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Crónicas del aula: aprendiendo a no olvidar

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Esta historia me fue confiada hace casi 20 años por una persona que aquí llamaré Paz. Nunca hubo oportunidad de publicarla; de cualquier manera la escribí sólo para ella. Pero hoy, un día después de una particular Marcha del Silencio, en una columna de educación, parece un buen momento para hacerlo. Conocí a Paz en un aula; ella me narraba sobre antiguas aulas que yo no había conocido, y su experiencia en la cárcel fue tal vez su aprendizaje de vida más grande.

Ella me contaba que “Ver, juzgar, actuar” era la consigna. Se reunían en una iglesia como todas las iglesias de Montevideo, con su recinto parroquial al costado, de salones amplios y altos pintados de blanco y salpicados de cruces, imágenes de santos y afiches con mensajes de esperanza. Eran casi siempre el mismo grupito, un puñado de poseídos por el Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación; todo lo veían a la luz de su fuerza convocadora. Con sus cuerpos y mentes incansables, que apenas habían atravesado 18 o 20 inviernos, contemplaban el mundo, lo interpretaban enfervorizados e intercambiaban, encendidos, sueños de lo que podía y debía llegar a ser la justicia social y la revolución.

Era por el año 66, o tal vez el 67, no recordaba exactamente las fechas, pero era la época de libros esclarecedores como Las venas abiertas de América Latina y La educación como práctica de la libertad. Congregados alrededor de las lecturas y las charlas, había entre ellos estudiantes, militantes sindicalistas, reservistas que se ofrecían voluntariamente a las posibles misiones internacionales del Ejército, e incluso policías. Pero, eso sí, todos soñadores. Tenían fe en la construcción del hombre nuevo, en que la justicia, la honestidad y la solidaridad se impondrían finalmente. Querían ver la historia a través de sus ojos y anhelaban ser parte de ella.

Uno de ellos era Miguel. Pasaba casi inadvertido por su carácter taciturno y sus rasgos corrientes: era flaco y alto, de pelo oscuro ondulado y piel clara, la descripción de un uruguayo estándar. Su mirada frecuentemente se fijaba en el suelo, y entre sus pestañas asomaba una expresión de timidez que enternecía a varias chicas. Pedía la palabra pocas veces, pero su calidad de reservista, ante la opinión cándida de sus compañeros, hablaba por él: reflejaba, decían entre las muchachas que iban juntas a tomar el ómnibus después de las reuniones, toda su valentía, toda la solidaridad por el género humano que abrigaba. Décadas después, cuando me contó esto, Paz decía que había cambiado de idea: ahora creía que un reservista es en el fondo un militar que no se animó a llegar a serlo.

Además de compañero de los “grupos de reflexión”, como los llamaban, Miguel era el hermano mayor de una de sus mejores amigas. A una temprana edad, ya tenía un trabajo estable como bancario además de ser reservista, lo que hacía que los padres de Paz lo consideraran un muchacho ejemplar. A cualquier lugar y a cualquier hora la dejaban ir con la amiga si Miguel las acompañaba, y sabía cautivarlos con su charla espontánea y franca como una corriente de agua.

En el 68 Paz dejó los grupos para adentrarse en otros caminos, y perdió de vista a Miguel.

Fue detenida en junio de 1972. Al hablar de esto, ella me refería las imágenes de su memoria por pantallazos; una narración minuciosa se le hacía imposible. En un momento, ella estaba en un lugar que no podía precisar, en posición horizontal. Estaba encapuchada, por lo cual el oído, el tacto y el olfato eran los únicos medios para reconstruir la escena. Debajo de ella, una especie de colchón delgado, duro y de un material áspero le ponía la piel de gallina al contacto con la punta de sus dedos. El aire helado se colaba por entre los pliegues de su ropa, tenía las manos duras de frío y le castañeteaban los dientes. Cuánto tiempo estuvo así, apretando la garganta para no dejar escapar el llanto, no podía determinarlo. De pronto, notó unas voces despreocupadas que se acercaban desde afuera; venían como de otro mundo, riendo, bromeando, mientras Paz temblaba. Sorpresivamente, gritos amenazadores, movimientos bruscos que la obligaron a incorporarse, empujones. “Dale, vamos”, decían las voces masculinas. El miedo que la invadió no la inmovilizó; no sabía si iban a torturarla o a matarla, pero su garganta pudo preguntar, con una voz que apenas reconoció como propia: “¿A dónde? ¿A dónde me llevan?”. Parecieron no oír, tan concentrados estaban en el procedimiento, pero fue en ese momento que Paz distinguió un susurro a su costado. La constitución del lugar donde estaba cambió por la percepción de ese murmullo. La imagen, tras sus ojos cubiertos bajo la capucha, se convirtió en una pieza más grande, con al menos otra litera a su lado, si es que no había otras, tal vez infinitas, extendiéndose más allá con cuerpos inmóviles de personas como ella misma ciegas, que temían moverse por si eran observadas. No podía determinar cuántos más estaban allí, pero ese rumor alertó sus oídos y la calmó como un bálsamo. Todos tenían miedo, pero no tanto como para dejar de pensar en los otros, le enseñó esa voz ese día, una voz femenina, clara y delicada, leve para que sólo ella la oyera. “Fuerza, gurisa”, dijo la voz, y Paz dejó de gritar, y pudo caminar con dignidad.

Otro recuerdo data de una de tantas mañanas después de una amenaza de fusilamiento. Encapuchados contra una pared, esperaban la muerte, aturdidos por los gritos de horror de los compañeros, los aullidos de guerra de los soldados y los disparos al aire. Rígidos con las manos en la nuca, los dedos entumecidos, las piernas adormecidas por la postura y los golpes que obligaban a mantenerlas separadas. Cuando terminaba ese suplicio y les gritaban “¡Vamos, vamos!”, el cuerpo apenas podía responder de regreso a la celda. Paz estaba cruzando como podía el campo del regimiento de caballería y le temblequeaban las rodillas; difícilmente se sostenía en pie sobre el pasto que veía por entre los pliegues de la capucha, cuando una mano firme la tomó del brazo para ayudarla a andar. No le había prestado atención, hasta que la mano dijo:

–¿Cómo estás?

Lo reconoció de inmediato, era Miguel. Las preguntas se le agolparon en su garganta. ¿También lo habían capturado? ¿Desde cuándo estaba allí, sin poder hablarle? ¿Sabría cómo estaban sus padres? Pero en el momento en que logró recobrarse de su arrobo y se proponía a decir algo, la mano le apretó nerviosamente el brazo y un “shh” la hizo callar. Alguien se había acercado, y la voz de Miguel discurrió serena, limpia, sin quebrarse. Bromeaba con el desconocido, mientras a Paz volvían a castañetearle los dientes.

En la siguiente oportunidad, Paz estaba sola, leyendo lo único que les permitían leer, los Evangelios. La saludó y ella tuvo un impulso primitivo de salir corriendo, como frente a un depredador, que logró contener.

–¿Necesitás algo? –le preguntó él.

Encuartelada, Paz era hasta ese momento una desaparecida. Varias noches la había perseguido la visión de sus padres a la espera de noticias que no llegaban.

–¿Vos podés ver a mis padres?

–Desde luego –respondió.

–Andá a verlos, y deciles que estoy viva, y que estoy acá.

Él prometió con un asentimiento de cabeza y su característica mirada bondadosa.

Los meses siguieron transcurriendo. Un día Paz amaneció en el Hospital Militar, sin saber cómo ni por qué.

–Fue como un paro, no sé, durante el “interrogatorio” dejaste de respirar –le explicó, con acento del interior, un soldado jovencito. Se dio cuenta de que podría no estar escuchando esa voz; se percató de la fragilidad de su existencia, de la maravilla fugaz de encontrarse viva. En ese momento no lo sabía, pero cada día de vida la alejaba de alternativas que habrían desembocado en otra versión de la historia. Su foto podría ser una de las que se enarbolan cada 20 de mayo, pero entonces yo no la habría conocido jamás, y esta historia, así como la escribo ahora, nunca habría sido.

Años después, ya en libertad, Paz supo que Miguel sí había ido a visitar a sus padres, pero que nunca les había entregado el mensaje. En lugar de eso, les preguntaba sobre sus amigos, sobre los lugares que ella había frecuentado, sobre sus actos, con el pretexto de que iba a intentar buscarla. Los padres, azorados y compungidos, no tenían la menor idea de lo que ella había estado haciendo en los últimos tiempos. Casualmente, esa sufrida lejanía que se había dado con su familia en las épocas de militancia activa fue lo que los puso a todos a salvo. Si hubieran sabido más, seguramente más compañeros de Paz podrían haber caído, y ella podría haber sido doblemente torturada. Pero el sendero se había bifurcado, hacía tiempo, en esa dirección de la historia.

Paz siempre se ha preguntado si alguna vez podrá borrar el rostro de Miguel de su memoria. Había olvidado muchas cosas, pero un rostro querido, transformado en monstruo, es lo más difícil. Habría sido posible, tal vez, si no fuera porque una tarde aciaga lo reconoció en una sesión de tortura. Y así quedó grabado a fuego.

En alguna oportunidad, ya en los años 90, se lo cruzó caminando por la Ciudad Vieja. Él pareció asustarse al verla, y rehuyó su mirada. Paz también aprendió entonces que la rememoración arranca del olvido a quienes pretenden escudarse en él. Por eso es necesario conmemorar. Para que no olvidemos nosotros, y ellos tampoco. A nosotros nos revive la indignación, pero a ellos la vergüenza.

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