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Monumento de Lenin frente al estadio olímpico Luzhniki, Moscú.

Foto: Yuri Cortez / AFP

Hay mundial

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Debajo de Lenin, que es estatua pero sobre todo siempre es Lenin, ahora que hay arte y hay sueños, de verdad, por fin, hay Mundial.

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César Agüero no tiene tiempo de decir que es un honor que ahí cerquita, bien cerquita, Lenin lo escucha. Lenin, Vladimir, convertido en estatua, lo escucha en la periferia del estadio Luzhniki, donde el Mundial de Rusia deja de ser un anuncio incesante de las corporaciones de todo tipo y se transforma en sonrisa de la pelota y de las personas. No tiene tiempo de decir que es un honor que Lenin lo escuche, y que seis rusas, dos saudíes, una delegación de colombianos y unos cuantos mexicanos con sombrero también lo escuchan. No tiene tiempo de nada de eso porque, cordobés y de un pueblo que se llama Alejo Ledesma, César Agüero, ahora, ahora que son las horas en las que el Mundial empieza a ser Mundial, canta. Sin que nadie lo haya invitado al Mundial pero con una fe mundial en cada cuerda vocal, canta. Con una guitarra en la que apoya con exactitud las uñas y con una armónica que reparte ecos por el aire tibio de Moscú, canta. Canta canciones populares argentinas en el Mundial, en el escenario del Mundial y hasta delante de Lenin. A eso vino.

“Estoy acá por lo que me explicó mi mujer. ¿Qué me explicó? Que tenemos cuatro hijas y que lo mejor que puedo heredarles es que sepan que alguna vez tuve un sueño y fui a buscarlo. Yo quería viajar al Mundial y bancar ese viaje haciendo lo que amo. Le hice caso: cumplo ese sueño”, abrevia César Agüero, uno de los tantos sudamericanos que paseó hasta Rusia y hasta el Mundial más acostumbrado a que el dinero le resulte una preocupación que una constancia. Canta en la antesala de la inauguración del Mundial y canta, además, mientras Rusia y Arabia Saudita transpiran el primer partido, porque es cantante y porque rusos, saudíes, costarricenses, franceses, polacos y gentes embanderadas de una variedad ancha de banderas lo aplauden y hasta cantan con él.

Le sobran claridad en la voz y en la idea a Agüero: “Allá canto en bares, acá soy artista callejero. Me atreví, canto folcklore en el subte de Moscú y con eso financio esta aventura”, detalla. Pepe y Enrique, otros dos cordobeses que no son cantantes profesionales y sí hinchas de fútbol que lo detectan, afinan al lado suyo unos cuantos temas. “Los sueños hay que cumplirlos” repite César Agüero que calcula que la recaudación diaria de los trinos de su garganta orilla los 1.000 rublos (un dólar equivale a 60 rublos). “Es muy bueno el uruguayo este”, evalúa un periodista trajeado que lo oye mientras se interroga si ese de la estatua es realmente Lenin. Esa confusión no pasa de la categoría de error mínimo. Que Lenin sea una estatua pero no otra cosa en el día uno del Mundial ruso significa bastante más. Pruebas en los oídos: César Agüero, que ama al fútbol, cruzó el océano y mil suelos y encima canta para poder arrimarse al Mundial; a su espalda, dos señoras enjoyadas hasta en las zonas donde nadie se envuelve en joyas avanzan con sus entradas de preferencia.

“No sabía que en la Argentina las calles son angostas”, comenta un vendedor ruso que se las arregla con el castellano. “Calle angosta” es lo que entona César Agüero, un clásico de José Zavala que Los Chalchaleros, Mercedes Sosa y centenares de artistas populares paladearon con maestría. Para cuando las orejas del vendedor ruso se nutren con esa historia, César Agüero emprende un cuarto intermedio improvisado durante el que, también improvisados, unos brasileños hacen batucada de las buenas.

Jamás se puede predeterminar lo que es capaz de intentar alguien que se recubre con un deseo profundo. Como César Agüero, los hermanos Caira se desafiaron a poner sus pies en el Mundial. Lenin no los escucha pero los observa. Uno de los Caira es licenciado en Ciencias del Deporte, el otro se recibió de ingeniero electrónico. Nacieron en Lugano, un barrio obrero y entrañable en los confines de la Ciudad de Buenos Aires. Lenin no los enfoca por Lugano ni por sus títulos sino porque acá, en el playón de ingreso al estadio Luzhniki, los hermanos fungen como pintores: pintan caras. Caras rusas a los rusos, caras del color que sea a los individuos de la patria que sea. Les entran 250 rublos por cada banderita que estampan en las mejillas, crecen a 700 rublos por sus óleos de media cara y ascienden a la gloria de 1.000 rublos si les toca esparcir colores en una cara entera. Hay veces, quizás no demasiadas, en las que una elección sintetiza un mundo. Los Caira la pronuncian juntos: “Un día nos miramos y dijimos: buscamos trabajo o vamos al Mundial. Acá estamos”.

Acá están. Los que persiguen el mango mundial con los acordes de su pueblo, los que ensayan álgebras económicas para medir si un poco de color en unos cuantos rostros alcanza para pagar las entradas, los que gambetean incomodidades de bolsillo para meterle un gol a la ilusión de no perderse el torneo entre los torneos, los que vienen de lejos para estar cerca.

También están un español y una alemana que se besan como la primera vez porque, tal cual, es esa su primera vez. Coincidencia: un primer beso puede ser un sueño y, al lado de este beso, gente entusiasta hace arte (y una plata pequeñita) para acariciar justo un sueño. Debajo de Lenin, que es estatua pero sobre todo siempre es Lenin, ahora que hay arte y hay sueños, de verdad, por fin, hay Mundial.

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