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River Plate y Nacional, el 11 de abril, en el estadio Monumental, en Buenos Aires.

Foto: Luis Robayo, AFP

La resistencia: la lucha por mantener el estatus social de los clubes argentinos soportando los embates privatizadores

9 minutos de lectura
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Acaso ni una voz lo dijo mejor que Luciano Aued. Acaso ni una voz lo dijo mejor porque no es posible decirlo mejor. Acaso nadie lo dijo mejor porque la vida es extraordinaria, pero no siempre pone a la gente de rostro a una verdad y acá Aued, futbolista profesional, tipo de 37 marzos, tejedor de una carrera impecable, logró abreviar una verdad sencilla y gigante. Esta es la verdad que Aued dijo mejor que ni una sola voz: “Yo no sería nadie si los clubes no fueran de la gente”.

Una verdad es una verdad, pero, de tanto en tanto, hay verdades que andan habitadas por muchas más verdades. Mediocampista largo y zurdo, Aued posteó en su cuenta de Instagram esa frase y otras cuantísimas hacia final de 2023, cuando la inminente llegada de Javier Milei al gobierno argentino repuso con intensidad alta la movida para que los clubes argentinos migraran de asociaciones civiles sin propósito de lucro a sociedades comerciales. O del corazón de muchos a las manos de unos pocos.

Los clubes de Argentina, ni hablar aquellos en los que el fútbol ocupa una centralidad mayúscula, constituyen un espacio institucional que aguantó los embates privatizadores como prácticamente nada en el país. Ocurrió en los 90, bajo las presidencias de Carlos Menem, cuando muchísimo de lo público fue vendido/entregado a capitales concentrados: muchísimo, pero no la pelota, aunque hubo intentos. Volvió a suceder entre 2015 y 2019, en la edad de Mauricio Macri como jefe del Estado nacional y vocero del privatismo, más allá de que el propio Macri había asfaltado parte de su ruta hacia la magistratura máxima a partir de ser titular de Boca, una entidad que continúa siendo de sus socios y de sus socias. Y está aconteciendo, en una disputa sin disimulos, desde que Milei –con Macri como aliado discursivo– planteó, tanto en sus declaraciones públicas como en algunas de sus iniciativas vertebrales llevadas al Poder Legislativo, la necesidad de abrir los portones del fútbol a las grandes corporaciones que lo manejan en otras geografías.

Una confrontación emblemática de esta era argentina

Las presentaciones simplistas del panorama enuncian que el debate consiste sólo en cómo administrar al fútbol. Una percepción menos superflua dibuja otro horizonte. El fútbol es un territorio nada menor en el que se libra una confrontación emblemática de esta era argentina: de un lado, la exaltación del capital privado encarnada por el bloque que asocia a los grupos económicos dominantes (transnacionales y nacionales) y a las autoridades nacionales; del otro lado, los sectores y los actores que reivindican las construcciones colectivas, compartidas, comunitarias y públicas. Definición elemental: los clubes constituyen un lugar donde ser con otros y con otras. Evidente: esa confrontación es ideológica.

“Más allá de todas las variables económicas e ideológicas, hay un choque cultural”, configura el dirigente de River y sociólogo Rodrigo Daskal, cuyo campo de indagación es el deporte. Y precisa: “Se trata, en el fondo, de cómo pensar una sociedad. Si lo hacemos con sus patrimonios físicos y simbólicos o sin ellos. Después, aparece todo lo demás: espacios físicos, espacios recreativos, sociabilidad, cultura. Pero lo que principalmente está en juego es qué somos como comunidad”. Esa tensión política y cultural que ausculta Daskal provocó, al menos hasta este instante, una contestación uniforme: en cada oportunidad en que se plebiscitó el estatus social de los clubes, la gente votó abrumadoramente por sostener el régimen de asociaciones civiles.

A eso apuntaba (y apunta) aquel posicionamiento de Aued: “Muchas veces pensé qué hubiera sido de mi vida sin los clubes de barrio, sin los clubes siendo asociaciones civiles sin fines de lucro. Siempre me respondo lo mismo: soy el resultado, como miles y miles de nenes y de nenas en este país, de esa solidaridad que nunca van a entender quienes creen que todo es un negocio. Por eso defiendo que nuestros clubes sigan siendo de nuestra gente. Por eso estoy convencido de que hay cosas a las que hay que decirles ‘nunca más’”. En las horas durante las que esos párrafos ganaron resonancia, más de 700 periodistas deportivos de toda Argentina firmaron una solicitada oponiéndose a cualquier tentativa privatizadora y detallando que los campeones mundiales de fútbol en Qatar 2022 salieron –uno por uno– de clubes sociales. Paradojas del vínculo entre el sonido y el silencio: en los altavoces preeminentes de la industria de la comunicación (donde, inclusive, conserva empleo una porción de esos periodistas) no hubo ni mención a la solicitada.

La avanzada gubernativa sobre los clubes quedó timoneada por el secretario de Deportes, Daniel Scioli, un exmotonauta de zigzagueante devenir político, al punto que, antes de desembarcar en las aguas mileístas con Milei ya ungido presidente, fue vice de Néstor Kirchner, candidato antagonista de Macri en los comicios de 2015, prepostulante a la Casa Rosada contra las fuerzas de Milei y de Macri hace menos de un año, exopositor a las intentonas privatizadoras. En torno a él orbitan la diputada Juliana Santillán y, sobre todo, Guillermo Tofoni, cabeza de la firma World Eleven, de extensa presencia en el universo de negocios que promueve el fútbol, un empresario que llevó a los tribunales a la conducción de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) por el manejo de alguno de esos negocios y perdió el pleito. Tofoni, Scioli y compañía hasta traslucieron la inquietud de la transnacional 777 Partners, dueña del Everton de la Premier League y con participación en conjuntos de otras latitudes, de poner los dos pies en la frontera occidental del Río de la Plata. Milei suele enfatizar que no aspira a una obligación: “No estamos exigiendo que los clubes sean privados, sino la posibilidad de que se pueda tener un club privado”.

El fútbol no tiene necesidades ni urgencias

La AFA, encabezada por Claudio Chiqui Tapia desde 2017, burbujea como adversaria nítida de Milei y de sus adláteres. Con un flamante título del mundo en sus vitrinas como atributo político sobresaliente y con debilidades apuntadas como los abismos de algunos arbitrajes o la inaudita Primera División de 28 equipos, esta AFA no se priva de interactuar con los distintos pliegues que enhebra la trama económica del fútbol y propicia que los clubes profesionalicen, a tono con los tiempos, sus funcionamientos y sus funcionarios. Pero no concede lo de la privatización. Incluso, lo prohíbe en sus estatutos. El politólogo Javier Méndez Cartier, presidente de Excursionistas y próximo a Tapia, expande argumentos en esa línea: “Las masas societarias han demostrado a lo largo de la historia una capacidad única de organización y movilización en coyunturas adversas para evitar la quiebra o la liquidación de bienes como estadios, predios, sedes, lo que atentaría directamente contra el capital social acumulado, producto del tan mentado rol social”. Esa concepción recibió un aval cuando el Poder Judicial le dio la razón a una liga provincial que antepuso un recurso contra la inclusión de la perspectiva de privatización de los clubes del famoso Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) con el que el presidente argentino casi bautizó su gestión. Con gracia idiomática, pero sin mucha metáfora, la AFA y la Liga Profesional de Fútbol cachetearon ese DNU con dos pancartas que expusieron en diciembre River y Rosario Central al enfrentarse por el Trofeo de Campeones: “El fútbol no tiene necesidades ni urgencias”. Firmaban esa leyenda “Los clubes del campeón del mundo”.

El vendaval arrasador del capital

El anzuelo consabido de los promotores privatistas no exhibe muchas curvas: primero, con más plata (aportada por financistas descomunales) habrá equipos más competitivos; segundo, en buena parte del planeta acontece así. Las respuestas al segundo punto son golazos: primero, montones de experiencias privatistas en montones de sitios terminaron con los clubes hechos cenizas porque los megacapitales que llegan así como llegan se van si emergen negocios más seductores; segundo, nada es implícitamente bueno porque se haga lejos o cerca; tercero, todas las aventuras privatizadoras en el fútbol de Argentina desembocaron de manera acelerada en un desastre.

Lo más complejo de deshacer es el primer punto: está claro que con (mucho) más dinero es más sencillo armar equipos con más oportunidades de vencer. Y está claro, también, que esta época endiosa al triunfo y que ese endiosamiento puede desplazar cualquier otra variable en las venas de millones de individuos cuyo matrimonio con el fútbol es más la condición de hinchas que la pertenencia al club por otras vías.

“Salgamos campeones, lo demás me importa tres carajos”, le zampó un simpatizante enfervorizado a otro esta semana al entrar a un partido.

“Salgamos campeones, pero no le demos el club a unos hijos de puta que en cualquier momento se van a la mierda”, le subió la apuesta ese otro.

Como sea, ahí late una cuestión que conviene desmenuzar sin concesiones conceptuales pero, a la vez, sin la comodidad del dogmatismo o del consignismo. Los clubes hacen todo lo que hacen. ¿Pero qué hacen para refrendar y potenciar que son núcleos paridos para algo que contiene pero excede la esperanza apasionante de meter más goles que los otros o que son más que máscaras queribles que ocupan las pantallas del espectáculo más masivo de la era del consumo? ¿Es posible para los clubes pararse de patas frente a la extremación del mercantilismo –Milei, Macri y, más que ellos, el capital que se mastica a la realidad casi completa– sin que los mismos clubes inviten a interpretar y a vivir el tipo de relaciones sociales que supone tener un club?

Rezándole a su credo que entroniza al capital privado, Milei hace poco hasta le modeló un rincón a su soñada privatización del fútbol como manto para atenuar los dolores que sus políticas generales y, en particular, económicas van cincelando en una población que acumula despidos, achicamientos y pérdidas: “Si el aumento del ahorro tiene contrapartida la inversión, el ajuste será menos doloroso. Lo interesante de las sociedades anónimas dentro del fútbol es que la inversión entra muy rápido porque es un negocio muy fácil”. Dirigentes futboleros que prefieren preservar su apellido a la hora de pugnar con el mandatario rechazan de plano esa sentencia y aducen que, con el marco jurídico actual, se pueden motorizar proyectos deportivos eficientes que reciban fuertes inversiones, pero garantizando el marco normativo que les permita a los clubes protegerse de que esos inversores se apropien de todo. Algo así circula en la mismísima AFA. En confrontación con algunos de esos dirigentes, Juan Sebastián Verón, figura de Estudiantes adentro y ahora afuera del rectángulo de juego, anticipa que irá por inversores foráneos sin que el club desdibuje su esencia como asociación civil y fue receptor de críticas más que duras. ¿Sería eso la preservación del club o una aceleración hacia la entrega? Y otro debate (o el mismo): en esta etapa del capitalismo, ¿el vendaval arrasador del capital puede ser contenido o moderado por las leyes o a ese vendaval sólo es posible pelearlo y derrotarlo con la sociedad hecha protesta, hecha lucha, y hecha organización?

Porque el nudo del repudio es ideológico. Lo enhebra, entre otros, Claudio Morresi, notable socio ofensivo de Enzo Francescoli en el River de los ochenta y ex secretario nacional de Deportes: “Generaciones de argentinos han buscado la felicidad para sus hijos y vecinos a través del deporte y la cultura. Las instituciones deportivas han sido la herramienta para llegar a ese fin. Desde hace más de cien años lo han hecho en forma solidaria, comprometiéndose con la idea buscar el bien común. Idea que los ha llevado a rechazar a los que buscan transformar las instituciones en lugares donde el lucro económico sea el único fin”. Refuerza Pablo Salcito, de la Federación para la Defensa de Clubes e Instituciones Barriales: “Los clubes son la institución más inclusiva que existe. Aún más que la escuela: los clubes incluyen a toda la familia. Siempre cumplimos funciones de iniciación deportiva, de establecimiento de lazos sociales. Hasta de primeras experiencias políticas porque cuando unos chicos jóvenes se organizan para encarar una rifa encaran una acción para sostener la institución en la que están. Con la pandemia nos establecimos como lugares de salud. Son funciones sociales que un club comercial no cumpliría: el objetivo es otro. No se puede perder este lugar de referencia ni entregar nuestros terrenos al negocio inmobiliario”.

En la resistencia está todo el hidalgo valor de la vida

Quizás el riñón de este cuerpo aguijoneado resida, de nuevo, en eso que lanzó Aued: los clubes conforman una luz original de este tiempo porque en ellos todavía persiste preservada la oportunidad de mantener relaciones sociales no mediadas por el lucro. Tal cual: una luz, un grito humano que recuerda que no todo está en venta o que no todo debería estar en venta y que, si todo está en venta, si todo se subordina a la ley del valor, la vida es peor porque la vida se convierte en mercancía, en una escalera en la que cada acto se orienta a multiplicar la posibilidad de comprar (o a frenar la caída de la posibilidad de comprar). Una luz son o pueden ser los clubes: una excentricidad en el capitalismo, en especial en el giro contemporáneo de la rueda del capitalismo, un sistema siempre voraz y veloz, pero ahora más voraz y más veloz que nunca. Desde los parlantes del bar de uno de esos clubes que son luces, justo en este momento, mientras unos cuantos pibes sudan el sueño de llegar a Primera, el Indio Solari regala uno de sus penúltimos temas. “En la resistencia está todo el hidalgo valor de la vida”, afina. Muchos analistas de la Argentina contemporánea evalúan que será necesario ejercer desafíos superiores a la resistencia para surcar los días de Milei y de bastante más que Milei. La canción, de todos modos, impresiona. Y conmueve. Los clubes resisten.

Ariel Scher, desde Argentina.

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