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Hinchada de Boca Juniors, el 19 de junio, en Miami Beach, Florida.

Foto: Patricia de Melo Moreira / AFP

Argentina: país de tensión, país de fútbol

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Miles de hinchas viajaron al Mundial de Clubes detrás de Boca y de River en medio de las convulsiones argentinas: los analistas hablan de dólar barato y de necesidad de darle festivo a la vida.

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Walter V habla con la camiseta de Boca besándole cada poro, la garganta exigida de tanto “dale Bo, dale Bo” y el cuerpo sudado por los aires de Miami. Habla ya no de los primeros pasos de su Boca en el Mundial de Clubes frente a Benfica y a Bayern Múnich, sino de por qué esos poros, esa garganta y esos sudores están allí, en un rincón de Estados Unidos, y no, como en las rutinas de cada jornada, en un barrio de Buenos Aires: “El 17 de junio mi mamá cumplió 80 años. Mi hermana me había dicho en agosto de 2024 de venir a festejarlo acá y yo le dije que no. Pero, cuando me enteré de que Boca jugaba en Miami, le dije ‘nos vamos’. Creo que nuestro ADN pasional nos hace tomar decisiones más allá de la coyuntura social y política de Argentina. Lógicamente que la ‘subvención’ del gobierno al dólar colabora para que una parte de nuestra población, la de siempre y ahora algunos más, viaje. Abundan las historias de hinchas vendiendo autos, renunciando a trabajos y ‘matando’ a familiares. Los argentinos haremos lo que sea necesario para buscar felicidad”.

Además de tanto Boca, además de la singularidad de su circunstancia, Walter V es exactamente una respuesta. Una respuesta a lo que la propia Argentina y mucho planeta registran cómo interrogantes: ¿qué hace toda esa argentinidad siguiendo a Boca y a River miles de kilómetros al norte de sus casas?, ¿cómo es posible que haya tanto viaje desde un país en el que, aun aquietada la inflación crónica, las tasas de consumo están más que planchadas?, ¿cómo, más todavía, si se expanden los índices de pérdidas de empleos registrados privados (7.300 en marzo, según informes oficiales), totalizando unos 131.000 proyectados a abril desde que asumió Javier Milei, en las cuentas del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), un período que acumula 70.000 despidos de empleados públicos?, ¿por qué el nuevo megainvento de la FIFA y sus socios tracciona más público argentino que desde casi cualquier otro territorio?, ¿qué explica que, en medio de las indisimulables convulsiones sociales que atraviesan a la nación, en medio de las calles proliferantes de movilizaciones en rechazo a la detención de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, los ojos de quienes no viajaron se enciendan imparablemente detrás de los partidos de River, de Boca y de todos los demás que juegan?

Ignacio C, los treinta y pico de cumpleaños latiéndole en la sonrisa, su novia abrazada bien fuerte, los colores de River trepándole desde las medias hasta los hombros, también se hace esas preguntas mientras marcha de ciudad en ciudad estadounidense detrás de una banda roja: “Este Mundial de Clubes, pese a coincidir con un momento crítico de nuestro país, genera una sensación de estar un poco más al alcance. No tengo herramientas para explicarlo desde una perspectiva económica, pero la sensación que me surge desde las diferentes ciudades que voy recorriendo, como Nueva York, Los Ángeles y Seattle, es similar a lo que fue el Mundial de Brasil 2014, en el que mucha gente fue considerando que esta puede llegar a ser una oportunidad más alcanzable que otra sede fuera de América. Por otra parte, se sabe que las entradas eran originalmente más baratas que en los mundiales de naciones y mucho más después de que se desplomaran los precios de las entradas en las últimas semanas por la poca concurrencia, al punto de que agregué a mi itinerario riverplatense dos partidos del PSG con entradas por menos de 50 dólares. Esto partiendo de la base de tener que viajar largo a ciudades muy distantes. La gente de Boca, por ejemplo, hace base en Miami y se mueve en menos de la mitad de kilómetros, con lo que quizás tiene alguna alternativa de hacer un viaje que no será barato pero tampoco mucho más caro que ver un partido de la Copa Libertadores en alguna ciudad del norte de Brasil. Sin dudas, el motor del público argentino es la pasión, y por ella se hacen sacrificios extraordinarios”.

Un país, muchos países

País en estremecimientos políticos, económicos y sociales: sí. País en estremecimientos futboleros: sí. País con miles y miles de manifestantes pidiendo por otra vida en las calles: sí. País con miles y miles saltando en playas y en avenidas lejanas o atenazados frente a las pantallas por un equipo de fútbol: sí. Un raid por los canales de televisión, por las plataformas de streaming, por las líneas vertiginosas de la red social X, por casi donde sea, evidencia esa duplicación. La medita Iván Sandler, quien es profesor sobre las relaciones entre política y deporte en la escuela de periodismo Deportea: “Una de las primeras preguntas que me surgen es cuánto de las convulsiones argentinas interpela a grandes sectores de la sociedad. Puede que un estado de ‘convulsión permanente’ naturalice hasta cuestiones que son nuevas en nuestra convivencia democrática posdictadura. Ya no podemos hablar de ‘caída de los grandes relatos’ como un elemento del presente, sino que asistimos a la imposibilidad de su reconstrucción y a fragmentaciones cada vez más específicas. Eso ha exacerbado las identidades futboleras, que además encuentran su cauce en las cajas de resonancia de las redes sociales”. A esa comprensión aguda Sandler le añade otra dimensión: “Si ser es ser percibido, como parecen indicarnos las lógicas dominantes de esta época, la presencia en los eventos se vuelve una condición necesaria para la evidencia. Si, además, la fase actual del capitalismo vuelve cada vez más difícil el ascenso social y el acceso a bienes como la casa propia, el horizonte de consumo está puesto en las experiencias y en los viajes, que en el caso del Mundial de Clubes maridan perfecto”. Con su poética genial, el escritor español Manuel Vicent abrevió, hace años, esa interpretación en una frase: “Dentro del caos mundial, el fútbol es lo único que tiene sentido”.

Hasta ahora, no hay cifras que transparenten cuántos argentinos y cuántas argentinas llegaron al norte de América con punto de partida en su patria y cuántos son residentes en Estados Unidos. Tampoco fue estadificado si quienes emprenden la aventura toman alguna deuda o rompen las alcancías. En un chat de periodistas deportivos de largo andar, el especialista Daniel Guiñazú sintetiza: “Mucha guita bajo los colchones. Pero es una cantidad mínima en comparación con la población del país. Y, también, la expresión de una afiebrada pasión futbolera”. Maestro de muchas generaciones de colegas, Juan José Panno le replica: “Miami siempre es un destino soñado para el medio pelo. El hincha de Boca de clase media acomodada tiene la coartada perfecta: ir a ver al equipo y, en el medio, Disney con los pibes. Además, el dólar barato lo permite. Y, por supuesto, también están los que no tienen un mango pero, de alguna manera, siempre se la rebuscan cuando Boca o River juegan en el exterior”.

Los viajeros parecen darles la razón. “Tenía unos dólares ahorrados que no me alcanzan más que para un viaje con la familia. ¿Cómo no iba a pasarme unos días en este Mundial?”, dice Ricardo C, que reside en Córdoba. “Cuando todo este esquema cambiario se derrumbe y haya otra devaluación, no vamos a poder ver a River afuera”, augura Clara R, porteña que se queja porque el fixture de River exige bastante más plata que el de Boca y que consiguió cobijo de familiares a los que hace rato no veía para hospedarse en un suelo bien distante de su hogar bonaerense. “Aguante Boca”, apostrofa Lucas G, apenas arriba de los 20 calendarios, que evalúa que las playas de Miami están buenas y que deja una sentencia de época: “Yo qué sé qué puede pasar mañana. Vivo hoy”.

Esa suma de miradas estampa un presente, pero remite a un pasado. Durante la década final del siglo XX, bajo los gobiernos de Carlos Menem, la Argentina surcó una acelerada experiencia neoliberal dentro de la cual casi todo lo que era público se privatizó, en el marco de políticas que, para muchos analistas, constituyen un eslabón en una cadena que hoy es profundizada por el poder económico y la Casa de Gobierno. Por entonces, el escritor Osvaldo Soriano, muy crítico y muy lúcido, afirmó: “Lo único que nos queda es el fútbol”. Las voces de algunos hinchas contemporáneos parecen continuar a Soriano. A 50 metros de la vivienda donde la exmandataria argentina abre sus horas de prisión domiciliaria, un muchacho y una muchacha lagrimean y entrecruzan las manos. “Te queremos, Cristina”, suelta él, buzo de Boca cubriéndole todo lo que el frío amenaza. Ella lo enfoca enternecida y, escudo de River en su jogging, apunta: “Ojo con nosotros en el Mundial de Clubes”.

Doctor en Sociología y figura referencial de las ciencias sociales aplicadas al deporte, Pablo Alabarces recorre su cuenta de Facebook y se topa con una aseveración de un colega: “Tomar deuda para que unos cuantos miles de boludos se vayan al Mundial de Clubes. Planazo”. Asiente porque tiene claro que la administración Milei potenció el fibroso endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional, pero sólo convalida en parte. Sabe que hay más: “Empiezo por el final: no hay fútbol ni de Liga ni de Champions ni de selecciones. Es lo que hay para ver. Es lo que pasa en todos los recesos. Hasta que toque ver cómo juega [Lisandro] Magallán en la defensa de Vélez, mi equipo, miro los goles del Bayern en el Mundial de Clubes. Lo otro: no olvidemos que un 5% de la población argentina puede ir hasta Seattle o hasta Qatar si se le canta. Son varios millones de personas. Los ves y decís ‘uh, cuánta gente’. Y son pocos, relativamente. En época de dólar baratísimo, te vas a Miami, vas a la playa, al shopping y a ver a Boca. Es perfecto”.

La coincidencia temporal de un país que esparce broncas en las veredas y que clava pupilas en el Mundial de Clubes con muchos viajeros hacia ese torneo hizo que el sociólogo Mariano Gruschetsky, quien hace del fútbol su tema de investigación, se planteara cómo abordar la cuestión en sus clases. Para empezar, retornó a la lectura del francés Pierre Bourdieu, quien enuncia la “autonomía relativa” del campo del fútbol, o sea, algo que no puede ser pensado desplazando mecánicamente lo que acontece con el resto de la realidad: el fútbol no transcurre fuera del mundo, pero tampoco espeja al mundo. “Sí –asume Gruschetsky–, están, como siempre, las condiciones materiales: con el dólar barato, para alguna gente es posible viajar. Pero, por otro lado, estamos en un momento de declive de ciertas formas clásicas de la identidad. Y la identidad futbolística moviliza como pocas cosas. O como nada”. En su esfuerzo docente, percibió otro aspecto: “El otro día, salía de una clase y un alumno me dio detalles sobre los jugadores del Urawa, el rival japonés de River en la primera fase. Eso nos impone pensar en qué se han convertido estas competiciones desde el Mundial de Alemania en 2006: por un lado, acontecimientos de gran escala, turístico-deportivos, llenos de merchandising, la contracara de la inteligencia artificial, posibilitadores de las vivencias directas; por el otro, ese universo al que, en el contexto de la globalización, nuevas generaciones conocen a través de las consolas y de las plataformas. Son hipótesis por verificar, pero trazan un escenario en el que pasa todo lo que estamos viendo”.

Quizás lo que haya en esa operación algebraica que articula el tablero político con la fe deportiva haya alguna especificidad argentina. En Miami, mientras trabaja, el periodista Ezequiel Fernández Moores, que acaba de reflexionar sobre una Argentina anterior en su libro Menotti: el primero, conjetura: “Con el fútbol somos algo. Nos sentimos algo que no somos en otros escenarios. Como si dijéramos así: ‘Mirá, el mundo celebra qué hinchas que somos’, una de las pocas cosas, tal vez, de las que ahora claramente nos sentimos orgullosos. Creo que hay algo identitario ahí, más allá de que el grueso de la gente que llegó hasta Estados Unidos pertenezca a una clase media acomodada. Y una cosa más: somos un pueblo festivo. Y el fútbol, incluso en contextos complejos, sigue siendo una oportunidad para la fiesta”.

Puede que de eso se trate. O de 20 ejes más. Mientras el debate persiste, el pibe y la piba que permanecen cerca del hogar de Cristina perduran en la emoción. Una emoción militante. “De acá no nos movemos”, ratifica ella, muy de River, pegada a él, muy de Boca. Es cierto que no van a moverse. Salvo para ver el Mundial de Clubes.

Ariel Scher, desde Argentina.

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