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Cuatro movimientos para Celia

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Celia de la Serna, la madre de Ernesto, tuvo una vida sellada por el amor, el movimiento, la maternidad y la militancia. De ella, descubrió la periodista cordobesa Sol Aliverti, el Che heredó el asma y la audacia.

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A pocos días del triunfo de la Revolución Cubana, en enero de 1959, Celia de la Serna dio una entrevista a Canal 7 de Argentina. En esa charla que dura apenas unos minutos el periodista le pregunta cómo había hecho su hijo para plegarse al Movimiento 26 de Julio, liderado por Fidel Castro. Celia tiene los brazos cruzados sobre la mesa y una prenda rayada que parece un vestido. Ella entiende que su hijo habría simpatizado con los hermanos Castro en consecuencia de su anhelo panamericanista, una simpatía que luego los llevaría juntos a la historia. Su relato de los hechos corresponde a una cronología casi exacta. Primero, Ernesto Guevara conocería a Raúl Castro, y luego a su hermano Fidel, en México. Hay algo de su acento y de su entonación —una forma aguda, enfática, y frágil, al modo de los que han corroborado convicciones con su vida— que comunica cierto entendimiento más allá de ese presente: parece consciente de que su identidad ya está marcada por ser la madre de Ernesto Guevara, y que no es sólo Celia de la Serna. Ella, la madre. La imagen en movimiento de alguien muerto, de alguien de quien pocos pueden hablar, pero tanto se ha dicho, puede comunicar cosas, dejar suponer, abrir la lectura que falta a la simple narración de los hechos. Celia de la Serna tenía la voz aguda y una forma particular y alargada de pronunciar la y griega. Dice que su hijo siempre tuvo pasión por las libertades. Mientras lo dice, se toca lo que parece ser un anillo, y mira a un costado por encima del hombro del periodista con un gesto solvente, lejano. —¿Cómo ha recibido las noticias provenientes de Cuba? —Si me pregunta al modo, por el medio, las recibí de una manera muy civilizada a través de un llamado por teléfono de alguien que lo había escuchado por la radio —responde en un tono que no deja revelar si se trata de una respuesta evasiva o inocente. —No, no, no, me refiero a como se sintió. Celia se incorpora: —Imaginesé, una gran alegría, mezclada con una especie de efervescencia e intranquilidad que no me ha abandonado hasta el momento. La segunda imagen en movimiento de Celia está registrada también en los primeros días de 1959, en La Habana. Había pasado sólo una semana desde el triunfo de la Revolución, y Camilo Cienfuegos había arreglado para que la familia Guevara-De la Serna fuera a la isla. El Che se entera en el aeropuerto, porque los vuelos estaban destinados sólo a repatriados políticos, no a familiares. En la imagen, el Che aparece con la boina militar y un habano que no deja de fumar en ningún momento. Alrededor de él, una comitiva militar y periodística. Celia aparece en el plano de repente. Se adelanta a la lenta marcha protocolar con la velocidad de un cometa y abraza a su hijo por el cuello. El Che palmea la espalda de su madre que no se despega. Habían pasado seis años sin verse. Se habían escrito cartas que él empezaba diciendo Vieja querida, y ella respondía encabezando Mi viejo. Cuando el abrazo culmina ella lo toma por los hombros y lo mira con ojos brillantes y extraviados. La mirada de alguien que de repente entiende que está cumpliendo un destino.

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Antes del destino, el punto de partida, los datos de una vida que pueden contarse con un solo envión de aire en los pulmones. Celia de la Serna nació el 21 de junio de 1906, en Buenos Aires. Fue la hija menor de Juan Martín de la Serna y Edelmira Llosa. Su padre, un abogado docente de la Universidad de Buenos Aires y activista en la Revolución del Parque —liderada por la Unión Cívica Radical en 1890—, se suicidó en un barco en viaje a Europa cuando Celia tenía dos años. Su madre murió cuando ella tenía seis y quedó al cuidado de sus hermanos, pupila en la escuela de monjas Corazón de Jesús. De herencia, unas hectáreas de campo al sur de la provincia de Buenos Aires, legado de Martín José de la Serna, que había participado en la campaña del desierto. Después del triunfo, los jerarcas repartieron tierras y algunas fueron para el bisabuelo de Celia. Hablaba bien francés y quiso ser monja, hasta que conoció a un hombre llamado Ernesto Guevara Lynch, siete años mayor. La familia se opuso, a excepción de su hermana Carmen. Ernesto y Celia partieron a Misiones, donde él había comprado unos yerbatales. Ahí vivieron en un paraje en medio de la selva. Tenía 22 años y ya estaba embarazada de Ernesto, pero a su nacimiento, dijo que era sietemesino. Años después le confesaría a una astróloga, quien no entendía por qué la carta natal de Ernesto se parecía tan poco a Ernesto, que esa fecha era falsa. Ernesto Guevara había nacido el 14 de mayo de 1928. Después de él, vinieron cuatro hijos más. La vida dedicada a la familia. —Si vos me decís a mí, yo creo que para ella fue una liberación casarse con el viejo y salir de ese ambiente familiar —me dice Juan Martín, el hermano menor del Che—. Salió para Misiones, Buenos Aires, después para Alta Gracia y después para Córdoba. Y como siempre el destino luego parece irremediable y único, dice: —No sé si habrá tenido eso como norte, pero esa fue su vida.


Los primeros acercamientos a la vida de un muerto se parecen a un rumor, a una sucesión de anécdotas que tienen sentido: dicen que Celia usaba pantalones y fumaba, que manejaba autos como un hombre, que fue la primera en el pueblo en promover la copa de leche en el colegio de sus hijos, que el asma de Ernesto fue producto de un baño con ella en el río, en un día demasiado frío. El asma del Che parece también resultado de un “defecto” de su madre, una secuela del coraje de Celia. El relato también es una forma de movimiento, un recorte sincronizado, como la danza o la música. De una vida se cuenta sólo lo que puede ser recordado, como la audacia o la cobardía. Celia era nadadora. Le había enseñado uno de sus hermanos mayores. Cuando veía una corriente, se lanzaba. Los relatos de las hazañas en los ríos terminan siempre con Celia pidiendo ayuda, con Celia yendo más allá de lo que el cuerpo puede, con Celia desafiando corrientes y olas. Ernesto Guevara Lynch en el libro Mi hijo, el Che relata que Celia siempre terminaba asustando a los bañistas y a Ernestito, que miraba desde la orilla la inútil capacidad de su madre para la imprudencia. Así lo cuenta Libia Albornoz en el libro Rey de los caminos, de Horacio López das Eiras:

En épocas de clase, doña Celia pasaba por casa en su automóvil a buscar a mis hermanos que iban al colegio con sus hijos. Daba tres bocinazos y Chicho y Luis salían corriendo. No terminaba de treparse a la voiturette que ella arrancaba con todo. […] Cuando estábamos en casa escuchábamos que pasaba en su auto a toda velocidad y decíamos: “Ahí va la Guevara”.

—Ella no era una militante feminista, era así como era y chau. Fumaba, manejaba, se fue al medio del monte, tomaba decisiones. No es que ella tenía un precepto, era su forma de ser. Siempre estaba metida en algo. Ama de casa cero, cocina cero, en mi casa cocinaba yo. Además, ella fue feminista mucho antes de que el feminismo se tomara como cosa militante —dice Juan Martín. Frente al Sierras Hotel, de Alta Gracia, una ciudad pequeña, soleada y conservadora, a 40 kilómetros de Córdoba Capital, hay una foto colgada en un poste con una leyenda que dice que ese era el natatorio preferido de los Guevara en el verano. En la imagen Celia de la Serna mira a la cámara. Está con sus cuatro hijos, en la pileta. El único que no tiene traje de baño es Ernesto. Habían ido a parar a aquel pueblo por sugerencia de los médicos: se decía que los aires de Córdoba eran buenos para el asma. La casa donde vivieron los años de las sierras está a pocas cuadras de ese hotel, en el Alto. Se llama Villa Nydia, ahora convertida en museo en homenaje a la niñez del Che. En el cuarto que tiene sus cosas de infancia —camas, algunos juguetes de la época, cartas a familiares— sólo hay fotos de Celia. Ella, con el pelo corto, al modo de las actrices de su época, sostiene a Ernesto. En esa cama, en ese cuarto, con algo de imaginación, podemos verla con Ernesto y los ataques de asma hasta que un día ella dice basta y decide que él salga a ser un niño normal, que vaya donde tenga que ir. Casi por obligación, a los siete años tuvo que ingresar al colegio gracias a una circular del Ministerio de Educación de la Nación, que Celia respondió de inmediato (“pues me hizo sentir orgullosa aquella preocupación por que los chicos aprendieran a leer y a escribir”, diría en una entrevista en 1961). Celia parece una mujer sin contrastes, con la vida en una dirección, nacida para ser la madre de quien fue. En el diario del primer viaje de Ernesto, en 1949, aparecen menciones que vuelven a traerla como madre:

Saco mi impermeable y la capa de lona que la previsión de mi madre colocó en la mochila, me río del aguacero y se lo digo a grito pelado chapurreando un verso de Sábato.

En el segundo viaje, con Alberto Granado, ilustrado en la película Diarios de motocicleta, se quedan dormidos en una balsa improvisada, navegando por el Amazonas. Al despertar, se dan cuenta de que una gallina que traían como provisión se cayó al agua. De nuevo aparece Celia, la figura omnipresente y audaz del cuidado, como una sombra cerca de los miedos de Ernesto:

Nunca he podido vencer del todo el miedo que me da el agua de noche. Seguro que si estabas vos la sacabas y Ana María también, ya que no tienen estos complejos nochísticos.

En el tercer viaje, en 1953, junto a Calica Ferrer, partieron desde Buenos Aires y Celia fue a despedirlos al tren. Según el relato de Carlos Figueroa, un amigo de la familia (en Celia: la madre del Che, el libro de Julia Constenla), ella avanzó con un trote canchero tocando la mano de Ernesto hasta que el tren se perdió de vista:

Nos dimos vuelta para regresar y se detuvo, me quedé a su lado, vi cómo lloraba esa mujer, era algo desgarrador. Fueron sólo unos segundos, casi inmediatamente se secó los ojos, cuando pudo serenarse fuimos caminando despacio hacia donde estaban los otros. Ya era la Celia de siempre, capaz de encarar al mundo para llevárselo por delante si se le daba la gana.

No volverían a verse sino hasta seis años después, en aquel abrazo del aeropuerto de La Habana.



Cuando Juan Martín tuvo memoria para recordar, su casa ya no era la que le relataban sus hermanos. Sólo estaban Celia y él, después de que ella se separara de su marido. Sus hermanos mayores ya estaban casados, su madre ya era una militante y Ernesto estaba por convertirse en el Che. —No era que estuviéramos pendientes de lo que pasaba con Ernesto. Es como si Cristo hubiese tenido un hermano y hubiese sabido siempre que fue Cristo, y la mamá, la Virgen, también, y no era así. Ernestito fue siempre Ernestito, no era el Che para nosotros —recuerda Juan Martín. Los viajes del Che no eran una preocupación. Se escribían cuando podían y, una vez que Ernesto partió para la isla, toda noticia de muerte era tomada como falsa. El mito se vive luego y en ese momento su hijo sólo era Ernesto, Ernestito. En 1950 el cáncer había vuelto a aparecer, luego de que se lo detectaran en 1945. Si le preguntan a Juan Martín qué es lo primero que recuerda de su madre, él logra evocarla jugando al solitario con un cigarrillo en la mano, apagada en una depresión, ya separada de su padre. —Pero lo que pasó con mi hermano la revivió. La Revolución la reanimó, eran épocas luminosas, no eran épocas oscuras, como ahora. En la tapa de la revista Mujer, en 1959, aparece Celia con un titular que suena frívolo: “Ernesto siempre fue mi hijo más rebelde”. La frase parece una de las certezas conscientes de Celia. No era sólo el triunfo de un hijo lo que la había reanimado: también un viejo anhelo político, la visión de un futuro libre, forjada en aquellos tiempos de tertulias políticas, cuando Villa Nydia era sede de ayuda para los republicanos de la Guerra Civil Española. En 1960 se unió al Movimiento de Liberación Nacional y rechazó todo intento del Che de instalarla en Cuba. La vida de Celia se convirtió en una permanente militancia por la Revolución Cubana y el socialismo en Latinoamérica. Juan Martín dice que en su casa no hablaban de cómo estaban, ni de qué sentían, ni cómo estaba Ernestito cuando ella iba a verlo a Cuba. —Ella no iba a ver al hijito. Ella era una militante, nosotros en casa hablábamos de nuestras ideas, de lo que pensábamos. En 1963, después de la vuelta en un viaje a París, pasó por Brasil y desde allí siguió viaje en barco hasta Uruguay. En la frontera le revisaron la maleta y encontraron fotografías de Ernesto. Ahí Celia no era la madre llevando un retrato de su hijo. Portaba la identidad de una maternidad que la excedía. La arrestaron por tener material subversivo y por orden de José María Guido —presidente argentino del momento— pasó un mes detenida, primero en una prisión de Entre Ríos y luego en la cárcel bonaerense del Buen Pastor. La noticia fue publicada en algunos diarios nacionales y en la revista Bohemia, de Cuba, donde aclaran que Celia fue presa “por madre y por revolucionaria”. Desde la cárcel, escribió a sus hijos:

Es un maravilloso deformatorio, tanto para los presos comunes como para los políticos. Si sos tibio, te volvés activo, si sos activo, te volvés agresivo, y si sos agresivo, te volvés implacable. Por lo demás estoy bien de salud. Llevamos una vida higiénica y regular, no pedir más. A las ocho desayunamos, ejercicios, es decir gimnasia, de dos a cuatro jugamos al volley ball en el patio. He sido proclamada la mejor jugadora, el team que integro es el team del triunfo.

Los años de militancia fueron los últimos. Celia de la Serna murió el 18 de mayo de 1965, dos años antes de la muerte de su hijo. El cáncer no le dejó margen para seguir. Cerca del mediodía fueron al cementerio de la Recoleta, donde un centenar de compañeros de militancia ordenó el cortejo. Los diarios nacionales anunciaron la noticia con crónicas breves. El Che recibió la noticia en el Congo y escribió una carta para despedirla llamada “La piedra”:

Sólo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga “mi viejo”, con una ternura seca y plena, y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. […] No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese “mi viejo”.

Era verdad que no hacía falta pedir perdón. Celia siempre había estado cerca. Ernesto Guevara dice en esa carta que sólo dos pequeños recuerdos había llevado a la lucha: uno era el pañuelo de gasa de su mujer, el otro, un llavero de piedra de su madre: “Muy barato este, ordinario, la piedra se despegó y la guardé en el bolsillo”.

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