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Ilustración: Ramiro Alonso

Cruzar la madrugada

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Los “nocheros” que trabajan en los hogares del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay son los encargados de cuidar a los menores en el turno nocturno. En esas horas, cuando la mayoría de la gente descansa, la injusticia sigue empujando y caben muchas emociones.

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Este artículo forma parte de los más leídos de Lento de 2021

El niño ingresó un par de horas antes de que tomáramos turno con Mara. Está dormido en la practicuna del living. Es que la primera noche los ingresos nunca duermen con los demás niños. Preferimos tenerlos cerca. En algún momento se despiertan y entonces comienzan los llantos. No entienden qué pasa. Dónde están. Para qué estas dos caras: Mara y Julián, nocheros en este hogar de amparo de primera infancia. A Mara no le gusta que nos llamen “nocheros”. “Educadores de la noche”, corrige ella, aunque sabe que la jerga institucional manda sobre cualquier voluntad, y el INAU no es la excepción. En cualquier caso, ambos cargamos con caras roídas por años y años de nocturnidad semipaga. Caras ojerosas. De una palidez acentuada por unos tubos de luz que vierten al aire todo el magma implacable y glacial del Estado.

Ahora es medianoche y este niño, de quien sólo sabemos nombre, edad y que estaba en situación de calle con su madre, duerme. Hoy, los 22 niños que cuidamos —en un proyecto originalmente pensado para 12— duermen. Y como es verano, tampoco hay resfríos. Ni fiebres. Ni broncoespasmos. Todos duermen, mientras la madrugada agrega a su letanía el zumbido de los deliverys cruzando el bulevar. Un último 548 que se aleja con destino Peñarol. El jolgorio de alguna fiesta que se eleva no muy lejos de aquí. Risas que atraviesan Atahualpa y se apagan rumbo al Prado. “Voy fregando”, digo. O tal vez lo pienso. Hace años que laburamos juntos y cada vez funcionamos con menos palabras. Mientras intento remover el aceite que supuran los platos de plástico, Mara está en la otra punta del caserón, acomodando ropa de cama en un armario. La casa, como suelen ser los recintos donde funcionan los hogares de amparo, es enorme. Debe tener no menos de 100 años. Varias estufas con rebordes de mármol rosado que están clausuradas desde quién sabe cuándo. Puertas de doble hoja. Paredes altísimas que la arquitectura contemporánea sólo admitiría para una casa de dos plantas. Un caserón que debió ser de alguna familia patricia. Un apellido extinto. Una palabra fondeada para siempre en un país que ya no existe. A eso de la una hacemos la primera pausa. Nos acomodamos en torno a la mesa del comedor. Mara se calza el auricular. Intento ponerme al día con el libro que vengo cinchando hace un mes. Desde que nació mi hija Rita —tres años— leo muy poco. Y a esta hora tengo que volver, como un obseso, una y otra vez sobre el párrafo leído. La nocturnidad mutila tu capacidad de focalización. La madrugada avanza de la piel hacia adentro como una enfermedad irreversible y la sensación es la de una mente que comienza a fagocitarse a sí misma. Hoy no puedo leer ni dos oraciones seguidas sin que se dispare una deriva tan inútil como furiosa. La madre del niño. El nido en alguna ochava de la ciudad. Rita. Los estertores minúsculos y solitarios de la risa de Mara. Cierro el libro. El paisaje de la madrugada comienza a despejarse. Visualizo el páramo que hay por delante.Antes de las dos volvemos a la actividad. Bajo al lavadero mientras Mara le cambia el pañal a Mili y lleva al baño a un par de niñas. En un rato me ocuparé de los mellis, que ya deben estar orinados hasta la pera. En total subo cuatro latones de ropa. Doblar y guardar todo esto nos lleva una hora y media. El despliegue lo hacemos sobre la mesa del comedor. Buscar en la prenda el nombre abreviado con marcador. Yami. Luzmi. Kami. Cada pila de ropa es un niño. Cada hilera, un dormitorio. Después hay que distribuir la ropa en los placares. Los placares son en realidad lockers de chapa. En cada puertita hay un nombre. Fabián. Matías. Micaela. Debajo de esos nombres hay más nombres. Capas de nombres. Y antes de esos lockers hubo otros, y antes, a principios de los 90, este caserón fue un hogar de madres con VIH. Y antes de eso quién sabe. Porque a manos del Estado, un viejo caserón, quién sabe.

Terminamos con la ropa y me asomo a la practicuna. El niño sigue en la misma posición. Tiene cuatro años, pero es demasiado menudo. Muchos llegan con desnutrición. Siempre sucios. Con sarpullidos. Con moretones y hasta con quemaduras de pucho. Y sin embargo, hay un mecanismo misterioso que nos permite asimilar todo eso sin doblegarnos. El largo rosario de historias oprobiosas va formando la coraza que hace posible que sigamos laburando sin quebrarnos a cada paso. Tres y cuarto de la madrugada. Mara vuelve al celular. Yo abro el cuaderno de parte diario y hago un racconto automático que, si es una madrugada sin sobresaltos, bien podría sintetizarse en “Se realizan tareas asignadas al turno”. Intento nuevamente retomar la lectura, pero es imposible. El niño. La madre. Ese nido en una ochava que he visto mil veces. Me dan ganas de escribir, aunque tampoco podría dar con la pregunta implícita que me lleve de una oración a otra. Pero puedo imaginar a la madre —que tiene poco más de 30, pero si la mirás rápido parece de 50— cuando abandona presurosa el nido cada vez que un vehículo busca dónde estacionar. Se alerta al encenderse un motor. Y si se le escapa sin bajar la ventanilla y soltar una sola moneda, entre los huecos de su boca comienza una retahíla de insultos que dura lo que esos temblores que dejan los truenos cuando la tormenta hace rato que está encima. A eso de las tres y media, Mara levanta la vista del celular y me mira. El rumor del llamado viene de la practicuna. “Dejá, voy yo”, digo, mientras me pongo de pie. El niño está parado, prendido con las dos manos a la baranda de la practicuna. Ojos enormes.Una cara pequeña —de rasgos demasiado afilados para su edad— y esa cara, a su vez, en una cabeza grande y cúbica, típica del raquitismo infantil. La ropa le baila. Es un espantapájaros en miniatura. Me inclino para hablarle. “Julián. Me llamo Julián. ¿Vos cómo te llamás?”, pregunto, aunque ya sé su nombre. El nene me mira fijo pero ni una lágrima. “Julián”, digo, y me doy unos golpecitos en el pecho con la punta de los dedos. Las facciones contienen el miedo. Sin dejar de mirarme, el nene estira los brazos. Cuando lo aúpo se prende como si todo lo que nos rodeara fuera un gran abismo. Comparo su peso con el de Rita. No deben ser más de 11 kilos. Del pelo le brota un olor rancio. Tanteo el cuerpo diminuto. La línea de las vértebras contra la piel. El costillar inflándose como un fuelle. Puro hueso vibrando de miedo.

Mara deja el celular y viene al encuentro. “Hola, soy Mara”. Lo busca, pero él se agarra fuerte y hunde su cara en mi pecho. Tras los cristales culo de botella leo el mensaje en los ojos de Mara: todo tuyo. Pero no puedo tenerlo aupado lo que queda del turno. Hay cosas por hacer. Guardar la loza. Trapear el piso de la cocina. Bañar a los mellis, dos niños de cinco que se orinan a la vez y cuando los baño gritan como si los estuviera matando. “Ahora voy a darte algo rico”, digo. Con un brazo lo sostengo, sin mucho esfuerzo, y con la mano libre revuelvo en la mochila hasta dar con el alfajor de nieve. “Algo rico, vas a ver”, digo mientras atravesamos la casa. En la cocina lo siento sobre la mesada y, sin darle tiempo a reaccionar, le muestro el alfajor. La mirada negra y redonda persigue el envoltorio plateado que brilla en el aire. Las facciones de su rostro me recuerdan el muñeco de un ventrílocuo. Un muñeco mudo. Desenvuelvo el alfajor y él estira los brazos. Sonrío y él muerde con voracidad. Las migas caen en llovizna sobre su remera del Barcelona desteñida por la intemperie. Hago una morisqueta y alcanzo a ver los dientes picados, ahora empastados con harina y dulce. Termino con la loza y vuelvo al comedor. Los pasitos del nene repican detrás de mí. En el comedor, Mara camina alrededor de la mesa con Mili en brazos. “Se despertó”, dice. Mili tiene diez meses pero ingresó al hogar con dos y una abstinencia infernal. Mara se agarró tremendo metejón con la beba. Mara siempre está enganchada con algún bebé. Año tras año la veo replicar el mismo ensayo. Y cuando finalmente el bebé se va en adopción, con una familia de acogida o aparece algún pariente que se hace cargo, Mara queda hecha bolsa. La he visto una y otra vez esconder el dolor bajo los lentes. Desplazar el desgarro a su rutina de mujer soltera cincuentona criadora de gatos, a sus días libres, llenos de tías enfermas o alguna excursión a las cataratas. Mara nunca va a dejar este trabajo. Jamás va a salir de esta madrugada. “Voy a ver si puedo hacerla dormir allá”, dice, y sin dejar de hamacarse se hunde con Mili en la penumbra de un living que, de tan grande y alto, parece un viejo salón de baile. En las paredes hay cartulinas pegadas a dos metros de altura. A esa distancia del suelo, las frases parecen iniciativas de un cínico personaje orwelliano. “Derecho a la recreación”. “Derecho a la vida en familia”. “Que tus sueños sean más grandes que tus miedos”.

Ilustración: Ramiro Alonso

Siento al niño en una silla y le entrego un perro de peluche que alguna vez debió ser blanco y esponjoso. Me acomodo al otro lado de la mesa. Levanto la mirada. El niño mueve el peluche sobre el borde de la mesa. “¿Me vas a decir tu nombre o tengo que adivinar?”. Me mira fijo, pero no contesta. “Voy a adivinar entonces”, digo, y comienzo el juego. Los nombres se suceden. El niño sólo interrumpe la mirada para dar un pestañeo largo. Pero no hay palabras. No va a hablar. A veces podés estar días antes de conocer su verdadera voz. Pero en el principio es así: no hay palabras. Son sus cuerpos, magullados por una furia precoz, los encargados de designar el mundo. Mara y Mili aún dan vueltas en el living. De a poco el llanto de la beba va apaciguándose. El niño sigue con el perro de peluche. Murmura algo que no alcanzo a entender. Pienso en los mellis. Todavía me queda eso, lo peor del turno: bañar a los mellis. Cierro los ojos. Respiro hondo. Tomo impulso y por fin encaro hacia el dormitorio. El niño se descuelga de la silla y sale atrás de mí como si lo tuviera atado por una cuerda invisible. El procedimiento es igual todas las madrugadas. Aunque los gritos, el forcejeo y la sordidez puedan darle cierta singularidad, cada madrugada es un calco de la anterior, con variaciones imperceptibles en mi registro mental. Enciendo la luz. Mateo está acurrucado en posición fetal sobre el nailon que protege el colchón. Las sábanas están hechas un bollo húmedo y hediondo contra los pies de la cama. Ni miro a Lucas, pero todo va a ser igual con él. “Vamos, Mateo, a bañarnos, gordo”, digo. Mateo no responde. Lucas tampoco va a hacerlo. Nunca llegan a despertarse del todo y yo soy sólo un ingrediente más de una pesadilla vívida. Igual, nunca dejo de hablarles. “Dale, gordo, te hiciste pis, vamos a bañarnos”. Hablo para escucharme. Para recordarme dónde estoy. Muchas veces uno habla simplemente para saber quién es. O tal vez para recordar quién no quiere ser. “Vamos, gordo”. El niño y el perro de peluche observan todo desde la puerta. Intento enderezar a Mateo, sentarlo en la cama, pero el cuerpo vuelve a su posición primigenia. Me arremango y lo levanto en andas.

En el baño los sollozos crecen. Un llanto copioso y sincero lo invade todo. “Tengo que bañarte, gordo”. Intento ponerlo de pie sobre el cambiador y la lucha comienza. El niño mira sin soltar su peluche. El cambiador y la bacha son en realidad toda una misma estructura de acero inoxidable. Con los golpes de Mateo y Lucas retumba como un redoblante. Los desnudo. Siempre ligo alguna patada. Un arañazo. Y tengo que apretar los dientes para no largar una puteada. Regulo la temperatura del agua. Los ayudo a entrar en la bacha. De cualquier manera, cuando los mojás, gritan como si les estuvieras arrimando un soplete al cuerpo. Mateo y Lucas. Sus padres eran una parejita de poco más de 20. Consumidores los dos. A los niños los encontraron en un gallinero abandonado. Una vecina denunció. Hace años tienen la condición de adoptabilidad. Pero siendo dos hermanos, y de esa edad, difícil que alguien agarre viaje. “No están adoptando grupos de hermanos”, te dicen del equipo técnico, cuando se dignan a bajar algo de información a la plebe de operarios. “Dale, gordo, vamos a secarnos, Julián te pone sábanas secas y seguís durmiendo”. Son las cinco y cuarto. Estamos en el comedor. El niño no tiene una gota de sueño. Ya no va a dormirse. Yo estoy igual. Mateo y Lucas sí se durmieron. Mara logró soltar a Mili en la cunita. Ahora bosteza. “Que hoy lleguen temprano, por favor”, dice Mara, aludiendo a los del relevo de la mañana, que profesan la impuntualidad con la impunidad que te otorga ser funcionario presupuestado en este país. “Que lleguen…”, digo. Me levanto. Atrás, el niño y el perro de peluche. Caminamos hasta la puertaventana que da al patio de la casona. No tengo una gota de sueño. Cuando llegue a casa voy a tener que mandarme dos o tres pastillas. Después voy a entrar al dormitorio de Rita mientras el amargor brota debajo de la lengua e inunda toda la boca. Voy a acercarme a ella hasta estar seguro de oír su respiración. Después, voy a apoyar la cabeza en la almohada y a dejar que los párpados cedan y un sueño artificial me envuelva hasta la alarma del mediodía.

Abro la puerta de hierro. Nos abraza el frescor amable del amanecer estival. El patio es realmente grande. Hay un gomero enorme cuyas raíces afloran de forma espectacular, como un montón de anacondas petrificadas en medio de una lucha. También hay un jacarandá robusto que se despliega formando una gran cúpula. Debajo hay un tobogán, un arenero, los restos del subibaja. También hamacas. “Vamos”, le digo. Avanzo dos pasos y me doy vuelta. El niño no se mueve. Vuelvo, lo tomo de una mano y encaramos hacia las hamacas. Tal vez mañana, o mejor dicho esta noche, cuando vuelva a tomar turno, el niño ya no esté. A veces aparece una tía o algún pariente que quiere hacerse cargo. Pero lo más seguro es que sí, que esté acá, y que este sea el comienzo de un larguísimo derrotero institucional con destino incierto. En una hamaca acomodo al perro de peluche. En la otra siento al niño y comienzo a empujarlo. El chirrido del hierro contra el hierro alborota a una bandada de palomas. El batido abrupto y seco de las alas termina de romper la cáscara del día cuando oigo al primer 548 que acelera hacia el bulevar con destino Terminal de Punta Carretas. Los primeros bocinazos que estremecen la mañana. La flamante neurosis urbana despertando de su mal sueño. “Agarrate bien”, le digo. Empujo un poco más fuerte. El niño se eleva y con él, una risita quebradiza que se condice con su cuerpo raquítico. “Bien fuerte agarrate”, le digo, pero el niño ya no puede escucharme. Está metido en el aire —como una brisa más de la mañana—, ensimismado en el vaivén de su propia risa. Entonces lo que escucho es mi voz. Por primera vez, en no sé cuánto rato, puedo escuchar mi voz:

“Dante. Te llamás Dante. ¿Viste cómo adiviné?”, digo. Y sigo empujando.

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