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El presidente cubano, Fidel Castro, y Diego Armando Maradona durante la grabación del programa de televisión La noche del 10, el 26 de octubre de 2005, en La Habana.

Foto: Canal 13, AFP

A Dios

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A Diego siempre le creí. Quizás sea lo más difícil de escribir, pero nos encanta hacerlo. ¿Cómo se escribe nervios? La palabra es una llave francesa que hace andar una bici. El golpeteo por el peso de uno sobre los espacios entre las baldosas son el cursor pulsando. El cursor es como un corazón que alterna. Tac, tac, tac, tac, tac. Como rayas en una noche de merca. Como la línea punteada de la carretera. Como el rectángulo de los técnicos, que es como un dibujo que hay en la última página de un libro de Bolaños. O en la espalda de Matías. Matías escribe mucho mejor de lo que juega. Pero ha llorado por el fútbol.

A Diego siempre le creí. Quienes hayan jugado al fútbol sabrán de los nervios de los que hablo. ¿Cómo se escriben? Esa cosquilla. Como que las costillas se cambian de lugar. Como esas ganas de mear que no son en realidad ganas de mear. Es solo un impulso del cuerpo para quedarse quieto frente a la cisterna, con la mano apoyada en la pared. O frente a la pared donde está el rollo de papel, hincada por lo mugriento, apoyada en lo que sea. Esa emoción del cuerpo. Colgar en un azulejo. Pensar en las cosas.

Parece que fue ayer y que todavía duermo en ese cuarto. Pegué todas las fotos de Maradona que encontré con cascola sobre la pared. Cuando nos fuimos de esa casa, o cuando yo me fui en realidad a ver cómo era el mundo, las conté antes de que las pintaran por arriba. Había que dejarlo blanco. Como una mente en coma. En transe. Eran más de trescientas. A veces creo que dormí ahí cuando despierto.

Es que a Diego siempre le creí. Quienes no hayan jugado nunca al fútbol, háganlo. Puede que tengan un recuerdo para un nervio similar. El día del estreno de una obra de teatro. Un hecho artístico que te desvela. Una canción por sonar de nuevo. Alguien. Una tarde. Un domingo. Quienes no hayan jugado al fútbol, háganlo. Solo es un juego, un juguete redondo, dos trampas rectangulares. El hierro. Háganlo. Como un ritual. Solo por el hecho.

El nervio del fútbol es la incertidumbre. Los hinchas y las hinchas lo saben. El nervio es el banco de suplentes donde nos sentaron alguna vez a esperar. Quizás ese sea el problema del banco de suplentes. Estar esperando que algo pase. El nervio es lo inédito. Lo incalculable. La explosión de los pizarrones. Esperar es ansiedad. El fútbol es ahora. Pero ya no es el mismo. El mundo tampoco. Como cuando murió el abuelo, la abuela. Diego es la abuela de todos y todas quienes temblamos la tarde del 25 de noviembre del peor año de la historia colectiva de la humanidad de un tiempo a esta tarde. El día contra la violencia hacia la mujer. El día que murió Fidel. El día que murió Diego.

Y no voy a juzgar al hombre sin juzgarme a mí primero. Diego. Eso. El mundo antes de Diego, el fútbol después de él. ¿Qué se habrá ido de su cabeza en esa extirpación? ¿La piedra de la locura? ¿El olor a linimento? ¿Un raspón en Fiorito? ¿El olor de mamá? ¿El tronar del San Paolo? ¿El amor de la 12? ¿El diario de la mañana con el mate? ¿El amor de los más pobres? ¿La pobreza? ¿Le habrán extirpado la pobreza?

Lo cierto es que el día que sabíamos que iba a llegar pero que hacíamos que no llegaría nunca, llegó. Y entonces el cursor como una excusa. Como los espasmos de un llanto. De una risa. De un orgasmo. De un gol. Como ese segundo antes de que todo explote. Antes de acabar mirándote. Antes de nacer. Antes de morir, supongo. Antes de patear.

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