familiar, les salió lindo. En lo político, en lo social, contraparte brava, contribuyeron a arquitecturas temporarias pero perdieron con frecuencia. Perdieron afectos, perdieron capitales, perdieron ilusiones. Tierra firme entre demasiadas cuestiones que se desvanecían, el fútbol les funcionó como una soga para amarrarse a la ilusión en edades de altas desesperanzas. En más de una madrugada hablaron de fútbol, de Boca y de River para no amargarse con otras cosas. Ahora que a la final de la Copa Libertadores entre River y Boca la mudaron a Madrid, ahora que el fútbol se sumó a la catarata dolorosa de pérdidas, ahora que perdieron lo que parecía que jamás perderían porque jamás podría ocurrir, ¿qué argumento perdura para no suponer que hasta los buenos besos se fugarán rumbo a cualquier sitio?

En las pizzerías hacia las que marchan la Tía Mariana y el Tío Julio en sus cenas con fe de muzzarella, o en las peluquerías en la que ambos persisten en evidenciar que los calendarios no son enemigos de la belleza, o en los espacios universitarios a los que concurre su prole ancha y en los que hay investigadores que transparentan que el fútbol es un tema que merece ser estudiado con respeto, gira la misma pregunta: ¿Cómo fue posible y cómo es posible que un país de pérdidas perdiera, también, al Superclásico? La Tía Mariana es coleccionista de citas célebres y responde con Séneca, el sabio romano: “Torpe pérdida es la que por negligencia se hace”. Y a continuación se enfada -la Tía Mariana, no Séneca- con dirigentes de afuera y de adentro de la cancha que, por mercaderes o por ignorantes, no supieron ver con anticipación que tanta brutalidad, tanto hinchismo -“ser hincha del equipo es hermoso, pero lo otro, eso que ahora llaman folclore, es una porquería”, avisa hace bastante la Tía Mariana- y tanta mafia no pasarían sin hacer un daño tremendo. El Tío Julio privilegia a Juan Román Riquelme por sobre Séneca: “Román dijo que este Superclásico se volvió 'el amistoso más caro del mundo'. Tiene razón. Como de costumbre y en casi todo, nosotros ponemos la materia prima y otros, los dueños de la guita, son los que la aprovechan”.

Pospuesto una vez por lluvias y otra por violencias múltiples (no sólo hay violencia en el fútbol porque hay barras bravas, como pretenden instalar los dirigentes de Boca, de River y de la Nación, sino que, siguiendo al sociólogo de la cultura Pablo Alabarces, en la Argentina se expande “una cultura futbolística organizada en torno de la violencia como ética”), ofrendado en rendición incondicional por River, por Boca y por la Conmebol a los centros de poder económico del mundo (está anunciado en Madrid, pero pudo ir a Doha, a París o a otra capital de los negociados redondos), el fútbol es, además de tanto espanto, un arraigo, un espacio donde ser y hacerse con otros y con otras (y, qué macana, también contra otros y contra otras) y, en consecuencia, por ahora, el entusiasmo puede lastimarse pero no morirse. Eso significa que, cuando los muchachos de Boca y de River transpiren sobre el césped ajeno del estadio del Real Madrid, habrá millones soñando glorias del otro lado del mar y eso no ocurrirá a causa de que una de las arterias que lindan con ese estadio se llame, curiosidad o destino, Avenida del General Perón. Arraigo mayor a cualquiera de los arraigos argentinos, arraigo estimulado a cada minuto por el palabrerío en general hueco pero incesante de las cadenas televisivas, el Superclásico expatriado sacudirá sus caderas para seducir a multitudes que lo tendrán lejos como nunca y que, durante dos horas, se conmoverán como en tantas ocasiones. 

Las generaciones que surgieron a partir de los besos, del amor, de la constancia y de todo lo que compartieron la Tía Mariana y el Tío Julio asistieron a colegios argentinos en los que les enseñaron que el prócer nacional máximo era y es José de San Martín. Repitieron el nombre de San Martín, se disfrazaron de San Martín en los actos escolares, cursaron en aulas en las que el tiempo opacaba los retratos de San Martín, aprendieron que San Martín era el libertador porque liberó a estas latitudes de -precisamente- España y probablemente escucharon las ocho palabras que dan forma a la más estremecedora de las frases de San Martín: “Seamos libres que lo demás no importa nada”. La Tía Mariana se interroga si San Martín, que debió pelearse contra la Cordillera y contra los traidores, soportaría lo que le han hecho al pueblo con la mudanza del Superclásico. 

-Viejo loco -sufre la Tía Mariana-, a este paso un día lo que se van a llevar de la Argentina es, directamente, a la Argentina.

-Somos jóvenes, mujer: como toda la vida, habrá que seguir peleando-, replica, golpeado pero invencible, el Tío Julio.

La Tía Mariana, entonces, lo enfoca encandilada. Y, también como toda la vida, lo besa, lo besa, lo vuelve a besar.

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