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Ilustración: Ramiro Alonso

Neofascismo en Italia

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El otoño boreal tendrá su día de la nostalgia el 27 de octubre, cuando se recuerde el centenario de la “Marcha sobre Roma” que pautó la llegada al poder de Benito Mussolini. A nadie escapa que más o menos por esa fecha se habrá formado un nuevo gobierno italiano encabezado por una formación que incluyó en su logo la “llama tricolor” que era el símbolo del Movimiento Social italiano, el partido formado por los seguidores del Duce al año siguiente de su derrota en la Segunda Guerra Mundial.

Aunque la democracia se suele asociar con la antigua Grecia, lo que hoy llamamos Occidente es hijo de Roma. Las dos afirmaciones son cuestionables en extremo, por supuesto. Para empezar porque lo democrático, tal como se entiende hoy, conecta más con las primeras repúblicas renacentistas italianas que con aquellas asambleas ateniense en las que las mujeres y los esclavos estaban excluidos. Para seguir, porque los nacidos de la impaciencia de Eneas han experimentado tantas mutaciones que ya no se sabe de qué Roma se habla cuando se la nombra. Quizá la perversión mayor haya sido la mussoliniana, que redujo aquella complejidad a un haz de símbolos nostálgicos.

Giorgia Meloni, de Fratelli d’Italia (Hermanos de Italia), ganó las elecciones del 25 de setiembre con el 26 por ciento de los votos. Los resultados de sus aliados, también de derecha, y el mal desempeño de la centroizquierda, le permiten formar gobierno, lo que ocurrirá, casi con seguridad, entre el 13 y el 30 de octubre. Su programa cuestiona las bases democráticas en el sentido de ser hijo de una agenda antiderechos, pero a la vez conecta con un espíritu de época que no se reduce a Italia, sino que ha estado repicando en las cercanas elecciones brasileñas, en las “declaraciones colaterales” de Vladimir Putin al momento de anexarse el Donbás ucraniano, y en la represión del régimen iraní sobre las protestas que han sacudido las calles de las zonas urbanas de ese país asiático.

Los derechos son una construcción trabajosa. Se podría decir, con una mirada eurocéntrica, que comenzaron con la Revolución Francesa –aunque su expresión en el terruño artiguista se inspire más en la constitución de las colonias británicas del norte de América recién independizadas– y luego fueron experimentando una acumulación civilizatoria que incorporó aspectos sociales, culturales y ambientales. Una resultante amasada con mucho adoquín de barricada y gas lacrimógeno. De las luchas por obtenerlos y la represión para negarlos surge el compromiso de lo alcanzable, que se va incorporando de a poco a los tratados internacionales y a partir de sus ratificaciones hace carne en las legislaciones nacionales.

Eso genera, a veces, que las correlaciones de fuerza locales sean afectadas de manera positiva y se avance más rápido de lo que ocurriría si los Estados fueran islas perfectas y no parte de un archipiélago lleno de puentes. Hay incentivos simbólicos (la modernidad contra lo retrógado), políticos (los rankings internacionales que pueden ser exhibidos como logro en la próxima justa electoral) y económicos (condiciones para cooperación internacional o fondos comunitarios) que van empedrando este camino. Pero no es una ruta sedosa. Las crisis financieras, las asimetrías comerciales, las hipocresías de la doble vara, los intereses geopolíticos ensucian la cancha. Entonces es fácil para los conservadores que han estado por algún tiempo en retroceso, o que han debido callar su verdadera sensibilidad para poder formar parte de tal o cual club, colar su discurso por esas grietas.

Así, la falta de trabajo que surge de las políticas neoliberales pasa a ser culpa de la inmigración, y la perplejidad ante la compleja reformulación de los roles en la vida cotidiana se resuelve demonizando el cambio a fuerza de simplificar y destruir. Se encuentra un chivo expiatorio, por ejemplo, el inmigrante, y un cuerpo de pensamiento que etiquetar con el símbolo de peligro sin necesidad de abrir sus páginas, por ejemplo, como antes era “el comunismo” hoy es “la ideología de género”. El enemigo es un haz de enemigos que cuestionan eso que somos, dicen las Meloni del mundo.

Cualquier similitud con el fascismo no es casualidad. Sucede que movimientos como el de Meloni van más allá de la descripción de ultraderecha y pueden señalarse como neofascistas. No importa que hayan llegado al gobierno por las urnas, porque eso mismo ocurrió con Benito Mussolini. El fascismo se galvaniza en el acto de situarse como el único capaz de proteger (y por tanto encarnar) ese nosotros monolítico que es su idea de Nación. Eso le lleva a ser racista, ya que todo lo que surja desde fuera será una contaminación; conservador en los roles familiares, ya que si la mujer se emancipa no podrá cumplir con su misión de procrear y el nosotros caerá por la fuerza de la demografía; es violento al movilizar la acción directa para “ganar la calle”; y aunque corporativo en su dimensión social, y por ende defensor de tradiciones agrarias, es un aliado natural del gran capital por controlar todo intento de asociación sindical o social que pueda reivindicar caminos transformadores.

Todo eso está en el discurso de Meloni. ¿Es la falta de un componente militarista una ausencia decisiva para dejar de caracterizarla como neofascista? Dejemos por fuera del análisis el hecho de que su coincidencia con el pensamiento conservador de la Rusia de Vladimir Putin no le hace cuestionar la pertenencia italiana a la Organización del Atlántico Norte (OTAN), ya que el consenso atlantista la trasciende en mucho. Hoy, el militarismo expansivo se ha sustituido por la consolidación de áreas de influencia geopolítica en función de acceso o control de recursos naturales estratégicos. Así, puede ser expansionista Putin sin que por eso deje de serlo la OTAN. En ese terreno, la justificación puede incluso llegar de lados contradictorios. Cuando dio su discurso reconociendo los resultados de los cuestionados referéndums en cuatro zonas que pertenecían a Ucrania, Putin habló de los males de la “ideología de género” y la hizo parte de una mezcla justificatoria tan cultural como histórica. En el mismo terreno de las contradicciones, cuando Occidente, en especial Estados Unidos, levanta la bandera de la libertad de Ucrania, oculta que el Kiev anterior al febrero de la invasión rusa era algo muy distante de un gobierno democrático, con partidos políticos prohibidos, segregación cultural y bombardeos contra civiles dentro de sus propias fronteras. Por no hablar de la paradoja de comprar petróleo a las monarquías del Golfo, de dudoso respeto a los derechos, para castigar al autócrata moscovita.

También en estas grietas entre discurso y acción es que se cuelan posiciones como la de Meloni. Si el presidente ucraniano Volodímir Zelenski pudo dar brillo a su doble cara maquillando a sus batallones neonazis con el cartel de luchadores por la libertad, o si Putin encuentra base discursiva para decir que desnazificar es compatible con mantenerse al margen de la agenda de derechos, entonces Meloni puede decir que su neofascismo es apenas ultraderecha.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, Uruguay.

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