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Ilustración: Tatiana Mesa

Comidas nómades | Lo que se fue cociendo

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De la Quebrada de los Cuervos (también llamada de los Caranchos) me llega un libro editado por la Asociación de Mujeres Rurales del Uruguay: Recetas con historia. Allí recupero sabores que recuerdo de mi infancia, de los viajes a Pueblo Ansina, que la gente siempre llamaba Paso del Borracho. Allí, cerca de Pueblo del Barro, se me cayó el primer diente de leche y, cuando mi hermana y yo nos aventuramos al almacén que quedaba a 100 metros del campo de mis bisabuelos, en Tacuarembó, nos persiguió una vaca curiosa, pero esa es otra historia.

En el campo se hacía dulce de leche y ambrosía, y la receta del libro podría ser la de mi abuela o de la abuela de Ana Inés Larre Borges, que tuvo la gentileza de compartirla conmigo. Aquí va: en una olla grande se hace un almíbar a punto hilo con un kilo y medio de azúcar y agua para cubrirla. Se baten aparte 18 yemas, a las que se les agrega medio litro de leche. La receta de mi abuela llevaba más huevos, 24, y más leche, un litro, además de limones. Son las recetas de las abuelas, de las tías, de cuñadas y de hermanas, de primas, de casamientos y de entierros, de bizcochos hechos para comerse en los velorios y de tortas para festejar los nacimientos.

La matanza del cerdo del que hay que alimentarse todo el año reclama recetas propias. Qué especias hay que usar para el chorizo y la morcilla varía de familia en familia, me explicaba don Rosendo Gutiérrez, que vive en el Santoral canario y que con casi 80 años sigue siendo a quien llaman cuando hay que hacer la matanza. En su casa están colgadas varias pieles de nutria y nos mostró una trampa para cazarlas. Tiene el freezer lleno de carne de nutria y dice que es sabrosa y tierna, que no tiene la “catinga” que se espera de un animal que vive salvaje. Las recetas de estos libros son de antes del colesterol, de antes de las alarmas o de las propuestas de ponerle un impuesto al azúcar. Son recetas de decenas de huevos mezclados con kilos de azúcar blanca o morena, cortados con limón y especiados con canela y clavo de olor. Esa ambrosía amarilla era como comerse un pedazo de sol.

Así eran también los huevos quimbos, que son España, Portugal, África y Brasil en la misma preparación. Todavía hay una o dos panaderías en Montevideo que los hacen a la manera antigua: huevo y azúcar, nada más. Si no, hay que irse a Bahía para comer sin culpa esos postres que fueron hechos para gente que no sabía qué era la glicemia o la diabetes. En el libro De boca en boca, reseñado en ediciones anteriores, dice la antropóloga Valentina Brena que las poblaciones africanas adoptaron el azúcar como suyo y que se apropiaron de la dulzura. Otras recetas son de sal y de grasa, de guisos carreros y de chicharrones, de cocciones lentas.

Laura Rosano, que representa el movimiento Slow Food en Uruguay, también habla de esa recuperación de sabores locales y antiguos. En sus recetarios de frutos nativos de Uruguay se conjugan las fusiones de comida que consiguen un admirable mestizaje entre la panna cotta y el butiá, la pitanga y la quinoa, la pavlova se adorna de frutos del monte y la cerveza se fermenta de guayabo.

Juan Antonio Varese sigue haciendo una tarea de amor y de ciencia recopilando las recetas de Rocha y del pescador artesanal Valiza Pereyra, ayudante del farero de Cabo Polonio. Un budín de ananá y atún es fusión y es avant-garde culinaria, nacido de los ingredientes de nuestras costas y de la cercanía con la frontera brasileña.

En el libro Gastronomía de las costas de Rocha se recogen las recetas de los años pobres de los balnearios, de 1929 a 1932, de mucho antes del turismo gastronómico o de la moda de ir a Cabo Polonio o a Valizas. Son recetas de subsistencia, de recoger huevos de gaviotas y de comerlos crudos o como tortilla, de rellenar un cuajo de oveja de carne picada y de fariña, de comer un huevo de ñandú con maníes y cebolla.

El paladar nacional es mestizo e híbrido: somos herederos de españoles, portugueses, italianos, indígenas, judíos, armenios y negros; de esos encuentros, hemos heredado una comida variada y llena de sorpresas. Comidas que en sus lugares de origen son menúes de museos, pero que acá siguen siendo renovadas. Por ejemplo, el fainá, que es originario de Italia y de Niza, en donde se lo llama farinata y socca: le ponemos queso, algo impensable allá. Tenemos salsas que se originaron acá, como la Caruso, que desde 1950 se ha expandido al resto del mundo, y tenemos recetas que mezclan lo que otras gastronomías consideran imposible. Y platos como la falsa langosta o la polenta caramelizada no existen en otros lugares. Nuestra identidad gastronómica está en este momento en permanente renovación y el futuro es todavía una página en blanco.

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