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Ilustración: Ramiro Alonso.

Fecha patria: el día que se perpetuó la gloria

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La historia la conozco como la conocemos casi todos. Así como sabemos que Artigas cimentó aquella iniciática victoria en la Batalla de Las Piedras, amagando que se iba para sorprender y derrotar a las fuerzas españolas un 18 de mayo de 1811, casi todos nosotros sabemos que un 16 de julio de 1950 la selección uruguaya de fútbol capitaneada por Obdulio Varela derrotó a Brasil en Maracaná y una vez más se coronó como campeona del mundo.

Clemencia para los vencidos, se impregna en nuestros espíritus de túnica y moña, y enorgullece al gurí al escuchar el relato de la maestra. Los de afuera son de palo, que no se aprende en el liceo –aunque se debería incluir en la currícula regular, porque el deporte, y el fútbol en particular, han cimentado parte de la historia de nuestra sociedad–, sabemos que lo dijo Jacinto. No debe haber sido ni en los vestuarios de Maracaná, mientras el Mono Shubert Gambetta y el Cato Eusebio Tejera optimizaban su futura tensión emocional echándose una siestita mientras esperaban el momento de su vida, ni tampoco el 16 de julio.

Debe haber pasado el 15 de julio en el modesto hotel Paysandú, el lugar de estancia carioca, cuando Varela descartó cualquier injerencia ajena a aquel pedacito de la aún fermental sociedad uruguaya. Aquellos eran criollos nietos de tanos, de gallegos, de la peonada, bisnietos de esclavos libertos y de los nativos de estas tierras, pero ante todo hijos del avasallante desarrollo de la era de José Batlle y Ordoñez. Hermanos menores de la gloria que construyeron José Nasazzi, el Vasco Cea, Héctor Scarone, el Indio Arispe, José Leandro Andrade, el Gallego Fernández. Pero Obdulio fue más lejos aún y se autojuramentó, y lo hizo extensivo a sus compañeros, que habrían cumplido sólo si eran campeones.

El legado

Don José Nasazzi, ya casi un cincuentón, era la imagen del héroe del siglo de aquellos dos millones y poquito de uruguayos. El Terrible ya iba para tres lustros de retirado de las canchas, pero seguía siendo el patriarca. Fue él quien dijo que Matías González tenía que estar en el equipo. El zaguero, que unos meses después y para siempre sería conocido como el León de Maracaná, había pasado por alto la conciencia de clase cuando, recién llegado de Artigas, en medio de la mayor huelga de los futbolistas uruguayos, desatendió los principios de sus pares y participó en un equipo que representó a la Asociación Uruguaya de Fútbol en el Sudamericano de 1949. Obdulio Jacinto Varela reunió a sus compañeros en un bar, citó a Matías González y lo unió al grupo.

La selección de Juan López llegó a Río de Janeiro, se fueron a Belo Horizonte para jugar con Bolivia (golearon 8-0), volvieron a Río para irse a San Pablo y jugar los dos primeros partidos de la ronda final en el estadio de Pacaembú: empate 2-2 con España y triunfo 3-2 sobre Suecia. El 16 de julio de 1950 llegaron por primera vez al novel e imponente Maracaná. Los uruguayos arribaron tres horas antes. La embajada uruguaya les había conseguido colchones para tirar en el vestuario y descansar antes del partido. Varios se acuestan, piensan, duermen, tienen ensoñaciones.

No puedo recordar ese día. Faltaban más de diez años para que naciera. Conozco ese reloj, es el de mi abuelo, que tal vez se lo regaló su padre, que será de mi padre, que tal vez me lo regale a mí, y ahí pierda la pista de aquellas horas. Son más de las tres de la tarde. Es un domingo frío. Mi abuelo está en su casa escuchando el partido. En 1950 los únicos que veían el partido eran quienes estaban en el estadio. En algunos lugares del mundo había televisión, pero en ningún lugar del universo se había visto un partido de fútbol por televisión. Entonces, aquel día, aquellos días, o ibas al partido o lo escuchabas por radio, que era la televisión, la internet de estos tiempos.

Mi abuelo mira el reloj. Sobre el dorado que aprieta su muñeca izquierda sale una pulsera de cuero negro que lo ata al tiempo. Mira la esfera y las agujas le dicen que son las 16.20 de la tarde. La radio Philips, modelo 1948, fuerte como un roble, preside la situación desde su mesa de luz, que ocupa casi por completo. Desde ahí se escucha la voz de Lalo Pelliciari, o de Solé, o de Duilio de Feo, según el abuelo vaya moviendo la enorme perilla de la derecha. La voz llega lejana pero audible. Audible para aquellos oídos educados a vivir al son de la radio. La única radio de la casa está en el cuarto. El abuelo está clavado ahí desde antes de las tres. ¿Estará la abuela? Mi padre y sus hermanos no están ahí.

Mirar el reloj, escuchar lo que otros cuentan, imaginar lo que uno quiere, pensar. Abuelo quedó aturdido tras el gol de Friaça. Iban apenas dos minutos del segundo tiempo. Miró el reloj y registró las 16.03. Parecía más frío aún, mientras el sol chiquito y escuálido de aquella tarde se escondía de los ventanales del cuarto. ¿A cuánto llevarán el decibelio 200.000 almas, como decía encendido Carlos Solé, cuando están en la cima de sus emociones? –se preguntaba Martínez, entre que el minutero avanzaba por la izquierda y don Carlos Solé, con aquel giro de voz hijo del esfuerzo y aspirante a la épica, contaba cómo la pescó el Mono Shubert Gambetta después de un rechazo de los brasileños–.

Juan Francisco, el juez de paz de Isla Mala, vuelve a mirar el reloj, que ahora descansa sobre el mármol de la mesa de luz, con su pulsera estirada, tanto como la esperanza que no desvanece. La voz se pierde un poco y el abuelo trabaja la motricidad fina de su mano izquierda para, con la perilla de ese lado, encontrar la mejor sintonía de la CX 8. Un pitido que suena a sonido del tiempo de otro tiempo, y vuelve Solé: “Se corre Gambetta. Cruza la pelota en dirección a Julio Pérez. Julio Pérez arremete de frente a Danilo. Lleva la pelota Pérez. Le traba la pelota Danilo. Con todo la vuelve a tomar Pérez. Se repliega. Elude a Bauer. Apoya a Obdulio Varela. Varela al puntero Ghiggia. Avanza Ghiggia perseguido por Bigode”.

Cuando la segunda hamacada de Ghiggia contra Bigode, presagio de engaño y sprint del 7, abuelo, sentado en la cama, se aprieta el cinturón del robe de chambre y se tensa. La perilla derecha, con la mano derecha, alza la voz de don Carlos. “Lo anula Ghiggia a Bigode. Se corre al arco. Coloca el centro. Toma Schiaffino. Tira. Goool, goool uruguayo. Gol de Schiaffino. Schiaffino a los 21 minutos. Se le escapó Ghiggia al jugador Bigode. Colocó el centro y el jugador Juan Alberto Schiaffino la tomó de media vuelta. Colocó un violento remate alto dejando sin chances a Barboza a los 21 minutos. Schiaffino autor del tanto. Uruguay uno, Brasil uno”.

Ilustración: Ramiro Alonso

Valeria –dice Martínez hablándole a mi abuela, que entonces está en el cuarto, tal vez acostada intentando una siesta imposible de domingo–, “gol de los uruguayos”. Abuelo se estira en la cama y al mismo tiempo vuelve a atarse la bata, al tiempo que se pone el reloj enchapado en oro y con tres iniciales y una fecha. Escucha mirando el techo que en aquel cuarto, como en toda la casa, parece inalcanzable. Levanta su brazo izquierdo, gira su muñeca para hacer foco en la esfera. El reloj, ahora más grande, más cerca, dice que son casi las 16.35. El silencio sólo comparte aquel cuarto con el relato que sale desde la radio. Mi padre está acostado en su dormitorio. El abuelo vuelve a pensar en los decibeles de la multitud, pero cree sentir una voz, un grito inaudible en el zumbido de 200.000 personas, que grita, indica, señala, pide “¡Ñato!”. Se incorpora, mira para la radio para escuchar mejor. Solé inicia su carreteo hacia lo inesperado. El Ñato es Alcides Ghiggia, y el grito que Martínez escuchó parece ser del Pata Loca, Julio Pérez, a quien abuelo nunca ha escuchado ni visto en su vida.

La historia coloca los cimientos. La planchada ya está pronta. Los uruguayos, Ghiggia, Obdulio, la celeste, colocan otra piedra fundamental en la escalera al cielo. Lo cuenta Solé, lo escucha el abuelo, lo sabemos, lo queremos todos: “La para Míguez y apoya Julio Pérez. Se va adelante Julio Pérez con la pelota esperando que se cruce Ghiggia. Julio Pérez sigue atacando. Pérez a Ghiggia. Ghiggia a Pérez. Pérez avanza, le cruza la pelota a Ghiggia. Ghiggia se le escapa a Bigode. Avanza el veloz puntero uruguayo. Va a tirar. Tira. Goool, goool, goooool, goooooool uruguayo. Ghiggia tiró violentamente y la pelota escapó al contralor de Barboza. A los 34 minutos, anotando el segundo tanto para el equipo uruguayo. Ya decíamos que el gran puntero derecho del conjunto oriental estaba resultando la mejor figura de los uruguayos. Se escapó de la defensa brasileña. Tiró en acción violenta. La pelota, rasante al poste, escapó al contralor de Barboza y anotó a los 34 minutos Ghiggia el segundo tanto para Uruguay. Uruguay dos, Brasil uno. Autor del tanto Ghiggia a los 34 minutos”.

Abuelo Martínez, abuela Valeria, los niños, entre ellos mi padre, salen a la calle a festejar la victoria.

Poder ser

No importa cuántos años hayan pasado. No importa que muchísimos de nosotros no hayamos vivido 1950. No importa que me mientan que desde ahí se le puso el freno al país. No importa que me mientan que nunca más. No importa cuán cambiado esté Maracaná, es la imagen sagrada del poder ser. Maracaná es, a pesar de todo, también la imagen de lo que nunca más volvería a ser.

Paulo Perdigão, el filósofo futbolero que debió escribir un inolvidable libro para exorcizar los dolores que Maracaná le había tatuado en el alma, nos muestra en el espejo de la vida como nuestra deidad pagana es un hongo atómico del otro lado del vidrio: “Nos corredores e nas rampas do Maracanã, a multidão movia-se lentamente, agora sim, praticamente calada, a ponto de ouvir-se o arrastar dos passos no piso do concreto [...]. Quase ninguém falava [...]. Lembro-me bem da caminhada: todos se deixaram levar irrefletidamente, como um batalhão de mortos-vivos que me cercavam por todos os lados e em cuja alma repousava um desconsolo inerte e gelado”.

Terapia de murga

Uruguay debe ser el único país que, mes a mes, año a año, saca hora con los alumnos de Sigmund Freud, con los seguidores de Gustav Jung, para psicoanalizarse. El tema de la catarsis es el fútbol, y por añadidura el deporte. Sólo un país chiquito, con prematuro empeño en su alfabetización, y con una fuerte intelectualización en cualquier orden de la vida, puede llevar al diván, y a cuestionar de un lado y del otro, una de las más grandes gestas de su historia. En un solar en que el fútbol puso en férrea y elevada discusión al rector de la Universidad de principios de siglo, cuando por primera vez se oía ruido de pelota, debería ser un acontecimiento común reivindicar la maravilla del fútbol en Uruguay. Sin embargo, no lo es.

En cada aniversario de una de las más grandes hazañas deportivas de la historia, en una sociedad que felizmente no tiene héroes de guerra sino futboleros, no hesitamos en cuestionar la validez de aquella victoria, ya sea por lo que aparentemente pudo haber deformado para el futuro, o hasta por una excesiva cuota de azar, que, sin embargo, no se desprende de un razonamiento lógico y necesario. ¿Por qué iba a ser un milagro que un inmaculado equipo que venía invicto en el Mundial, que un par de meses atrás le había ganado como visitante al mismísimo Brasil, volviera a ganarles a esos mismos once? ¿Por qué iba a ser irrealizable una empresa que venía empujada por un invicto olímpico y mundial, regada con triunfos y vueltas olímpicas? ¿Por qué se iban a doblegar ante la presión de 200.000 personas? Cuenta Duilio de Feo, relator de La voz del aire, aquella tarde, que cuando Friaça hizo el gol brasileño, Obdulio pisó la pelota dentro del arco y señalando con el dedo índice les dijo a sus compañeros: “Acá no pasa nada, este partido lo vamos a ganar”.

¿Es suerte, o es la continuidad de Nasazzi diciéndole al gallego Lorenzo Fernández en Santa Beatriz que se levantara –estaba acalambrado– o si no en Montevideo iban a decir que era un flojo? No fue casualidad, como no lo fue que Eliseo Álvarez jugara quebrado contra los soviéticos en 1962 y Nico Lodeiro, contra Ghana en Sudáfrica 2010.

Aquel preseleccionado apenas cuatro meses antes había perdido en el Centenario ante Esporte Clube Pelotas, había sido dirigido por Enrique Fernández, que venía de entrenar al Barcelona, había intentado después que el húngaro Emerico Hirsch, que hacía años estaba en el Río de la Plata escapando de la guerra, fuese su entrenador, y finalmente terminó teniendo entrenador apenas un mes antes del debut con Bolivia en Belo Horizonte: Juan López acompañaría a Romeo Vázquez, que como preparador físico estaba desde la primera práctica. El resto de la historia es conocida, y reconocida, como uno de los mayores hitos de esta nación. Maracaná es un mito nacional, propiedad y orgullo de nuestra sociedad, que debe ser siempre festejado.

La diferencia entre recuerdo, festejo y proyección radica en que se sabe, o debería saberse, que no alcanza con ponerse una camiseta celeste, cargada con glorias pasadas, para ganar nada. Es así, y todos deberíamos saberlo para seguir expectantes la evolución de un pequeño país con grandes logros pero muy pequeñas posibilidades, debido a las enormes diferencias que con el paso de los años iría marcando la geopolítica del fútbol. Tristes, cuestionadores, y hasta con grititos histéricos propios de un talk show, no nos animamos a tirar la casa por la ventana para la mayor hazaña deportiva. Es una fecha patria.

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