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Noah.

Foto: Agustina Saubaber

¿Quién me presta unos 36 con tapones?

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Entrevista a Noah: rapera, poeta, performer, profesora de educación física, futbolera.

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A Noah le encanta el fútbol. Se le ve en los ojos que son como bolitas. Y en el gesto ansioso de soltar la pelota y dejarla rebotar en las piernas y volverla a agarrar y así. Que debe ser el mismo gesto de cuando habitó el mundo del banco de relevos. Noah es profesora de educación física y está dando clases de fútbol. Cuando se presenta dice que es hija de Puchi y de Topo y que es activista en ciertas luchas y resistente en otras.

A Noah le encanta el rap, escribe poesía y le interesa el mundo de la performance y el antiespecismo. Ama a Cristina Peri Rossi, y es parte de S.O.O.N.A, un colectivo de identidades no hegemónicas que nace con la necesidad de que aparezcan espacios donde mujeres y disidencias puedan tocar. Y que se sigue preguntando cuál es la hegemonía realmente.

El fútbol fue la calle y la playa y una canchita en Solymar donde el silbato del árbitro la limitaba solamente a mirar. Así aprendió a leer el juego. Sació parte de su sed en la Ámsterdam donde conoció un montón de cosas de la vida. Cuando junó un montón de otras cosas de la misma vida, decidió dejar de ir. Jugó al fútbol federado y se encontró con violencias que le alejaban de sus propios reciclajes. Se decidió por otro fútbol, uno más inclusivo ¿o es el mismo?

¿Cómo se manifestó el fútbol en tus primeros años?

Enseguida que nací ya tenía una batita de Peñarol. Mi primo el Sashi, que jugó al fútbol, nació en junio del mismo año y nos criamos juntos. No recuerdo haber agarrado nunca una muñeca para jugar. Siempre fue una pelota. Y si me regalaban una muñeca, le arrancaba la cabeza y arrancaba a patear. Toda la vida muy apañada en esto de jugar al fútbol. Mi madre y mi padre siempre me habilitaron el deporte y el fútbol como pasión. Aprendí a jugar con mi papá y mi tío Paolo, que jugó al fútbol también. Jugó en Cerro y hasta en Rosario Central. Después se mudó a Solymar y mis veranos de diciembre a marzo eran la canchita de El Bosque, allá en la bajada 17, y el tío cumpliendo su sueño de ser director técnico con el Sashi y conmigo. Y durante el año afinar la puntería jugando al cordoncito con papá, por Daniel Muñoz, donde pasaban los interdepartamentales y volaban las pelotas para todos lados.

“Mi primera decepción futbolística fue no poder entrar a un cuadro de baby fútbol”.

¿Qué tipo de posiblidades tuviste de practicarlo y aprender?

Mi primera decepción futbolística fue no poder entrar a un cuadro de baby fútbol. No poder entrar específicamente a El Bosque, que era donde yo quería jugar con mi primo. Él jugaba y yo lo iba a ver. Y en realidad el único momento en el que tenía que salir de la cancha era cuando el juez iniciaba el primer tiempo y lo terminaba, y cuando el juez pitaba el segundo tiempo y lo terminaba. O sea, tenía mi remera de El Bosque pero no la tenía. Me dolía eso. Me dolió mucho tiempo. Empecé a saciar ese dolor yendo a la cancha a ver a Peñarol, a la Ámsterdam. Con mi tía Claudia en 2011 viajamos a todos los partidos de Peñarol de la Libertadores. Menos a la final, a la que mi vieja no me dejó ir porque tenía que dar un examen. Después le cayeron todos los monos a decirle que habíamos perdido por culpa de ella, por no haberme dejado ir a mí, que era como un amuleto, casi. Ahí viví cosas únicas con mi tía Claudia. Ahí andaba yo gozándome. Fui a Chile, a Mendoza, a Buenos Aires. Cuando terminó la Libertadores dije ¿qué hago con estas ganas? ¿Qué hago con esta pasión?

Foto: Agustina Saubaber

¿Cómo eran esos viajes a ver a Peñarol?

Siempre fue un espacio seguro para mí. Tengo ese recuerdo tan latente y tan vivo como si hubiera sido ayer. Me sentía en familia. Santiago de Chile y Buenos Aires fueron una locura, mucha adrenalina. En esa inocencia de los 16 años, llegamos a la frontera en la cordillera y los carabineros nos dieron cinco minutos para que el que tenga droga se la tome o la tire. Imaginate la sinfonía de sonidos. Cinco minutos para darlo todo. En eso al Nico le empezó a sangrar la nariz y yo le dije que la altura lo estaba matando. Todos se rieron pero después me explicaron, y eso no me lo olvido nunca más. Cuando El Tanque erró el penal contra Vélez yo estaba a mitad de tribuna agarrada a un paravalanchas. Cuando pateó me escabullí y me trepé al alambrado a gritar. Mi tía me había perdido y me ve con un tajo por el alambre de púa, colgada del alambrado, y mi madre y mi padre lo vieron por la tele. Aprendí un montón. Además, realmente miraba los partidos, pensaba las posibilidades. Pasé gran parte de la vida en la infancia sin poder jugar, mirando de afuera. Mis nociones tácticas eran a través de la observación.

“Con mi tía Claudia en el 2011 viajamos a todos los partidos de Peñarol de la Libertadores. Menos a la final que mi vieja no me dejó ir porque tenía que dar un examen. Después le cayeron todos los monos a decirle que habíamos perdido por culpa de ella”.

¿De qué manera se dio la posibilidad de jugar en un equipo de fútbol?

Tuve la suerte de volver del viaje y que Peñarol Fútbol Sala hiciera una convocatoria abierta porque se estaba creando. Ni lo dudé. Entré a una prueba de tres o cuatro etapas. Iban sacando gente y Noah se iba quedando. Quedamos solamente tres. El día que conocimos el plantel las pibas venían de todos lados. Como teníamos que entrenar de tarde y yo había arrancado sexto de liceo, me dieron una carta para presentar al liceo que quisiera. Elegí el IAVA y me dijeron que tenía lugar. Fue el pase directo de mi vida. Porque en el IAVA me reciclé. Me pasaron muchas cosas ese año en Peñarol y terminé dejando. Pero en el IAVA solté estructuras que traía, empecé a encontrarme con otra gente y esa fue una gran posibilidad que se dio gracias al fútbol.

Foto: Agustina Saubaber

¿Qué tipo de experiencias hicieron que terminaras dejando?

En Peñarol debo haber jugado en cancha diez minutos. Jugaban siempre las mismas, y la verdad que era bastante rara la pedagogía de nuestro director técnico en ese momento. Hoy, tal vez con otras herramientas, recuerdo ciertas maneras que no las toleraría. Eso me fue quemando. Lo que desde la psicología del deporte llaman burnout, quemarse mismo, y cortar con tu carrera profesional. O por la institución, o por la presión familiar, o por tus pares en ese lugar, o por situaciones de estrés que te llevan a decir abandono y hasta me quedo con un trauma. Estaba en el banco con unas ganas de jugar que no podía más. Terminó el partido y dije ¿cómo es esto? Tengo un hambre y unas ganas de jugar al fútbol, o sea, déjenme jugar al fútbol, además de entrenar quiero vivir un partido. El director técnico no tomó en cuenta lo que yo dije y en el vestuario tuve una situación que me hizo salir de ahí. Después me recomendaron ir a Colón y el primer partido que fui que era un cuadrangular para ver si te quedabas, las pibas se agarraron a las piñas. Una batahola que no te puedo explicar. Yo quería ir a separar, pero la info que me llegaba era que había que pelear, y claro, somos Colón. Agarré mis cosas y salí corriendo de la cancha. Y dije hasta acá lo intenté. Fueron dos años tratando de jugar al fútbol, profesionalmente digamos, y no pude, y dije ya fue. Pero capaz que me decís un día ‘Noah, vení a practicar’ y me tiro hasta ahí y me copa y enganché y ¿quién me presta unas 36 con tapones?

Foto: Agustina Saubaber

“Hay como un acuerdo oculto de que está todo bien de que un tipo bardee a mi hije en algún punto porque es el DT”.

¿Seguís yendo a la cancha?

No fui más a la cancha. Cuando entré al IAVA tuve la oportunidad de hacerme una cantidad de preguntas, dije, hasta acá viene siendo de tal manera. ¿Que vas a hacer con eso? ¿Sos feliz? Ahí empecé a encarar más a todo mi entorno más próximo de personas y a mí misma; en primer lugar, ¿qué pasa? ¿Por qué estoy sintiendo esto? ¿A quién tengo que darle explicaciones? Empecé a tener un diálogo con mi vieja que al principio fue medio viaje, pero después fue “tranqui, vieja”. Por ese tiempo dejé de ir a la cancha. No puedo ir más a la cancha, no puedo escuchar más canciones de muerte, no puedo tolerar ciertas actitudes. Y la cancha se empezó a poner más violenta también. Se perdió lo de barrio, la silla de plástico en la vereda y la veterana tomando mate. Estaba pasando mucha cosa. Mataron a Rodrigo, que era un pibe, lo cagaron a tiros en la casa. Un guachín que yo conocía de la vuelta, un guachín más como los guachines con los que yo me juntaba. Y ahí dije ta. No fui más a la cancha. Creo que un día fui al Saroldi, pero a ver un partido de otros equipos. Mis partidos de fútbol son en las canchitas del Enrique López. El sábado fui a la canchita del Enrique López, donde siempre voy los sábados y me fui reflexionando sobre la complicidad de la familia. Hay como un acuerdo oculto de que está todo bien con que un tipo bardee a mi hije en algún punto porque es el DT. Esa persona se lleva eso para todas sus dimensiones vinculares, en la escuela, con su propia familia. Siempre está la posibilidad de que te hablen mal y en realidad estás haciendo deporte. Pienso en la cantidad de personas que tienen que responder a este modelo para llegar a jugar ahí. Me dieron ganas de escribir algo, y de generar esos espacios de un fútbol más inclusivo.

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