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Diego Maradona, durante un homenaje antes del partido entre Boca Juniors vs Gimnasia y Esgrima de La Plata, el sábado, en La Bombonera, en Buenos Aires.

Foto: Alejandro Pagni, AFP

Ho visto Maradona

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En la previa del partido en la calle Irala pensé que levantaba vuelo. El azul y el amarillo me invadieron los ojos como si alguien me estuviese grafiteando la córnea. Las botellas iban y venían. La banda sonora era una murga argenta con canciones arrebatadas por letras simples que hablan del amor, de un amor muy macho. La fijación con los huevos y la madre no descansan ni en vísperas del 8 de marzo. En las banderas que cubren las paredes está Diego Armando Maradona. La más gigante de todas, con el brillo sedoso por las luces, dice “La previa de Irala” y tiene a Diego con la gorra de Fidel, el habano característico como el del Che, la camiseta de Boca y las marrocas, los lentes negros y el semblante fiero. Diego es a imagen y semejanza del barrio. Aparece en las banderas como un santo; vivirá en las estampitas, ya lo creo, como el Gauchito Gil, como ni tantos, ni siquiera reconocidos por la otra iglesia.

De lejos se ve la Bombonera, la mítica. Entre banderas y balcones, atravesamos el barrio de La Boca con el horizonte en el cemento duro de las tribunas. Olemos choris, patys, la grasa en cada esquina. Una vez adentro, la caminata ansiosa, el ir y venir neurótico entre la pared y el abismo de la platea baja. Se va poblando el templo. Son como las hormigas de la pantalla de la televisión cuando termina el canal, pero amarillas y azules. Vistiendo la camiseta. Haciendo presentes a los jugadores antes de que salgan por el túnel, incluso mucho antes, quizás días, quizás vidas.

Boca juega con el Gimnasia de Maradona en la Bombonera. En un palco está Román Riquelme, el vicepresidente de la nueva fuerza política que dirige el club de barrio más grande del mundo. Envuelto en un tire y afloje de idolatrías desde siempre, primero con Palermo, ahora con Maradona. Muy querido, de las plantas del pie más mimosas del fútbol argentino. Una pieza de tango contra la raya. Un caño inolvidable, la versión más liberada desde el 98. En la cancha, Carlos Tévez, lo más fiel al prototipo del chabón de barrio profundo, con la lengua entre los dientes y el balón, la lata, la botella o lo que sea que ruede atada el pie descalzo o al botín de moda. Un embajador de las villas por el mundo hasta que se plegó a Angelici, lo más macrista de los macrismos pululantes. Ídolos de barro envueltos en intereses turbios. Boca es pueblo e intereses. Una marca internacional, un tragamonedas gigante en el que todos se pelean por apretar el botón para ver si los astros se alinean para su suerte. Los parroquianos, infalibles.

En el vestuario visitante está Diego Armando Maradona. Antes del primer escalón debe de haber sentido que la Bombonera otra vez se le viene encima. Es que hay un aire religioso desde temprano, desde hace días o desde siempre. El aire de la vuelta al amor, de la señal divina, de la presencia de otro ente que va más allá de la carne; el aire de misa. En el segundo escalón habrá sido un niño. En el tercero el amargor de la falopa se le habrá aparecido como un perfume inconfundible para las vísceras. En el cuarto escalón, todo el amor de la gente de Gimnasia y Esgrima de La Plata, y en el quinto, todas las posibilidades de una calculadora traicionera. En el sexto, la Tota; en el séptimo, don Diego; en el octavo, todas sus hijas, y en el noveno, la inmensidad. A todos los vientres que llenan el estadio llegó el subidón religioso de la droga menos química, la de la fe. Era el último escalón antes de la grama. Diego apareció al fin por la manga con esa renguera de crack inolvidable, con todas las patadas que le dieron para revolverle la llaga de las articulaciones, con todas las pastillas para la depresión y la ansiedad y la abstinencia y el alcohol acuciándole las cuerdas. Con todos los millones que valió y que hizo valer a otros. Es un ruido ensordecedor de llantos de alegría apretados entre los dientes, liberados en el canto: los llantos viejos, los nuevos, los que ya no están; tan sólo un eco. Maradona ingresó al césped histórico que besó y tocó con la mano del anillo. Recorrió en una vuelta oscilante quizás las mismas fintas que cuando era un pibito. En su mirada se habrán cruzado miles de miradas olvidables para los ojos, pero no para su corazón con pozos: “Todos necesitamos cariño”, dijo alguna vez. Para las miradas olvidables, como la mía, habrá sido quizás la conexión más cercana con el más allá de todas las líneas de cal. El griterío se deformó en canciones para volver y quedarse en un bullicio incesante. Después, vino el beso en la boca con Tévez, una porteñada noventosa que supuestamente se vincula con la suerte, el gol del Apache como reivindicándose entre las presencias máximas, colgado del alambrado.

Boca fue campeón en la Bombonera. Yo, un polizón en el cemento vibrante, vi a Boca campeón en la Bombonera con Diego en el banco, Riquelme en el palco y Tévez en las piolas. Y traté de escribirlo.

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