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Sebastián Fernández y Álvaro Pereira.

Foto: Federico Gutiérrez

De chiquilín te miraba de afuera

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Con Sebastián Fernández y Álvaro Pereira, futbolistas de Nacional.

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Todos tenemos eso que la gente dice “el sueño del pibe”. Todos, todas, la gente. Algunos dicen “yo sueño con” o “mi sueño es tal”. La gente sueña. Hay quienes escriben sus sueños al despertar, hay quienes los olvidan por completo hasta que vuelven alguna vez, alguna noche, a manifestarse en los cuerpos, en movimientos, habladurías entre muelas, sudor, polución, memorias. De alguna forma, alguien alguna vez tomó eso de que la cabeza sigue mientras el cuerpo descansa y que toma algunos hechos cotidianos para ponerlos a jugar en la cancha de lo onírico. Lo onírico, esa cosa difusa, pictórica. Alguien tomó eso del sueño y lo puso a jugar con anhelo, con deseo, con meta quizá, con horizonte, y lo discriminó de la utopía porque algunos sueños pasan aunque la utopía sirva para caminar o para picar por la punta en este caso. El 30 de mayo de 2004, Álvaro Palito Pereira, Sebastián –desde aquel Banfield campeón– Papelito Fernández y yo debutamos en la primera de Miramar Misiones. Las rayas de los monos de Villa Dolores nos trazan un anecdotario inolvidable: los cracks de la 85 que no llegaron; siempre, los otros; el Pelado Carlos de Castro, su capitanía, su hidalguía, la honradez a los colores y la amistad. El Cabeza [Ricardo] Rondeau, una eminencia, Gustavo, el Viejo Pedetti, Maidana, Arturo y ese silbido, ¿lo oyen?: “Un día cayó uno en bicicleta, con los zapatos colgando del cuello. Era el Seba. Hizo tres goles ese día, anduvo volando. Nos mirábamos entre nosotros y mirábamos al Pato [Carlos] Lage, que era el director técnico, a ver qué estaba esperando para ficharlo ahí mismo”, dice Palito Pereira, y Sebastián acota: “Yo caí a Miramar porque me llevó el Tchaki, el profe Juan Diego Tchakidjian, que había estado trabajando con [Roland] Marcenaro. Me acuerdo de que decía que el fútbol era un barril sin fondo: vos te pensás que en algún momento vas a caer y vas a salir para arriba, pero no; en realidad, una vez que te metiste seguís cayendo y cayendo y, si no hacemos algo, la luchamos y la sacamos nosotros, no nos saca nadie”.

La primera vez que vi al Palito Álvaro Pereira fue en la cancha de Wanderers, cuando su hermano Danilo se debatía en la final de cuarta contra el bohemio con la vieja casaca alternativa de Misiones. La primera vez que vi a Seba (decir “ver” es una osadía) fue la vez de los tres goles en la práctica. Dice Pereira: “Yo era jugador de Danubio, jugué en séptima en Miramar y volví en la quinta. Me llamaban de Central Español para ir; me acuerdo de que estaba [Gustavo] Machaín, y le decía que no porque yo había jugado en Miramar. Él me decía que no pasaba nada, pero para mí sí pasaba. Yo quería volver a Miramar; ‘algún día va a subir Miramar’, le decía yo a mi viejo”.

El fin de semana previo al día del debut en primera división, Luis Jonne se quedó afuera por una lesión de último momento y Palito, que venía alternando entrenamientos con el plantel principal, se coló en la lista y llegó con su hermano al almuerzo previo en la vieja sede de Rivera y Julio César, hoy convertida en un lujoso hotel. Cuando recordamos a un viejo amigo de aquellos tiempos que hoy le pelea la vida al alcohol, Sebastián cita a Malcolm Lowry, autor de Bajo el volcán, una novela sobre un alcohólico británico perdido en la ciudad mexicana de Cuernavaca. También hablamos del escritor argentino Pablo Ramos, para volver al desfile de apodos y nombres del anecdotario futbolero. Cuenta Sebastián: “Una vez llevé a un amigo que jugaba conmigo en la Liga Universitaria, y pegó buena onda con todo el grupo como si hubiera estado siempre. Lo ficharon y quedó entrenando en primera. Aguantó tres o cuatro fines de semana. En el primer partido fue al banco, en el segundo jugó como titular pero lo sacaron, y en el tercero jugó poco. Antes del cuarto, cayó un sábado de mañana, después del baile, a despedirse, porque no quería ir más. A la madre y los hermanos no les gustaba para nada la idea de que jugara al fútbol: antes de 2010 estaba mal visto. Las veces que la escuché: ¿a dónde te va a llevar el fútbol?”.

A Sebastián le llegó la citación el día previo al partido con aquel Cerrito del Beto Acosta, que según Seba “pisaba la pelota con una pierna y con la otra te pisaba el pie”. “Yo no había entrenado nunca en primera”, dice. “Como el Pulga [Carlos Santa Lucía] no tenía la ficha médica me llamaron. Fui a entrenar el día antes del partido. Después de ese partido se fue el director técnico y yo el lunes no sabía si ir para primera o para tercera. Agarré y me mandé para la práctica de primera. Que me bajen ellos, pensé”.

El 30 de mayo de 2004 me tocó de titular, y a Palito y Sebastián les correspondió la ardua tarea de entrar en el segundo tiempo, los dos a la vez, para remontar el 1-0 que esa vez no se rompería. El 11 de junio de 2010 debutaba la celeste en el Mundial de Sudáfrica con la poderosa Francia, con Álvaro y Sebastián cambiándose en el vestuario y yo prendido a la televisión, en los albores de un cuarto puesto que cambiaría el caudal de la concepción cultural sobre el fútbol y los futbolistas. El 3 de febrero de este año, Nacional ganó la Supercopa Uruguaya con ambos jugadores en la cancha vistiendo la alba. “Yo tengo grabado estar calentando atrás de las gradas de la tribuna visitante del Obdulio Varela. Lo veías medio de costado, de a ratos. Mirábamos por las rendijas. De repente, llamaban a uno y tenías que dar toda la vuelta. A Seba y a mí nos llamaron al mismo tiempo. Sabíamos que íbamos perdiendo pero no sabíamos muy bien qué estaba pasando. [Ariel] Krasouski se iba ese día por una diferencia con los gerenciadores del club que decían que los argentinos tenían que jugar sí o sí, y Ariel siguió en su convicción de poner a [Pablo] Granoche, y tan errado no estaba”. “Jugamos con los viáticos todo el año”, recuerda, “cobrábamos 500 pesos, y yo con eso quería pagar la luz, el agua; quería pagar todo”. Ariel Krasouski fue desplazado de su cargo por sus convicciones, y llegó el Puma [José Luis] Rodríguez –famoso goleador argentino de Deportivo Español y Rosario Central– justo antes de un partido con Peñarol en el mítico estadio Centenario, bien frente a nuestra cancha, cuando el Cebolla [Cristian Rodríguez] empezaba a hacer de las suyas. “En el partido con Peñarol fue Juan José Díaz el que nos bancó a nosotros, que éramos todos gurises. ‘Ustedes jueguen, que yo les rompo las patas. Vayan y jueguen, que no tienen responsabilidad’, decía”. Fueron noventa y pico de minutos de ir perdiendo y empatar y sentir el murmullo y el bombo y seguir a lo gurí, impulsados por los grandes y por el aferro a aquello de los sueños, trillando la utopía con tapones. “Jugamos con Peñarol con naturalidad, con inconsciencia”, dice Álvaro. Ganamos 3-2 con gol de Sebastián en la hora, luego de un pique que descolocó a Federico Elduayen para el delirio de la gurisada.

Así empezó la historia que nos trajo hasta este murito de Los Céspedes donde conversamos, casi 15 años después de aquella reyerta de cuadro chico que nos inició en un barril sin fondo que ha tenido de todo, sobre todo formas de aferrarse a las paredes. Hoy Nacional enfrentará a Wanderers en un partido con un historial de mil batallas. Son las primeras luces de otro sueño en vela.

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