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Ilustración: Gabriel Ciccariello

Dos hombres en una canoa

19 minutos de lectura
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Tres cuartos de aventura cómica y una parte de alegato ambientalista: la fórmula para relatar un accidentado viaje por el río que provee de agua potable a la zona metropolitana de Uruguay. Lo cuenta el periodista y escritor Martín Otheguy, flamante director de Gigantes, la publicación para niñas, niños y adolescentes de la diaria.

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A mediados de los 90, mi hermano y dos de sus mejores amigos se lanzaron en una canoa al río Santa Lucía para hacer una travesía de tres días. Estaban mal equipados, mal informados y suplían su escasa logística con un entusiasmo juvenil desbordante que los llevó a cargar una canoa a pie a través de la ciudad de Santa Lucía. 25 años después, mi hermano y yo decidimos recrear ese viaje para ver cuánto resistió la prueba del tiempo el río.

Día 1

No hay nada como una travesía en un río para exponer con brutalidad la forma en que uno se mueve por la vida y cuán preparado está para afrontarla. No por el cliché metafórico del discurrir cambiante del río sino por todos los aspectos prácticos implicados, como la elección y la preparación del equipaje. Fue así que una mañana clara de verano en San Ramón, frente a las aguas del río Santa Lucía, se hicieron evidentes a mis ojos las diferencias más notorias entre mi hermano mayor y yo. Él llevaba lo indispensable en un equipaje ligero y compacto, cuyos objetos estaban ordenados con la precisión del Tetris para permitirle viajar con eficiencia y economía de recursos. Yo llevaba una bolsa impermeable en la que convivían una libreta, un rollo de papel higiénico, alcohol en gel, toallas húmedas y un tapaojos para dormir, además de una mochila en la que un sobre de dormir se hinchaba como un tumor maligno y de forma perversa, luego de resistirse a mi intento de comprimirlo hasta darle una geometría funcional a mi espacio disponible. Gracias a un compresor de cintas de tela, había adquirido la densidad de un agujero negro con el tamaño de una pelota, imposible de colocar cómodamente en ningún sitio.

Pero no estábamos ahí para recibir epifanías sobre nuestras vidas sino para recorrer en canoa los 71 kilómetros que separan San Ramón de Santa Lucía, serpenteando entre Florida y Canelones, en un intento de comprobar cuánto había cambiado ese trayecto del río en estos años (y ya de paso cuánto había cambiado mi hermano mayor).

Algunos cambios eran evidentes desde antes de empezar. Mi hermano y sus amigos habían decidido no llevar nada de agua (ni siquiera carpa, por cierto) y beber directamente del río con un vasito, pero ahora, conociendo los monitoreos de las últimas décadas, no teníamos gran entusiasmo por tomarnos el río. El “Informe de calidad de agua del Santa Lucía (2015-2019)” hecho por el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente muestra concentraciones excesivas de nitrógeno y fósforo total en la mayoría de los registros. Hay glifosato y atrazina por la actividad ganadero-agrícola y un aporte de caca humana y vacuna que contribuye con virus y bacterias de ambas especies. En defensa del río, hay que decir que nada de eso se revelaba en su belleza veraniega de una mañana de sol en San Ramón.

Por eso cargábamos dos bidones de agua y dos caramañolas que —me repetía yo— era muy importante no perder. Para reforzar la idea, mi hermano tomó en sus manos un poco de agua del río y dictaminó que era bastante menos cristalina que la de su primera travesía, aunque con el río un metro y medio por encima de su nivel normal por las crecidas, el arrastre pudo haber tenido su influencia. Y aunque lo supusiéramos más limpio, desconocíamos los niveles de contaminación del río 25 años atrás. No sé si mi hermano es la mejor publicidad para la calidad de agua del Santa Lucía por entonces. Quizá si no se hubiera tomado medio río dos décadas y media atrás hoy luciría una frondosa y saludable cabellera.

Habíamos llegado al lugar de lanzamiento trasladados por Martín, un amigo de mi hermano que vive en la zona y que nos recibió con el muy apropiado grito de “¡Hay olor a montevideanos!”. Se entiende. Él es un tipo que parece capaz de construir o hacer cualquier cosa con sus manos; sin dudas es uno de los que van a sobrevivir y repoblar la Tierra cuando llegue el apocalipsis, mientras que yo seré de los primeros en ser devorados.

Martín nos recomendó que no saliéramos en esa parte del río con tanta corriente, pero no lo escuchamos; partimos con el entusiasmo y la valentía de los ignorantes, dejándonos llevar pronto al medio del cauce. Yo recordaba que la canoa de mi hermano y sus amigos se había dado vuelta en el segundo día de su viaje, por lo que pensé que más valía disfrutar desde el inicio hasta pasar por algo similar... lo que aconteció exactamente 180 segundos después. La corriente nos empujó contra una rama varada en medio del río, la canoa se ladeó y el agua comenzó a entrar. Nuestro frágil barquito se hundió no con la parsimonia y la anticipación de un naufragio glorioso, sino con la velocidad a la que se sumerge un submarino.

Y ahora...

En ese momento descubrí dos errores de principiante: 1) no habíamos atado nuestras cosas dentro de la canoa, por lo que las bolsas, los bidones y una tarrina comenzaron a flotar con su merecida libertad después del trato que les habíamos dispensado; 2) ¿qué hacía yo de calzoncillos, pantalones largos y cinturón viajando sobre una canoa en un río crecido? Pensé también, casi inconscientemente, que si todo el viaje iba a ser así más me valía haber llevado diez mudas más de ropa.

Lo primero que vimos partir a toda velocidad río abajo, por supuesto, fueron nuestros dos bidones de agua y una caramañola, además de una chancleta solitaria y melancólica que yo había perdido en el barro. Agarramos lo que pudimos y flotamos tomados de la canoa unos 200 o 300 metros, hasta que logramos encallar a un costado. Emergimos del agua con nuestros sombreros de legionarios puestos y varios bolsos en las manos cada uno, como si fuéramos Steve Irwin protagonizando el afiche de Loca por las compras.

Vaciamos de agua la canoa, subimos todo como pudimos e iniciamos una rápida persecución río abajo en busca de nuestra agua envasada sin fósforo ni nitrógeno. Unos 300 metros más abajo nuestra odisea frenética dio sus frutos y logramos pescar primero la chancleta, luego la caramañola y finalmente los dos bidones. El río se calmó de repente y comenzó a discurrir plácidamente, lo que nos permitió parar en una playita a reacomodarnos. Ninguna de las tres novatadas volvería a ocurrir en el resto del viaje: ni la volcada de canoa, ni las cosas sueltas ni mis calzoncillos. Algunas cosas se humedecieron pese a la tarrina hermética y las bolsas a prueba de agua, en particular mi rollo de papel higiénico, que se hinchó como un cadáver arrojado por el río y adquirió un color parduzco, a tal punto que parecía más higiénico limpiarse con cualquier cosa que pudiera encontrar en el río. Para añadir insulto a la herida, el agujero del medio había adquirido una mueca burlona que me acompañó todo el viaje. Salvo por unas pocas lastimaduras en las piernas y en nuestro amor propio, logramos seguir el recorrido intactos, sin bajas y mejor preparados para lo que vendría.

Ni el mismo hombre ni el mismo río

En los primeros kilómetros del trayecto, el Santa Lucía discurre entre barrancos arcillosos (que cada tanto escupen fósiles de megafauna, para quien sabe observar) y vegetación densa que a veces se abre a playitas de arena. Sin embargo, es fácil adivinar que detrás de esa flora, que mezcla especies nativas y exóticas, hay campos y más campos. Las vacas bajan a refrescarse con frecuencia y dejan huellas en casi todos los lugares. Esa era otra diferencia notoria con la travesía original: mi hermano recordaba haber visto muy pocas vacas 25 años atrás, pero en esos primeros kilómetros eran la fauna más notoria y en general la única prueba de la presencia humana. Un poco más adelante, como para reforzar la idea, una vaca muerta e hinchada, entreverada entre ramas en el agua, nos hizo acariciar con cariño los bidones.

Con el río crecido, las ramas y los troncos atravesados son el único riesgo del viaje, al punto que hay que saber elegir bien cuándo tomar la derecha o la izquierda para avanzar con tranquilidad (el “modo Mieres” de navegación).

El río conquista al navegante a medida que avanza y lo aísla del mundo que existe por fuera de las márgenes, a sólo unos pocos kilómetros. Aunque sabíamos que ocasionalmente se pueden ver carpinchos y ciervos axis —lo que no nos sucedió—, las aves fueron las protagonistas de ese tramo del río: gavilanes mixtos, comunes y alilargos sobrevolando la zona, la garza mora y la garza blanca chica posándose sobre las ramas a una distancia prudente, espátulas rosadas, grupos de chajás y cuervos de cabeza roja vigilando desde las alturas.

Cuando sólo habíamos hecho unos 15 kilómetros, nos dimos cuenta de que el río nos llevaría demasiado rápido a destino y decidimos levantar el primer campamento en una playa ancha y con árboles. La noche cayó lentamente sobre el Santa Lucía y dejó ver una media luna brillante en un cielo claro, que presagiaba frío en nuestras carpas de tela delgadísima.

Mi hermano propuso que cocináramos con agua del río y que también la usáramos para desayunar, quizá previendo que era necesario cuidar el suministro de los bidones. Aunque hervirla sólo mata las bacterias y los virus —y no elimina metales u otros contaminantes químicos—, me pareció una medida juiciosa que abandonamos a la mañana siguiente. Luego uno se da cuenta de que la pasta con salsa Alfredo tiene un buqué a agua de río, que el té Twinings se ve desbordado por el olor a agua de río y que hasta el Vascolet tiene un achocolatado gusto a agua de río.

Con el fuego prendido, muy pronto los únicos sonidos fueron los de los grillos, las ranas y el murmullo continuo del río. Al menos hasta que mi hermano comenzó a roncar como un asmático a punto de sufrir un infarto y decidí que era hora de dar por terminada esa primera jornada.

Ilustración: Gabriel Ciccariello

Día 2

Lo más conveniente para hacer el trayecto San Ramón-Santa Lucía en canoa en tres días, a juicio de este marinero de agua dulce, es hacer dos tramos cortos el primer y el tercer día, dejando el grueso del recorrido para el segundo. Nuestras espaldas, después de 40 kilómetros, se mostraron en desacuerdo con esta decisión, que fue respaldada contundentemente por hechos posteriores.

Los primeros kilómetros de ese segundo tramo, cuando el sol todavía parece amable, hacen valer la pena cualquier molestia. No hay seres humanos ni construcciones a la vista, aparecen barrancos más grandes y se forman correderas de agua que le dan velocidad y algo de agitación a la canoa. El Santa Lucía se vuelve más entretenido, especialmente si la embarcación no se da vuelta y uno escribe esto valientemente a posteriori desde la tranquilidad de su casa.

Un poco más adelante el río crecido se angosta y cubre las orillas y los árboles, hasta parecerse al paisaje de un cuento de Ballard: apocalíptico y exuberante. Abunda allí el martín pescador (el mediano y el pequeño), perchado atento en las ramas que cuelgan sobre el agua, aunque nuestro encuentro más cercano con la fauna fue la presencia constante de libélulas en acople sexual, girando desenfrenadamente como helicópteros rotos sobre nuestras cabezas como parte de un experimento voyeurista.

Unos 15 kilómetros después, la magia se disipa un poco al llegar a Paso Cuello, con sus cuatro o cinco casas mirando al río. Nos topamos entonces con varios bañistas, un par de personas en kayak (la única embarcación que vimos en todo el trayecto, además de la nuestra) y algún pescador. Fue allí cuando mi hermano dictaminó con seguridad otra diferencia con la travesía original hecha 25 años atrás: aunque fuera muy ocasionalmente, se veía mucha más gente ahora, algo en lo que puede haber influido la variable domingo de verano. En el primer periplo se había cruzado únicamente con dos personas en tres días: primero un pescador y luego el hombre del pato, cuyo contexto se explicará a continuación. En cambio, sólo en el correr de nuestro segundo día vimos no menos de 15 personas y notamos también algunos residuos plásticos varados en las orillas, quizá consecuencia de la actividad en Paso Cuello.

Al menos ningún humano nos increpó como el hombre del pato 25 años atrás. En aquel entonces, mi hermano y sus amigos iban muy mal equipados, sin agua y con comida escasa en proteínas. Por eso recibieron con gran alegría el avistamiento de un pato flotando plácido en el río. Se imaginaron el ave al fuego esa misma noche, una idea que, a juzgar por el desarrollo de los acontecimientos, no era compartida por el pato.

Lo único que tenían para cazarlo era un remo, y el pato parecía saberlo. Demoraron varios minutos de coordinaciones complejas y muy poco precisas para acercarse a una distancia suficiente como para desmayarlo de un palazo, pero cada vez que se ponían a tiro el pato movía sutilmente las alas, como quien se saca unas pelusas de la camiseta, y se alejaba tres metros, lo que los obligaba a reiniciar la maniobra. Era como ver un Boeing 747 en tierra intentando atropellar una bicicleta. Después de un rato largo de repetir esta coreografía tan lamentable pero seguramente deliciosa de apreciar a la distancia, la superioridad física e intelectual del ánade se hizo tan evidente que decidieron seguir adelante. Pero el pato no había terminado con la humillación. Un poco más adelante vieron a la segunda persona con la que se toparían en toda la travesía: un joven agitado que les preguntó: “¿No vieron a unos tipos molestando a un pato? Mi tío vio a unos recién”. Lo negaron y se escandalizaron ante la perspectiva de tres adultos acosando a la fauna silvestre del lugar.

Después de Paso Cuello, hay que aprovechar unos cuantos kilómetros en los que el río se torna nuevamente solitario y uno logra abstraerse de la cercanía de la civilización. Hay una breve interrupción debido a las areneras de Paso Pache, donde se ve maquinaria trabajando y las plataformas con las líneas de alta tensión, pero el encanto no se desdibuja del todo hasta llegar al puente de la ruta 5. Allí se ven más residuos plásticos y sobre todo una sucesión de pescadores que parecen sentirse ofendidos por la presencia de cualquier cosa que se ponga en el camino de sus tanzas y que, de paso, perturbe el tiempo que dedican a esa excusa para escapar del tedio hogareño.

Desgracias de ser el timonel

Recién al pasar el puente viejo de la ruta 5 el río vuelve a ganar privacidad total para el navegante: comienza a cerrarse, el paisaje cambia y desaparecen los accesos a la playa. Si uno está urgido de ir al baño es el momento justo, porque por un trecho largo no habrá forma de bajar en ningún sitio. De allí hasta la desembocadura del Santa Lucía Chico se vive uno de los momentos mágicos del río, que se vuelve más selvático y con la navegación más complicada por la vegetación y los árboles caídos.

Sobre este punto, hay que aclarar que en una canoa la función de timonel la cumple el que va remando atrás, estresado por las consecuencias de sus actos, mientras el que va adelante finge que ayuda a darle velocidad al aparato mientras rema, contento como un niño de cinco años que cree que maneja el auto cuando va en la falda de su papá o su mamá al volante. De paso va comentando si le parece mejor ir a la izquierda o la derecha, con la ligereza de quien sabe que no tendrá la culpa de nada de lo que suceda. Por eso grita “enderezá”, “mirá que se nos va” o “lo que pasa es que le cambiás la orientación demasiado antes”, como si el timonel coordinara también la dirección de las corrientes de todo el río. El que va atrás piensa que el de adelante es un vago, y el que va adelante cree que el de atrás es un inútil, sin importar que cinco minutos después se inviertan los roles. Cosa que, aclaremos, no sucedió en este caso, en que uno de los hermanos tuvo la responsabilidad de timonel únicamente durante tres fatídicos minutos. Podrán deducir quién de los dos fue.

Al llegar a la desembocadura del Santa Lucía Chico decidimos acampar en un arenal disimulado por la vegetación, donde se estima que vive 60% de la población mundial de mosquitos. Hacer una travesía en el río, especialmente en verano, implica someterse sumisamente a la acción de mosquitos y tábanos. Todos dirán con voz urgente y admonitoria que no hay que olvidarse de llevar repelente y aplicarlo generosamente, pero de acuerdo con mi experiencia personal eso sólo incentiva el sentido de responsabilidad del mosquito, que se compenetra más en su tarea. Si debo señalar algún efecto visible tras la aplicación del producto, diría que se ve a los mosquitos más saludables, enérgicos, eficientes, contentos de no estancarse en la mediocridad de un trabajo mecánico y sin desafíos. Es probable, además, que en este caso haya corrido la noticia de que había dos fuentes de comida caliente en los alrededores, porque a cada hora que pasábamos ahí llegaban familias y familias de mosquitos, que se servían profusamente en el buffet de cuatro pantorrillas.

Nada de eso impidió que hiciéramos una fogata al caer el sol y arrojáramos nuestra comida sobre la leña con displicencia. En suma... fuego, leña un poco podrida, mosquitos, naturaleza, un lugar muy incómodo para comer y un plato probablemente quemado por la acción directa de las llamas: eso mismo que hace Francis Mallmann y por lo que la gente paga cientos de dólares.

Vimos muchas golondrinas llenar el cielo con su precalentamiento antes de la emigración, armamos las carpas intentando esculpir la arena del piso con forma de ser humano y nos dimos cuenta, casi de repente, de que estábamos rodeados. Había otros habitantes del lugar, casi invisibles. Presentes en masa, indistinguibles en el suelo al atardecer, veíamos moverse a veces a arañas del color de la arena. Cuando cayó la noche, iluminamos el suelo con las linternas y vimos sus ojos brillando como esmeraldas diminutas, decenas de ellas por metro cuadrado. Más tarde, el fotógrafo Marcelo Casacuberta me explicaría que se trata de una curiosa especie de araña lobo (Allocosa senex), cuyos machos canibalizan a las hembras en la cópula sexual, exactamente a la inversa de lo que suele ocurrir.

Tendimos nuestras espaldas maltrechas junto a esas arañas aún sin deconstruir, miramos el cielo estrellado y dijimos algo así como “no parece que vaya a llover mañana”. Profetas.

Día 3

La mañana del tercer día fue clara, tal cual habíamos predicho. Nos miramos satisfechos, creyéndonos sabios hombres de campo, y en vez de avanzar rumbo al destino decidimos remontar el Santa Lucía Chico en busca de una cascada ubicada a seis kilómetros. Había tiempo de sobra.

El Santa Lucía Chico, sin embargo, tenía otros planes. Avanzamos con lentitud debido a la angostura del cauce y las ramas atravesadas, hasta que un árbol caído nos impidió el paso y nos obligó a dar media vuelta. Notamos entonces algunas nubes avanzando a la distancia pero las recibimos con alegría, convencidos de que venían a aligerar un poco la jornada bochornosa que preveíamos.

Retomamos felices la corriente del Santa Lucía rumbo al destino y notamos cómo el paisaje volvía a cambiar. El río se ensancha muchísimo en esa parte y el entorno se vuelve casi europeo, con las dos márgenes cubiertas por árboles altos y exóticos. 100 o 200 metros sobre nuestras cabezas, decenas y decenas de cuervos rojos giraban en círculos, elevados por corrientes de aire caliente.

Tener una bandada de buitres sobrevolando tu cabeza en un paraje despoblado no es la señal más auspiciosa luego de estar tres días remando. Uno empieza a preguntarse si los buitres intuyen algo que uno desconoce, si huelen la derrota emanando de la piel como un perfume o anticipan algún obstáculo insalvable que uno ignora. Uno de ellos condescendió a bajar para posarse en una rama de un árbol y nos vio pasar por el río con mirada calculadora, como el sepulturero que mide el cuerpo de los vaqueros antes de los duelos en el viejo oeste.

Le pregunté a mi hermano qué provisiones nos quedaban para el mediodía, por las dudas. “Una ensaladilla de quinua y atún”, me dijo, como si estuviéramos en un río de dos estrellas Michelin. Ni los buitres nos van a querer tocar, pensé. Ese era claramente otro cambio respecto de la travesía original, aunque muy difícilmente pudiéramos echarle la culpa al río o a la acción humana. 25 años atrás, mi hermano y sus amigos colocaron lentejas en una media, la ataron a una cuerda y las remolcaron en el agua durante todo un día para que se hincharan. Tras comprobar que habían absorbido bien todas las porquerías que pudiera tener el río, las echaron a la olla e hicieron un guiso. Ahora llevábamos pan de masa madre y ensaladilla de quinua, un tributo póstumo al apogeo y la decadencia del nuevo uruguayo en el ínterin de los dos viajes.

Durante esos felices kilómetros no hay campos en la zona ni bajadas al agua, exceptuando el camping de Paso del Sordo (a un par de kilómetros del río, a esa altura, está el pueblo floridense Independencia). Cuando paramos en un ensanche del río, que forma casi una laguna, el cielo se encapotó completamente y comenzaron a caer unas pocas gotas frescas. “Es una buena noticia”, dijimos. No hay nada más vigorizante que una llovizna fina cuando hace calor y uno está remando desde hace rato.

A medida que avanzábamos, esas gotas frescas eran cada vez más gotas y cada vez más frescas. “Es bueno para variar un poco”, dijo mi hermano mayor. Sin embargo, para desilusión de la ensaladilla de quinua, decidimos no parar a almorzar y seguir de largo para llegar a Santa Lucía lo antes posible.

Muy pronto la llovizna se convirtió definitivamente en una lluvia robusta, aunque de intensidad todavía moderada. “Está bueno para remar”, dijo mi hermano, pragmático e impertérrito, como siempre ante los elementos naturales. “Claro que sí”, dije yo, en un tono de voz que contradecía el enunciado.

El cielo se descerrajó encima nuestro cuando todavía faltaban horas para llegar. Era una lluvia espantosa. Plúmbea. Constante. Machacante. Formaba una capa de agua barrosa en el fondo de la canoa, que crecía a cada minuto. Después de una hora de recibirla sin piedad, hubiera agarrado felizmente a trompadas a mi propio yo de dos o tres horas atrás, ese que creía que la lluvia era vigorizante para remar.

Cuando llegamos a 25 de Agosto, ya dábamos lástima incluso a las pocas aves que se atrevían a cruzar el cielo bajo la cortina de agua. Yo tenía frío a pesar del ejercicio y consideraba la persistencia de la lluvia como un insulto personal. Para peor, teníamos otras cosas de las que ocuparnos. El tramo final del trayecto presenta algunos desafíos al navegante, pero no por obra de la naturaleza sino de los seres humanos. Unos 200 metros después de pasar bajo el puente ferroviario de 25 de Agosto hay otro puente en desuso y a baja altura que atraviesa el río. Hay que prestar mucha atención en este punto, porque cuando hay crecida el agua lo tapa y la canoa puede chocar sin aviso (y con consecuencias lamentables) contra el hormigón invisible.

En este caso, por suerte, el puente se encontraba a una altura suficiente como para que pudiéramos pasar agachados en la canoa. Lo hicimos con alivio y nos sentimos triunfadores; estábamos a cinco o seis kilómetros del destino y sólo había que tolerar una horita más de lluvia.

Cuando divisamos el puente de Santa Lucía a lo lejos, dimos casi por cerrada la travesía, creyendo que únicamente había que dejarse llevar por la corriente durante un rato. El peor de los obstáculos, sin embargo, estaba por llegar.

Una llegada sin gloria

Un poco más adelante, sobre la margen izquierda, vimos unas escaleras, una suerte de torreta gris y más adelante una casilla de guardavidas. Frente a ella, una línea horizontal color cobre cortaba el paso del río. Habíamos llegado a una zona conocida como La Pasarela, donde hay un caño de OSE que atraviesa en forma muy desafortunada todo el río. En parte de su recorrido, para peor, tiene por debajo un muro de hormigón.

Por lo general, el agua del Santa Lucía se encuentra a una altura que permite pasar con la canoa por debajo de este caño. En otras ocasiones, el río está tan crecido que el caño queda tapado y las embarcaciones ligeras pueden pasar, si es que se arriesgan a la posibilidad de desfondarse. En este caso, se encontraba a una altura perfecta para arruinar el fin del viaje de dos hombres cansados, empapados y con frío: imposible pasar ni por arriba ni por abajo. Después de examinar un rato el asunto, decidimos desembarcar sobre la margen derecha, entre unos pastizales altos, para ver si era posible arrastrar la canoa por un costado hasta volver a meterse al agua. Fracasamos bajo lluvia, que siempre hace que el fracaso sea más estridente.

Después de maniobrar durante un rato más, logramos meter la canoa en el único montículo de arena que se formaba contra el muro de hormigón. Del otro lado, unos escuálidos riachuelos serpenteaban hasta virar a la izquierda más adelante y meterse en el cauce principal del río. La única solución posible era levantar entre los dos la canoa junto a todo su contenido, pasarla por arriba del muro de más de un metro de altura y dejarla caer sobre el agua al otro lado.

El problema era que la canoa estaba cargada con todas nuestras cosas y varios litros adicionales de lluvia, pero la idea de desarmar todo en medio del diluvio para aligerarla nos producía una pereza mayúscula. Lamenté entonces cada gramo extra de equipaje que llevaba: cada calzoncillo mojado, cada par de medias innecesario, el estúpido sobre de dormir que se comprimía sobre sí mismo con la densidad de un púlsar, el libro llevado y nunca leído, el agua no tomada, la ensaladilla de quinua no consumida (pero muy ventajosa frente a una media hinchada con lentejas húmedas), el rollo de papel higiénico blando y hasta la chancleta recuperada. Mientras el agua caía y caía, indiferente a nuestros esfuerzos, levantamos todo, lo depositamos más o menos dignamente en un fondito de agua al otro lado del muro y alzamos victoriosos los rostros al cielo, como Tim Robbins cuando sale del caño pútrido de Sueños de libertad.

Después de media hora de poner a prueba las vértebras de la espalda, lo que yo quería saber era cómo mi hermano, de cuya frágil memoria dependía el experimento, podía haber obviado este detallecito de su travesía original. “Ahora que lo pienso”, dijo, “tengo idea de que tuvimos que pasar una especie de represita y cargar la canoa”, dijo, usando un diminutivo muy desafortunado para la ocasión. Cada mente es un mundo, me dije. La mía probablemente hubiera fijado con más firmeza ese caño infamemente colocado que la media llena de lentejas.

Minutos después, hacíamos nuestra entrada triunfal en la ciudad de Santa Lucía. Por triunfal me refiero a que nos embarramos en un lodazal del parque frente a los ojos de un automovilista perplejo, cargamos bajo lluvia todos los petates durante 200 metros hasta un club de remo abandonado, se nos unieron dos perros vagabundos que probablemente se hayan sentido identificados por el olor, nos cambiamos la ropa en pleno espacio público, conseguimos un taxi para ir a buscar el auto de mi hermano y media hora después volvimos a cargar todo sobre el vehículo. En ese momento, por supuesto, paró de llover.

Estábamos cansados y húmedos pero exultantes, con una clase de felicidad nueva que anticipaba futuras incursiones similares. Un rato más tarde, mientras disfrutábamos el confort de dos sillas y una mesa en una parrillada, hicimos balance del experimento: 25 años después, era un Santa Lucía de aguas menos cristalinas, con más huellas de la presencia humana y más cercado por la actividad ganadero-agrícola. Seguía siendo, sin embargo, un refugio milagroso a tan poca distancia de la capital, y valía cada kilómetro recorrido.

Muy pronto estábamos subidos a otro vehículo, pasando autos en vez de árboles. Instintivamente, moví un remo imaginario para virar a la izquierda.

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