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Marcha del sector salud de Reino Unido, el 18 de enero en Londres, por salario y contra la inflación.

Foto: Carlos Jaso, AFP

Utópica autonomía

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Reino Unido y Europa después del Brexit

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Las dudas de París no hicieron fácil el ingreso de Londres al club europeo, por temor de que fuera un caballo de Troya de Washington. Ahora que abandonó la Unión Europea, los lazos de Reino Unido con Estados Unidos refuerzan su seguidismo. Sin embargo, Europa no parece ser mucho más autónoma.

En 1961, en una carta al primer ministro británico Harold Macmillan, el presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy lo alienta a unirse a la Comunidad Económica Europea (CEE) para prevenir “las excentricidades de París y de Bonn”1. Cuando rechaza la primera tentativa británica de adhesión, el entonces mandatario francés Charles de Gaulle tiene, por tanto, algunas razones para temer que Estados Unidos se valga de Reino Unido para asentar su dominación sobre Europa. En 1967 De Gaulle justificará un segundo veto apelando a la persistencia de las “relaciones particulares” entre Washington y los británicos, “con las ventajas y también las dependencias que para ellos se derivan de esa situación”. Habrá que esperar que lleguen 1973 y un presidente francés menos escrupuloso para que Londres se una al Mercado Común.

En 2020, cuatro años después del referéndum sobre el Brexit, Reino Unido se convirtió en el primer Estado –y hasta hoy el único– en abandonar la Unión Europea (UE). Mientras que el costo económico de esta decisión es fuente de incesantes recriminaciones dentro del país, fuera de sus fronteras la pregunta más habitual es aquella que formulaba De Gaulle, pero planteada a la inversa: ¿a dónde va Europa sin el caballo de Troya británico? ¿Es posible esperar que la UE se vuelva más independiente, menos conforme a esa caricatura de “comunidad atlántica colosal” vituperada por el general, más cercana a la “Europa europea” que él decía anhelar con toda su alma?2 Dos pronósticos ya fueron frustrados por la realidad geopolítica: por un lado, la UE emancipada de la intransigencia británica respecto del federalismo o la defensa europea; por el otro, un Reino Unido pos-Brexit aislado en Europa, relegado a sus márgenes o atenazado entre Washington y Pekín. Y la guerra de Ucrania fue reveladora de las relaciones de fuerza entre Londres y Bruselas, pero también de uno y otro con Washington.

Ya el 24 de febrero de 2022, el primer ministro británico Boris Johnson marcó el tono de la respuesta europea llamando a “marginar a Rusia de la economía mundial, sector por sector”, y sosteniendo su exclusión de la red bancaria Swift, el freno de las exportaciones de equipamientos tecnológicos, el cese de la entrega de visas a sus ciudadanos, el congelamiento de los activos y el embargo sobre el gas y el petróleo. Segundo proveedor de Kiev después de Washington, Londres desbloqueó 2.300 millones de libras de ayuda militar desde el comienzo de la invasión rusa. Reino Unido invitó, de igual modo, a sus protegidos a las bases de Kent o de Salisbury para formarlos en el uso de sus misiles antitanque o de sus drones, y envió sus fuerzas especiales a Ucrania.

A fines de marzo de 2022, el presidente ucraniano, Volodímir Zelensky, podía presentar al primer ministro británico como su dirigente europeo preferido. A diferencia de Berlín o de París, explicó, “Londres está definitivamente de nuestro lado y no hace equilibrismos”. De hecho, Johnson fue el primer jefe de Estado en viajar a Kiev. El 9 de abril de 2022, en momentos en que Rusia y Ucrania parecían a punto de concluir un acuerdo de paz provisorio, desembarcó en la capital ucraniana para extenderle a Zelensky la consigna occidental: romper las negociaciones dado que el presidente ruso, Vladimir Putin, “no era tan poderoso como se lo había imaginado”3.

Johnson cuidó también su popularidad en los Estados bálticos tras haber desplegado allí unos 8.000 hombres. Se unieron a los 1.700 soldados británicos ya presentes en Estonia en el marco del establecimiento de una fuerza expedicionaria en 2012 dirigida por la Royal Navy. La adhesión de los países bálticos a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y a la UE había sido apoyada por el anterior primer ministro británico Anthony Blair para recompensarlos por su participación en la Guerra de Irak. En suma, Reino Unido vuelve a jugar el rol que era el suyo cuando integraba la UE al lado de los países que compartían su escepticismo en cuanto a las veleidades de independencia militar –el Grupo de Visegrado compuesto por Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia, pero también por Rumania, Bulgaria o Países Bajos–.

Perspectiva alemana y fisuras menores

Los Estados que constituyen el núcleo de la UE, y que esperaban adquirir mayor influencia tras el Brexit, se encuentran en una situación diametralmente opuesta. La recesión económica amenaza a Alemania, golpeada por la explosión de los precios de la energía –consecutiva a sus sanciones contra Rusia y a la caída de los envíos de gas y de petróleo–, pero también castigada por las dificultades de su principal socio comercial, China, agravadas por los esfuerzos de Washington para aislar a Pekín. El modelo germánico de crecimiento se encuentra cuestionado mientras aumenta en todas partes la “amenaza de la desindustrialización”4.

Francia, por su parte, es ahora el único miembro de la UE dotado de fuerza de impacto nuclear y el único miembro permanente del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Pero París se encuentra debilitada en el plano internacional después de que Australia anulara un contrato de compra de 12 submarinos franceses para privilegiar una alianza militar con Estados Unidos y Reino Unido5. La “soberanía estratégica” de la UE no constituye en esta fase más que una ambición francesa, al punto de que Los Verdes alemanes condicionaron su entrada a la coalición gubernamental a la compra de F-18 estadounidenses, lo que cuestionaba, ipso facto, el proyecto franco-germano-español de aviones de combate SCAF. El canciller alemán, Olaf Schölz, cedió. En julio de 2022, una personalidad tan influyente como el exministro de Finanzas de Angela Merkel, Wolfgang Schaüble, propuso incluso que París y Berlín privilegiaran desde entonces una sociedad con Varsovia, lo que desplazaría el centro de gravedad de Europa en un sentido conservador y atlantista. En cualquier caso, el Brexit no parió en absoluto una política europea de seguridad y defensa más independiente de Estados Unidos6.

Desde los años 1990, la autonomía de la UE respecto de la OTAN siempre fue una mera expresión de deseos. En su momento, el presidente de Estados Unidos William Clinton había insistido para que la integración a la UE de los países del Este, efectiva en 2004, fuera consecutiva a su adhesión a la OTAN. Polonia, Hungría y la República Checa se unieron así a la alianza en 1999, justo antes de que esta lanzara su ofensiva contra Yugoslavia; Bulgaria, Rumania, Eslovaquia, Eslovenia y los Estados bálticos lo hicieron en 2004, en momentos en que la OTAN iniciaba sus primeras operaciones exteriores en Afganistán7. Y si bien Francia amenazó con oponer su veto a la guerra en Irak, luego puso sus bases aéreas a disposición de los aliados, mientras que Europa del Este alojaba los sitios secretos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense y sus “interrogatorios reforzados” de los combatientes capturados.

Casi 20 años más tarde, la guerra en Ucrania dejó en evidencia el espesor de esos lazos de subordinación. Los lectores de la prensa “de calidad” encuentran de forma episódica con qué tranquilizarse –“Todavía podemos estar orgullosos de Europa”, de su respeto de la dignidad humana o de su combate contra el cambio climático, se regocijaba el 30 de octubre último el filósofo Slavoj Žižek en Le Figaro–, pero se hace difícil ignorar que, pese a sus virtudes, la UE no propuso ninguna iniciativa diplomática o militar digna de ese nombre desde la ruptura de los acuerdos de Minsk (de los cuales ella, y no Estados Unidos, era garante)8.

Esta incapacidad para actuar de modo independiente respecto del aliado estadounidense se deriva, en parte, de las tensiones franco-alemanas que la última crisis exacerbó aún más, y no ciertamente de una falta de material militar, puesto que los gastos en armamento de estos dos países, sumados a los de Italia, exceden en dos veces los de Rusia. Para el sociólogo alemán Wolfgang Streeck, desde el fin de la Guerra Fría la UE se convirtió en una “auxiliar civil de la OTAN”, acurrucada bajo el paraguas nuclear de Estados Unidos9.

Sin duda, algunas presiones nacionales pueden a veces fisurar la unidad occidental respecto de la cuestión ucraniana: movilizaciones en República Checa contra los precios de la energía, controversias en Italia a propósito de los envíos de armamento, ira de los círculos de negocios alemanes contra los estadounidenses que “se benefician” con el auge de las tarifas del gas natural. Pero ¿acaso Europa y Estados Unidos pueden discrepar cuando hay intereses fundamentales en juego? La cuestión corre el riesgo de volver a plantearse pronto en otro terreno. Desde Washington, la administración de Joseph Biden sostiene que un Occidente débil frente a Rusia alentaría a la República Popular China a atacar a Taiwán. A fines de junio de 2022, en la cumbre de la OTAN en Madrid, los dirigentes europeos aceptaron calificar a China de “desafío sistemático” e invitaron a Corea del Sur, Japón, Nueva Zelanda y Australia a vigilar mejor el perímetro cada vez más nebuloso del “Pacífico Norte”10.

En este contexto, Reino Unido puede dar una impresión de menor seguidismo. Pero esto se debe a la “relación especial”, que le confiere un prestigio similar al del líder de una banda de exploradores. Después del Brexit, por supuesto, los dirigentes del país pretendieron que la decisión marcaría el retorno del “leadership [liderazgo] británico”. La “Revista Integrada de Seguridad, de Defensa, de Desarrollo y de Política Exterior” de marzo de 2021 llamaba a modernizar un ejército con efectivos más compactos, pero “más presente y más activo en el mundo”, capaz de desplegarse con rapidez junto a las fuerzas especiales y navales, y que dispusiera de un arsenal nuclear más amplio. El incremento de los gastos militares que decidió Johnson –en un nivel de 2,5 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) en el plazo de diez años–, y luego su sucesora Elizabeth Truss –tres por ciento del PIB en el mismo lapso–, o sea un aumento global de 20.000 a 25.000 millones de libras por año, otorgaba cierto crédito a semejante ambición. Reino Unido sigue siendo, de hecho, uno de los mayores exportadores de armas del planeta, en particular gracias a su pericia en aeronáutica, de la cual el gobierno sacó recientemente ventaja para cerrar un contrato que apunta a desarrollar una nueva generación de aviones de combate furtivos Tempest con Japón e Italia.

En el camino del hermano mayor

Todas las tentativas de elaboración de una estrategia destinada a generar una “Gran Bretaña a escala mundial” (Global Britain) que prometieron los partidarios del Brexit coinciden, sin embargo, con las prioridades estadounidenses11. Así, entre los objetivos de la “Revista Integrada” de 2021 figuran el envío de un nuevo portaaviones a la zona indo-pacífica a fin de que “esté disponible de forma permanente para la OTAN”; la consideración de Corea como una zona “altamente estratégica”; el retorno de la Royal Air Force a sitios “al este de Suez”, ya emprendido desde 2018, o la apertura por parte de Reino Unido de una base naval en Bahréin con el objetivo de servir de apoyo a las operaciones estadounidenses en el Golfo Pérsico y más allá. Y si bien la nostalgia imperial no siempre es ajena a las instituciones que influyen en la política británica –el Royal Services Institute (RUSI) [Instituto Real de Servicios, usina de pensamiento de seguridad y defensa], el Royal Institute for International Affairs (Chatham House) [Instituto Real de Asuntos Internacionales] o el Department of War Studies del King’s College [Departamento de Estudios sobre la Guerra, de la Universidad de King]–, no es sencillo determinar qué imperio exactamente añoran. Un vuelco reciente de Londres volvió a plantear la cuestión: después de que, en 2015, el gobierno de David Cameron anunciara que las relaciones comerciales con China entraban en una “edad de oro”, el actual primer ministro Richard Sunak anunció su fin el 28 de noviembre último.

Porque, aunque se la haya descripto con frecuencia como informal y aproximativa, la “relación especial” produce efectos concretos desde 1940: además de compartir informaciones –en el marco del pacto Five Eyes (“Cinco Ojos”), que involucra también a Australia, Canadá y Nueva Zelanda12–, Reino Unido se beneficia de un acceso privilegiado a la tecnología estadounidense a cambio de las bases que pone a disposición de Washington. Desde el fracaso de su programa de misiles Blue Streak en los años 1950, este favor involucró, sobre todo, a los sucesivos sistemas de misiles balísticos –Thor, Skybolt, Polaris y Trident– sin los cuales Londres no podría ni propulsar ni expedir, ni siquiera mantener o probar sus capacidades. En 1986 un periodista de investigación contabilizó 130 bases estadounidenses en suelo británico, lo que hacía del país un portaaviones gigante que apuntaba hacia la Unión Soviética en pleno Atlántico Norte13. Dirigida por la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) estadounidense, RAF Lakenheath es la mayor base estadounidense de aviones de combate en Europa. Por otra parte, después de Japón y Alemania, Reino Unido constituye la tercera plataforma en hombres de la US Air Force [Fuerza Aérea de Estados Unidos] fuera de su territorio.

Pero lo que más cambió desde los años 1990 son las formas que asumen las oposiciones y los apoyos a la “relación especial”. Las marcas de deferencia hacia el hermano mayor estadounidense en otras épocas podían despertar críticas tanto entre los laboristas como entre ciertos conservadores soberanistas. Hoy, en cambio, parece inconcebible que el primer ministro le niegue a Washington el acceso a las bases de la Royal Air Force [Fuerza Aérea Real] como lo hizo Edward Heath en octubre de 1973 durante la guerra que enfrentó a Israel con sus vecinos árabes. A comienzos de los años 1980, el Partido Laborista, en ese entonces dirigido por Michel Foot, apoyaba la Campaña para el Desarme Nuclear (CDN) que pedía el retiro de los misiles crucero estadounidenses y la disolución de la OTAN. Semejantes reivindicaciones le valdrían la exclusión de la organización conducida hoy por Keir Starmer, digno heredero en este aspecto de Blair, calificado como “caniche de George W Bush” en épocas de la Guerra de Irak. En un contexto de purgas después de la exclusión de Jeremy Corbyn del grupo parlamentario de su partido –fue el primer dirigente laborista después de Foot en haber cuestionado el atlantismo británico–, el laborismo prohíbe a sus diputados y afiliados participar en las asambleas del movimiento Stop the War [Detengan la guerra], o incluso criticar a la OTAN14.

Y esto ocurre al punto de que se vuelve más difícil arremeter contra la política estadounidense en Reino Unido que en Estados Unidos. El Quincy Institute for Responsible Statecraft [Instituto Quincy para un gobernar responsable], un think tank [usina de pensamiento] con base en Nueva York que publicó en 2019 una vigorosa crítica a la ortodoxia intervencionista vigente en Washington, tanto entre los demócratas como entre los republicanos, no tiene equivalente en Reino Unido. Desde The Guardian hasta The Telegraph, pasando por The Economist, los grandes diarios ridiculizan a las fuerzas rusas harapientas y celebran a Ucrania con tanto afán que alimentan la idea (o la ilusión) de una victoria inminente. La clase dirigente británica hace un frente común cuando, en Estados Unidos, altos funcionarios del Pentágono [sede del Departamento de Defensa] orquestan de manera regular filtraciones para combatir la influencia de los “halcones” de la NSA y del Departamento de Estado15.

De todo eso resulta una imagen deformada de la guerra, pero también una falta de reflexión política. En lugar de “hacer caer” al régimen de Putin, como habían prometido sus promotores, las sanciones contra Moscú contribuyeron, sobre todo, a una grave degradación de la coyuntura económica británica y, en particular, a un aumento de los precios de la energía que está entre los más vertiginosos de Europa Occidental. El proyecto de presupuesto reducido elaborado en setiembre de 2022 para remediar ese estado de cosas llevó a una venta precipitada de bonos del gobierno que no debilitó el rublo, pero que sí volvió prácticamente insolventes los fondos de pensión británicos, e hizo escalar las tasas de interés al punto de que debió intervenir el Banco de Inglaterra. Después de la renuncia de Truss y la partida de su gobierno, el nuevo canciller del Échiquier [ministro de Finanzas] anunció recortes suplementarios en el presupuesto, lo que provocó un auge de movilizaciones de empleados del sector público cuyo salario promedio no se había movido desde 2008. Las decisiones presupuestarias militares dependerán de la próxima “Revista Integrada”, pero el ministro de Defensa ya hizo saber que, con 72.000 hombres, el Ejército británico tenía apenas la cantidad de efectivos justa como para “hacer algo de ejercicio” en casa16.

En Sky News, el 17 de octubre de 2022, Tobias Elwood, presidente de la Comisión de Defensa de la Cámara de los Comunes, calificó los acontecimientos recientes como “la peor crisis desde Suez”. La comparación con la expedición militar de 1956, que desplomó la libra y provocó la renuncia del primer ministro Anthony Eden, da que pensar. Porque si Suez enseñó a los británicos a transigir con la hegemonía estadounidense, medio siglo después de haberse tomado la lección muy a pecho, ¿puede Reino Unido resignarse a una situación de dependencia aún mayor?

Alexander Zevin, historiador, Universidad de California, Los Ángeles. Traducción: Pablo Rodríguez.


  1. Arthur Schlesinger, A Thousand Days. John F. Kennedy in the White House, Houghton Mifflin Company, Londres, 1965. 

  2. Richard Davis, “Les relations anglo-américaines et la question européenne (1945-1973) : Le cheval de Troie à l’assaut de la forteresse européenne”, Revue Française de Civilisation Britannique, Volumen XII, N° 1, 2002. 

  3. Roman Romaniuk, “From Zelensky’s ‘surrender’ to Putin’s surrender: how the negotiations with Russia are going”, Ukrainska Pravda, Kiev, 5-5-22. Véase también Fiona Hill, “The World Putin Wants”, Foreign Affairs, Nueva York, setiembre-octubre de 2022. 

  4. The Economist, Londres, 11-9-22. 

  5. Véase Marc Endeweld, “Confuso y confundido”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2022. 

  6. Véase Wolfgang Streeck, “Los dilemas geopolíticos de la era pos-Merkel”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2022. Del mismo autor, en el blog Sidecar, véase también “Pipe Dreams”, 12-9-2022, https://newleftreview.org/sidecar 

  7. Perry Anderson, New Old World, Verso, Londres, 2009. 

  8. David Teurtrie, “Ucrania, ¿por qué la crisis?, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2022; e Igor Delanoë, “La imposible paz en Ucrania”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, setiembre de 2022. 

  9. Wolfgang Streeck, “The EU After Ukraine”, American Affairs Journal, Vol. VI, N° 2, Denville, verano boreal de 2022. 

  10. Martine Bulard, “Delirios atlantistas en Asia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2021. 

  11. Tom Stevenson, “At the Top Table”, London Review of Books, Vol. 44, N° 19, 6-10-2022. 

  12. Véase Philippe Leymarie, “Los ‘Cinco Ojos’ ahora miran a China”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, marzo de 2022. 

  13. Duncan Campbell, The Unsinkable Aircraft Carrier: American Military Power in Britain, Michael Joseph, Londres, 1984. 

  14. Keir Starmer, “Labour’s commitment to NATO is unshakeable”, The Guardian, Londres, 10-2-22. Véase también Matt Kenard, “The Secret US Embassy-Backed Group Cultivating the British Left”, Declassified UK, 24-11-2022. 

  15. Peter Baker, “Top U.S. General Urges Diplomacy in Ukraine While Biden Advisers Resist”, The New York Times, 10-11-2022. 

  16. George Grylls, “UK has ‘deep’ vulnerabilities, admits defence secretary”, The Times, Londres, 25-11-2022. 

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