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Fernando Casanova, capitán de Durazno, tras la obtención de la 15ª Copa Nacional de Selecciones, el sábado, en el estadio Silvestre Octavio Landoni.

Foto: Fernando Morán

Vecina, vecino, el mejor Durazno tengo

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En un partido de los mejores, jugado en el Silvestre Landoni duraznense, Durazno y Lavalleja empataron 2-2 en la segunda y definitiva final de la Copa Nacional de Selecciones, y de esa forma los locales se consagraron por undécima vez como los mejores del interior. Fue un juego excepcional, con los contendientes dando todo para llevarse el título, y el público disfrutando, viviendo y sufriendo un gran espectáculo. Lavalleja debía ganar para llevar la definición al alargue, porque Durazno había ganado en Minas 1-0, pero la roja del YÍ se acomodó al sufrimiento y consiguió una vez más el título.

Empecemos por el final o quizás, apenas un poco antes. Los jugadores duraznenses, los campeones del Uruguay, los que ya tienen sobre su rojo frenesí del pecho, unas humildes camisetas blancas tatuadas con el 11, que no es más que las veces que Durazno fue el mejor equipo del país.

Caminan, sin saberlo, o quizás en homenaje imperecedero a nuestro gran capitán, como lo hizo por primera vez y para siempre José Nasazzi, en Colombes, Francia, el 9 de junio de 1924, cuando la Liga de Fútbol de Durazno ya tenía 8 años de vida, cuando ya hacía 7 años que la selección duraznense había jugado el primer partido de su historia en el frustrado Campeonato Nacional de 1917, ante Rivera, en Montevideo, empatando 2-2, y ya de rojo.

Caminan, saltan, saludan, exultantes de alegría, con el pecho hinchado, y lo más lindo, transfiriendo con calma y esmero su alegría a cada uno de esos miles de vecinos, familiares, compañeros, de escuela, de liceo, novias, ex novias, primos, primas, parientes lejanos, abogadas, panaderos, el del carrito de la plaza, la de la intendencia, el de Asignaciones familiares, los que viven al lado de donde era el banco de Crédito, el que ingresó el mismo día en la Policía, los del cuartel, y aquel parece ser el más chico de los Irrazábal, o la de Morán, ¿y esos no son los sobrinos del Gato Díaz?

Allá van. Son campeones, pero sin pose, sin egoísmos, sin serlo ni parecerlo dejan el diezmo original de la alegría, a quienes del otro lado acompañaron, porfiaron, empujaron y pusieron seriamente en discusión la viabilidad deportiva de ese colectivo en ese campeonato.

Porque ahí van enhiestos y sin pilladuras, pero sin rencores ni odios fatuos, los mismos que fueron sometidos al escarnio público, cuando en el arranque del campeonato quedaron al borde mismo del abismo por una o 2 semanas, cuando esos mismos que gritan vivas, que imaginan la caravana, que darán continuidad al festejo apropiándose de la gloria, eran los mismos que en juicios sumarísimos descalificaban a aquel equipo que en el marco de la competencia, final tras final, fue consiguiendo atados con alambre los resultados suficientes y necesarios como para poder pasar a la segunda fase.

Campeones sin copa

Es casi el final, pero es el principio de mis lágrimas, porque cuando los jugadores completan su primera media vuelta, están sobre esa línea de meta de la gloria, desordenados, muy tocados, pero presentes, los jugadores de Lavalleja, reventándose las manos de lo fuertes y repetidos aplausos que repiten en el tiempo para sus vencedores. Los vencidos, los que hasta la última, última jugada del partido de hacha y tiza estuvieron a punto de inscribir sus nombres en el libro de las hazañas que no entran en el tomo de las historias mínimas, ellos, los que dieron y tomaron sin chistar en todo el partido, ellos a quienes les esperan tres horas de viaje de duelo de retorno a casa, están ahí aplaudiendo a rabiar a sus vencidos. Y entonces, los minuanos encabezados por Gerardo Cano, su entrenador que estaba afuera expulsado y que entró exclusivamente para acompañar ese gesto de gloria deportiva, son campeones también. No, no tienen título como los gallardos triunfadores duraznenses campeones, pero sí, son campeones también.

Mi mundial

Empecemos por el principio, que es un poco el final también. Fernando Casanova, el Varilla, el capitán de Durazno, el que eligió volver a jugar en la selección porque los años pasan y no quería dejar de vivir ese sueño a pesar de su nocturno laburo de rotativista en el diario del pueblo, en El Acontecer, se tiró antes de la imposible siesta para estar despierto en la noche de los sueños, hasta el Deportivo Uruguay, y confesó lo que muchos sabemos, pero muchos parecemos no saber: “Para nosotros esto es un Mundial, la Champions, La Libertadores. A este nivel es lo máximo que podemos jugar, lograr, y fundamentalmente estas dos últimas semanas -las dos de las finales- las hemos tratado de disfrutar al máximo”.

Vayamos al final de la espera, al principio del (de la) final.

Acompañemos a esas decenas de autos y ómnibus que serpenteando rutas y pueblos llegaron desde Minas a Durazno llenos de ilusión, con las ganas de ganar, con los miedos de perder. Conocen la ruta de la gloria, la podrán encontrar o no, pero saben dónde está el camino.

Mi mejor vez

Hay dos detalles que no son menores y que resultan conmovedores, y que tienen que ver con la forma de llegar allí. No refiero a los vehículos o formas de traslado, ni las rutas, calles o cortadas que los feligreses de ese rito único de una final eligen, sino a la forma como se visten, física y espiritualmente para llegar al estadio: puedo adivinar que son sus mejores ropas, sus mejores peinados para la oportunidad. Puedo sentir ese perfume de pueblo con sus mejores fragancias, el rouge, y la gomina y el gel, y de lo más maravilloso del descubrimiento-constatación, puedo, podemos ver decenas, centenas de camisetas, no ya de Barcelona, o el United, no ya de la celeste, o de Nacional o Peñarol, no de Independiente de Avellaneda o Liverpool de Inglaterra, sino de Durazno, sí, de Durazno, chiquitos con la 9 de Fumero o la 10 de Gasañol, o del Titi Rivas, con la 5 de Fernando Casanova, con la 14 del Monito González.

Y entonces uno como forastero de ese camino en particular, pero baquiano de trillos parecidos o distintos, siente que puede volver a concebir el mundo como cuando era un escolar, cuando era un joven universitario que pretendía llevarse el mundo por delante, cuando era un nuevo trabajador que fogoneaba un universo apacible y justo. Y se siente lindo, emocionante, sin importar si al final saldrá campeón Durazno o si Lavalleja lo llevará a la épica del alargue.

Maravilla

El partido fue genial. Emocionante. Vital. Removedor. Valiente. Lleno de sueños. Lleno de realidad.

Los duraznenses, aun sabiendo que la historia no juega, que no desborda por derecha, que no se para en mediacancha, que no cierra sobre la línea en defensa, estaban seguros, convencidos de que la copa quedaría en casa. Y contaban además con una letra de cambio de la realidad expedida en Minas, de indudable valor como la victoria 1-0 de visitante en el Juan Antonio Lavalleja en la primera final. Pero Lavalleja sabía, como se los enseñó Gerardo Cano- su técnico-, que las finales se juegan con ganas de ganar y no con miedo de perder, y entonces salió un primer tiempo, emocionante, inusual, lleno de acontecimientos, pleno de juego. Empezó ganando Lavalleja, con un gol de cabeza de Gregorio Almeida. Fue en un corner, el zaguero cabeceó limpito y vencio a Matias González, confirmando en primera instancia que el juego aéreo sería una buena llave de quiebre para los serranos y una complicación latente para los duraznenses.

Fue un golpe, un sacudón esperado al que le sobrevino otro sacudón: mientras Durazno, sus jugadores, su público procesaba esa indigesta situación, un tiro libre a 35 metros del arco de Lavalleja defendido por Tian Pereyra modificaría todo. Estratagema con tres grandes rematadores con una coreografía de engaño hasta que le toca a Wilmar Monito González que con su particular pegada mete un fierrazo esquinado contra el palo derecho del arco de la tricoserrana y coloca el empate sedante para los locales.

El empate sabía a poco para Lavalleja, y a mucho y rico a Durazno que así conseguiría el título.

Segundas partes fueron buenas

La segunda parte fue tan buena y mejor que la primera, y todos los que estábamos ahí estábamos extasiados por el juego. Los locales, porque conseguirían con ese resultado el título, los visitantes porque estaban dando la talla para torcer la historia, y el resto de los asistentes al espectáculo, porque estábamos viviendo un episodio de suspenso, pleno de vida, alegrías y dolor.

Cuando Alfonso Domínguez decidió que debía estar en cancha Gerardo Gasañol, seguro que no pensó “este la toca y pasamos a ganar”, pero sí fue así. Le hicieron penal a Gasañol en su primer ataque, que era casi el primer ataque de los duraznenses comparado con los varios de Lavalleja, y Fumero cambió a los 20 del complemento el penal por gol.

Esa media hora final –hubo más de 5 minutos de tiempo agregado- fue una montaña rusa de adrenalina, sin que en algún momento anímicamente quedara establecido que ya estaba todo decidido. En una decena de veces por lo menos los corazones se aceleraron porque parecía llegaba ese gol. El del empate vivificante del Lava, el tercero determinante para empezar la caravana de los duraznenses.

Y así fue que al final de los finales, hubo un penal para Lavalleja que el eterno Mario Amorín a pura clase lo hizo gol.

¿Cuánto quedaba? ¿un minuto más? Y otra vez el choque de trenes del convencimiento de los duraznenses que el título quedaría en casa, y el de Lavalleja de que habría uno más.

Y déjenme empezar por el final que fue el principio de los festejos, y la continuación de que la idea de que los campeones no son solo los que ganan. 52 minutos decía el reloj del Landoni. La pelota vino al área de Durazno bien sobre la izquierda y Andrés Pelo Berrueta le cambió totalmente la orientación cabeceando a la zona muerta del punto penal un par de metros hacia la derecha. Allí entraba solo el zurdo Germán Fernández, que utilizó el recurso del engancha para pegarle con confianza, pero dio tiempo a una enorme e inolvidable barrida de Diego Pereira que evitó el gol y le terminó dando el título.

Una maravilla de final, un partido único e irrepetible, un campeón repetido. Once veces ser el mejor del Uruguay no es para cualquiera, es solo para un grande, el mismo grande que daban por muerto dos meses atrás, el mismo grande que se recompuso con pasos seguros y firmes.

El mismo grande que se llama Durazno.

Inmenso.

Salú, campeón.

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