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Silvina Chemen al finalizar la ceremonia del Bar Mitzvah.

Foto: Guido Piotrkowski

Conseguir un púlpito

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Admiten el aborto, la diversidad y los matrimonios igualitarios y dan clases de educación sexual integral porque opinan —algunas— que “el forro es una prescripción religiosa que preserva la vida”. Son rabinas, mujeres con liderazgo, dotes culturales y carreras universitarias. Desde Argentina y Brasil, cuentan los obstáculos y los prejuicios que tuvieron y tienen que afrontar en un oficio que históricamente fue realizado por varones.

Doce mujeres contra 99 varones. Esa es la proporción de rabinas que hay en América Latina egresadas del Seminario Rabínico Latinoamericano, que fue fundado por el rabino estadounidense Marshall Meyer y es una formación de referencia que se encuentra en la Argentina, el país en el que más mujeres del continente participan en el rabinato. En Uruguay, por ejemplo, no hay ninguna. 

¿Por qué tan pocas mujeres? ¿Por qué, si las imágenes de la madre y la abuela judías tienen tanta potencia, les cuesta tanto acceder al rabinato y, una vez que lo logran, les es difícil conseguir un púlpito desde el que desplegar su potencial de oradoras?

La primera rabina que se ordenó dentro del movimiento conservador masortí en América Latina fue Marguit Baumatz Oelzner, en 1994. Es una mujer alemana que estudió en el Seminario, uno de los principales lugares de egreso de la mayoría de los rabinos y las rabinas. De las 12 recibidas allí, seis son argentinas; el resto proviene de Paraguay, Estados Unidos, Brasil e Israel. 

El Instituto Iberoamericano de Formación Rabínica Reformista, creado en 2017, pertenece a otro movimiento; allí también la primera rabina fue argentina —Ester Silvia Dorfman— y egresó recién el año pasado. Cursó junto a otras dos mujeres que siguen estudiando y están próximas a recibirse.

Sidur.

La mujer y el judaísmo

Hay tres movimientos dentro de la religión judía: el ortodoxo, el reformista y el masortí o conservador. Hacen interpretaciones sobre las leyes judías, la Torá y las celebraciones y acuerdan cuáles son los roles, los derechos y los deberes conferidos a varones y mujeres. 

El movimiento ortodoxo, por ejemplo, no admite la profilaxis (el uso de preservativo durante el acto sexual) porque la Torá define la vida como el valor supremo. Tampoco permite a las mujeres conducir los rituales del mundo espiritual. La esfera más adecuada para ellas es la familiar, con la crianza de los hijos y las hijas. 

Marisa Picardo Martin explica en “La mujer y el judaísmo” (su tesis de la Licenciatura en Ciencias Sociales de la Universidad de la República) que el movimiento reformista nació en Alemania en el siglo XIX, como reacción a su antecesor. Los judíos tuvieron la necesidad de adaptarse a la sociedad y a los cambios contemporáneos, y por eso propusieron dejar de usar la Kipá (gorro religioso), establecieron que varones y mujeres compartan un espacio común en los servicios ceremoniales y reconocieron los mismos derechos y obligaciones rituales. Proclaman una profunda convicción en la interpretación individual y ética de las personas sobre las leyes judías.

Con la idea de que el reformismo hizo concesiones excesivas a la Modernidad nació en Estados Unidos el movimiento masortí o conservador, que coincide en adecuar el judaísmo al mundo actual pero responde a las leyes de la Torá, que exigen que los cambios sean consultados y discutidos con un comité. Y, si bien comparten con los reformistas la igualdad de derechos y deberes entre varones y mujeres, conservan la tradición de los rituales religiosos. 

Silvina Chemen oficiando durante la ceremonia de un Bar Mitzvah en el Templo Bet El.

Silvina Chemen, la religión y los cambios

Silvina Chemen, la décima rabina que egresó del Seminario Rabínico Latinoamericano del movimiento masortí conservador, vive en la ciudad de Buenos Aires. Tiene 61 años y de sus palabras se desprende que no duda de sus conceptos, que se defienden con la espiritualidad y el oficio. Acaba de salir de una clase con una niña que tiene dislexia: trabajan a través del canto para facilitarle la lectura y su forma de expresarse. Fotos de Silvina con el papa Francisco y de sus hijos en ceremonias religiosas se entremezclan en una biblioteca repleta de libros. Sobre el sillón hay un shofar (una especie de cuerno que suena como un trombón). Se trata de un instrumento religioso mencionado en la Torá que requiere una gran capacidad respiratoria. Ella lo tocará al finalizar la entrevista como si no costara esfuerzo.

Chemen creció en plena dictadura cívico-militar y describe a su familia como “no involucrada con los movimientos sociales y con un susto atroz”. “Lo único que me dejaban hacer era estar en la sinagoga. Como canto y toco instrumentos, les era funcional. Sé hebreo, tengo características de liderazgo y necesitaban a una chica que supiera manejar a la gente y la plegaria”, recuerda. 

A los 12 años fue su Bat Mitzvah, que en hebreo significa ‘hijo del deber’ y es una ceremonia que los varones realizan a los 13 años y las mujeres a los 12. Allí asumen las obligaciones morales y religiosas de un adulto y cumplen “dos mandamientos”: estrenan los tefilín (cintas que contienen las escrituras sagradas y que se colocan alrededor de la cabeza y los brazos) y leen la Torá por primera vez. 

A sus 13 años, Chemen ya enseñaba el texto bíblico, tocaba instrumentos y cantaba con una voz distinguida. “Empecé a ser maestra de la tradición judía, después me especialicé en la Biblia, en hebreo. Los rabinos se iban tranquilos de vacaciones y me dejaban en el púlpito”, cuenta en su lugar de trabajo dentro de la comunidad Bet El, donde oficia de rabina junto con otros dos rabinos, Daniel Goldman y Jordan Raber. 

Lectura del Sidur o libro de oraciones diarias durante una ceremonia.

Además de dar clases y participar en todas las ceremonias religiosas, la rabina tiene púlpito, ese lugar que reviste cierto poder —tradicionalmente ocupado por varones rabinos—, desde el que se da un mensaje a la comunidad que se representa.

Bet El fue la primera comunidad con escuela maternal y primaria, trilingüe, del movimiento masortí, y también fue creada por el rabino estadounidense Marshall Meyer. La rabina dedicará varias palabras a este referente religioso que llegó a la Argentina en los años sesenta y decidió conformar esa comunidad, además del ya mencionado Seminario Rabínico Latinoamericano.

Cuenta que Meyer profesaba un tipo de religiosidad más vinculada a los derechos humanos, a la juventud, a lo cultural y artístico, además de impartir una educación judaica. La historia y sus palabras dan cuenta de que debajo del púlpito en el que ella oficia, en Bet El, había una habitación secreta en la que se encontraron copias de habeas corpus de desaparecidos durante la última dictadura militar argentina, ocurrida entre 1976 y 1983. Esos documentos, que solían perderse en las instituciones ante las que eran presentados y fueron preservados por Meyer, sirvieron para testimoniar las desapariciones y la existencia de centros clandestinos de detención y fueron usados como prueba en el juicio a las juntas militares. Meyer mismo formó parte de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.

Ubicada en el barrio porteño Belgrano R, una zona de casas lujosas y silencios majestuosos en la que sólo se percibe el sonido del follaje, Bet El ocupa una media manzana rodeada por un paredón de hormigón custodiado por pilotes de cemento con una puerta blindada en la entrada. Desde un ventanal polarizado, una persona chequea la identidad del visitante y permite, o no, el acceso. Esta vigilancia estricta que se repite en todas las comunidades judías de la Argentina es la incómoda herencia que dejó el atentado contra la Asociación Mutual Israelita Argentina ocurrido el 18 de julio de 1994, en el que murieron 85 personas y 300 resultaron heridas. Esa atrocidad sucedió en un país que alberga a la sexta mayor comunidad judía del mundo: al menos 300.000 personas, 80% de las cuales vive en la ciudad de Buenos Aires.

Un joven judío pasea la Torá alrededor del templo durante la ceremonia de su Bar Mitzvah.

Chemen se recibió de rabina a los 43 años, en 2006, cuando uno de sus hijos, hoy de 26 años, había cumplido tres. “El día que egresé vinieron todos a los que les hice el Bat Mitzvah, a los que casé. Mi título es un post, fue una legitimación de lo que ya era”, recuerda. Su compañero, Héctor Shalom, psicoanalista y actual director del Centro Ana Frank Argentina, la acompañó en esa y otras travesías mientras sus hijos acudían a escuelas Waldorf durante su estadía en Israel.

Tomó conciencia de que la proclama de igualdad de género empezaba a ser un problema cuando arrancó a estudiar en el Seminario. “Yo era una mina ya formada y era un problema porque no cumplía con ningún requisito de la primera época: ser sumisa, callarte la boca y ocupar los lugares que no te gustan con tal de que te den un espacio”, dice. “Cuando un profesor elige un texto, está dando un mensaje. Y si el contenido va en contra de las mujeres, está asumiendo una postura. Yo no me puedo quedar callada; por eso tuve algunos encontronazos con ellos y con mis compañeros”.

En las religiones, todo se trata de interpretaciones. Ella niega rotundamente que la Torá y las leyes judías eximan o dispensen a la mujer de ejercer el rabinato. “En ningún lado dice nada de eso. Un solo tipo dijo, en el año 2000, que la voz de la mujer despierta el deseo sexual y de ahí algunos dijeron que toda la tradición judía piensa que las mujeres no podemos cantar en el púlpito, pero son interpretaciones”. Los obstáculos y los prejuicios también se despertaron al subirse a un púlpito y dirigirse a la comunidad. Algunas personas le decían que les era un poco difícil ver a una figura femenina en ese lugar. “Una mujer hermosa, odontóloga, con pantalones desflecados, o sea, no una mujer de otra época, me dijo: ‘Me encanta lo que decís, pero no puedo mirarte’, y tuve que aprender algunas cosas”. Hoy cree que hay dos maneras de instalar los cambios sociales: una es “a las trompadas y violentamente” y la otra, “con mucho amor y respeto por los procesos de la gente”. “La gente necesita tiempo para los procesos de cambio y yo sabía que si abrazaba esas pequeñísimas dificultades me mirarían más allá del cuerpo, porque yo tengo algo para decir, y para eso necesité tiempo”.

Así que decidió “ser cuidadosa” con su vestimenta y no usar el kipá, que las mujeres no usan porque está muy ligado al varón. Y dice estar profundamente agradecida a la primera rabina, Margit Oelzner, porque “desmalezó un terreno muy difícil”. “Ella nunca tuvo un púlpito, siempre tuvo lugares más secundarios, era una mujer más grande”.

Silvina Chemen en su oficina de Bet El

Al pensar la razón por la que sólo hay 12 rabinas de este movimiento en toda América Latina, evita hablar directamente de patriarcado, machismo y discriminación contra la mujer. Tiene la certeza de que la suya es una tarea muy comprometida. “Estás 24/7 disponible para lo que la congregación necesita; la gente se muere a cualquier hora, se desespera en cualquier horario, se casa cualquier día de la semana, en cualquier horario del fin de semana”. Pensando hacia atrás, al revivir sus experiencias pasadas, admite que es y fue afortunada en el acompañamiento que tuvo, algo que no tienen por delante la mayoría de las mujeres que deciden tomar ese camino espiritual. “Pero también fui bastante firme en mis posiciones, tenía en claro cuáles eran mis innegociables. Por eso no sufrí”. Asegura que hoy aún hay mujeres relegadas a los espacios que los rabinos no quieren ocupar, como los rezos de las siete y media de la mañana y los cursos muy tarde con adultos mayores. “Sufren mucho”, dice.

Esa buena fortuna en el acompañamiento le sirvió para no padecer por su condición de mujer. Dice que nunca se queda en los lugares donde no la tratan bien y tuvo la oportunidad de elegir. Por esa razón, dice, está de acuerdo con que uno de los requisitos para estudiar el rabinato sea que todos los aspirantes —rabinos y rabinas— tengan además una profesión universitaria. “Porque si vos no tenés una comunidad, tenés que tener de qué comer”.

Chemen estudió Comunicación Social, el profesorado de hebreo, la Biblia, realizó posgrados en dirección de organizaciones comunitarias y aprendió varios idiomas. Y, aunque conoce los obstáculos que se le presentan a la mujer que quiere ocupar un espacio de poder y los vivió en persona, confía en la riqueza de lo compartido. “¿Sabés qué lindo es cuando una congregación puede ser dirigida por lo masculino y lo femenino? Es una hermosura, un liderazgo complementario”.

Tampoco duda de que el feminismo haya influido en la apertura de los espacios que fue ganando la mujer. Si la tradición religiosa no camina con los movimientos sociales, que van generando nuevas lecturas de lo humano, de lo social, del cuerpo, se mueren, se secan. “La interpretación que profeso del judaísmo y que tiene esta comunidad a la que pertenezco tiene las puertas abiertas a todos, tiene una ceremonia para casamientos igualitarios, además de que la tradición judía siempre aceptó el aborto. No desde la mirada feliz, porque la vida es un valor supremo, pero si la madre y el niño están en riesgo, se salva a la madre”.

Sarina Vitas durante una clase para adultas mayores en la comunidad Amijai.

Como rabina no habla de aborto, sino que imparte la educación sexual integral, el cuidado, el respeto del cuerpo y del propio deseo. “Hoy en día, con las enfermedades de transmisión sexual y otras, el forro es una prescripción religiosa, porque preserva la vida”, dice.

Sarina Vitas: “En esta casa todo es al revés”

“Me crie en un ámbito con impronta de igualdad entre hombres y mujeres, con importante participación familiar, de la plegaria y el mundo comunitario, muy sensible a la demanda de los jóvenes”, recuerda Sarina Vitas en un aula de la comunidad Amijai, ubicada en pleno Barrio Chino de Belgrano, en Buenos Aires, donde oficia como rabina pero sin púlpito.

Sus hijos concurren a la comunidad Bet El y ha compartido momentos con Chemen, además de tener una infancia vinculada al quehacer comunitario.

Vitas tiene 53 años y en su perfil de LinkedIn se describe como la primera rabina de América Latina (con púlpito) y actual vicepresidenta ejecutiva de la Asamblea Rabínica Latinoamericana. Ofrece “coaching para la vida”, se describe con los conceptos de diversidad e inclusión y menciona que asesora a instituciones, grupos y equipos de trabajo en temas de historia, tradición, valores y cultura judíos. 

Creció en una familia sefaradí tradicionalista, con una madre ama de casa y un papá ingeniero, un hogar en el que el espacio espiritual era inexistente para la mujer. Sin embargo, sus padres eligieron la comunidad Bet El para ella y su hermana porque era el espacio que quedaba más cerca para celebrar el Shabat, la festividad que honra como sagrado el séptimo día —que en el calendario hebreo comienza el viernes y continúa el sábado— y se festeja con la abstención laboral. Ella se define como la oveja negra de la familia, porque nadie más se abocó a la espiritualidad. A la mañana iba al colegio o la facultad y a la tarde organizaba celebraciones como Rosh Hashaná (Año Nuevo judío), Yom Kipur o Bat Mitzvah. “Me recibí como rabina en 2002, fui la sexta en América Latina, y me acompañaron otras tres, que fueron la quinta y la cuarta”, detalla.

Fernanda Tomchinsky durante su graduación como rabina. Foto: Leonardo Kremenchuzky.

Se casó a los 28 años. Por exigencias de su formación rabínica, cuando tenía 31 estudió un año en Israel mientras su compañero trabajaba en Buenos Aires. “Alguien me tenía que mantener”, agrega como algo obvio. Hasta ese entonces aún no tenían hijos. Consiguió el título universitario exigido para el rabinato estudiando la Licenciatura en Relaciones Públicas de la Universidad Argentina de la Empresa, y cuando se refiere a ciertos obstáculos para desarrollarse profesionalmente dentro del ámbito religioso admite que “cuando estudiamos, todos somos compañeros, pero para acceder al espacio laboral sigue siendo un lugar comunitario inmerso en la sociedad argentina... machista”.

Tanto la estadounidense Analía Borts como la paraguaya Sandra Kochman, egresadas del seminario religioso, tuvieron que emigrar a Chile e Israel, respectivamente, porque ni en sus países de origen ni en la Argentina se les abrían caminos para tener un púlpito y una comunidad a cargo. “Yo tenía todas las credenciales: el coach, era conocida, estuve más de 15 años en una comunidad que me vio crecer, estudiar, recibirme. Pero después, el lugar de autoridad es otro espacio a conquistar y cuesta”, dice Vitas.

Una vez recibida, trabajó dos años en la comunidad Bet Hilel, en el barrio porteño Palermo, su comunidad madre, pero para desarrollar su vocación rabínica se tuvo que ir. “Nunca iba a crecer ahí, primero porque había un rabino que tenía años invertidos. El rabino era él”, enfatiza. “Y, si bien puede haber varios, tenés que saber dar lugar a otros y que la estructura comunitaria lo admita”.

En ese entonces, hace 20 años, la Asociación Israelita de Paraná, en la provincia de Entre Ríos, “se animó” a contratarla. Ahí rompió el paradigma: se convirtió en la primera rabina de América Latina que tuvo una comunidad a su cargo, con púlpito. “Fue mucho más fácil porque tuve el apoyo de una dirigencia que dijo que sí, en contra de lo que a veces decía la comunidad: ‘Todo es nuevo, raro, yo no acuerdo, pero te acompaño’”.

Sarina Vitas en la puerta del Templo Amijai

Con el tiempo la comunidad fue bajando el velo de la imagen sacralizada del varón en el púlpito y empezó a escuchar el mensaje rabínico. “Se dieron cuenta de que el rol no tiene que ver con el género sino con el lugar que ocupás educando, predicando con el ejemplo. Entendieron que el rabino también está en el aula con los chicos o tirado en la pileta jugando”.

Todo llevó esfuerzo y desarraigo familiar. Su compañero se quedó trabajando en Buenos Aires en su pequeña empresa metalúrgica e iba a verla los fines de semana. Después de cinco años, Vitas regresó a la capital a vivir y viajaba los fines de semana a Paraná. Entonces una comunidad del barrio porteño Flores la contrató como rabina y allí trabajó diez años, hasta que comenzó la pandemia y se desvinculó. “Logré mantenerme presente a través de la virtualidad. No tenía comunidad, no tenía púlpito, pero la virtualidad nos llevó a todos a estar presentes; me generé un perfil de rabina independiente, aunque sigo estando en ambas comunidades y viajo por festividades”.

Aunque ya impartía talleres en la comunidad Amijai, este año comenzó a formar parte del equipo rabínico del lugar. Si bien actualmente no tiene una oficina ni púlpito, da clases llamadas “Ladies Torá” que se replican en su Instagram, desde donde también invita a encuentros de cine y mindfulness en su hogar para mujeres y familias. “Ni Silvina [Chemen] ni yo somos feministas, pero entiendo que nuestro recorrido es por una cuestión de equidad, no de feminismo. No voy por todas las mujeres con todos los derechos y las obligaciones: sólo pedimos un 50 y un 50”.

Cuando habla de su familia se refiere a un modelo “raro”. “Tuve mucho apoyo familiar, sostén. Cuando invito a la gente por un Shabat, yo estoy sentada y mi marido en la cocina. Él es quien trae la comida. Un día un nene me dijo: ‘En esta casa todo es al revés’”.

Un practicante exhibe la Torá luego de su lectura y antes de volver a ser guardada.

Fernanda Tomchinsky, Brasil contracultural

Fernanda Tomchinsky nació en San Pablo en 1986; tiene 37 años y se ordenó como rabina a los 30, también egresada del Seminario Rabínico. Habla con fluidez el idioma español, con una tonada porteña, como los nacidos en la ciudad de Buenos Aires, porque, según cuenta, vivió tres años allí y se casó con un porteño. “Fui la primera brasileña que se ordenó en el Seminario, pero ya había rabinas que ejercieron en mi país y luego se fueron”. Hoy hay otra mujer que está próxima a recibirse y dos más que están estudiando en el Instituto Reformista. “Ya somos un grupito”, dice a Lento a través de una comunicación vía Zoom con una sonrisa de alivio.

Su contacto con el mundo cultural judío fue a través de un coro, ya que su familia no es practicante. Ella se sintió bien allí, e incluso conoció a una rabina que fue su ejemplo inspirador. “Me di cuenta de que podía ser rabina porque conocí a una, si no nunca hubiera pensado que eso era algo interesante o posible”.

Tomchinsky estudió Psicología en la Universidad de San Pablo y viajó a Israel y Estados Unidos para decidir cuál sería el mejor lugar para vivir y estudiar. Finalmente optó por Argentina, tras coincidir con su compañero en la conveniencia de estar en el país más cercano a Brasil. “Al final del seminario, cuando viajé a Israel, fui con una de mis hijas de un año e hice 17 cursos con ella. Fue una gimnasia importante, me costó bastante. Tuve mucha suerte: tenía a una amiga que me cocinaba y me lavaba la ropa a la que yo le decía ‘mamá’. Mi hija estaba en una guardería y después con una niñera. Al final volví antes del año y di unas materias acá”.

Su primera experiencia laboral como rabina en San Pablo tampoco fue tan amable. Formó parte de la Congregación Israelita Paulista, donde ya había oficiado una mujer, que no usaba su título pero figuraba como directora de esa comunidad. “No fue fácil, hubo momentos complicados, gente que salió de la comunidad, aunque otros se sumaron. Algunas veces me decían: ‘Acá vos no podés participar’. Como por ejemplo en los entierros, donde no podía oficiar porque estaban los ortodoxos, que consideraban que era un momento demasiado sensible para la gente como para que una mujer hiciera el servicio. Me explicaban que las personas no estaban acostumbradas y les podía hacer ruido. Al principio lo entendí, pero eso quedó establecido y nunca se revirtió esa decisión”. Fernanda recuerda que en esa congregación la mayoría de las veces no tenía púlpito, porque había dos rabinos seniors. “En un mes de cuatro semanas, se dividían dos y dos y yo me quedaba donde faltaba, no es que hacían una rotación equilibrada”.

En la comunidad actual, Shalom, donde trabaja como rabina y tiene púlpito, logró encontrar un lugar de trabajo con respeto. “Acá ya trabajaron rabinas y tienen incorporado el lugar de la mujer”.

Hace un año y medio se revirtió la prohibición sobre los oficios de rabinas en los cementerios y parte del camino se allanó, aunque muchas personas aún describen a Tomchinsky como “contracultural”. “Dicen que estoy rompiendo cosas; algunos opinan que está bien y otros que no. Yo creo que el lugar es el del trabajo y el de una responsabilidad: mostrar a la gente que sí se puede y de otra manera también; así como los varones traen algo, las mujeres tienen otra cosa diferente que puede ayudar al crecimiento de todo el pueblo judío”.

Daniel Dolinsky en la rambla de Montevideo. Foto: s/d de autor.

Daniel Dolinsky y la falta de rabinas en Uruguay

En Uruguay, a diferencia de Argentina, Chile y Brasil, no hay rabinas. “El Uruguay es muy liberal para muchas cosas pero muy conservador para otras. En la dialéctica es un país laico y progresista, pero el uruguayo es de cambio lento, porque el statu quo es valioso. Los estereotipos de modelos sociales y familiares no son tan fáciles de romper”, señala, en charla con Lento, el rabino argentino Daniel Dolinsky, a cargo de la única comunidad “igualitaria y liberal” del movimiento masortí que existe en ese país, la NCI.

Dolinsky tiene 54 años y, tras estudiar para ser contador, se recibió en 2002, a sus 30 años, en el Seminario Rabínico. Hace nueve meses cruzó a Uruguay, después de haber ejercido como rabino en comunidades conservadoras de la ciudad de Buenos Aires y la provincia de Santa Fe. Dice que la propuesta le representó “un gran desafío”.

Este rabino cree que el judaísmo tiene una poderosa forma de visualizar lo colectivo, lo comunitario. “Soy un convencido de que la tradición judía tiene que ser muy militante en la sociedad, tratar de traer esos valores, la ética y prácticas y ofrendarlas a la sociedad e interactuar con otras miradas religiosas, espirituales, políticas, sociales, y con todo eso generar una sociedad mejor”.

Dolinsky destaca que Uruguay todavía no tuvo una presidenta mujer. “No hay duda de que en este país podría haber una mujer presidenta, ellas conducen millones de cosas, pero hay algunos roles ligados a cambios que son lentos. Y la comunidad judía es un reflejo también de la sociedad. Todos están de acuerdo en que podría haber una rabina, pero no la hay porque tampoco hay mucha liberalidad en el mundo judío”, admite el rabino, que porta su kipá. Habla de “militar permanentemente por esos cambios”. Tiene que haber rabinas porque “es legítimo, es válido, es correcto y muy importante el aporte que hacemos varones y mujeres a la construcción de la ideología de la sociedad”, asegura, y cuenta que suele invitar a las rabinas argentinas a la NCI, una práctica que es bien vista, pero… “Como si ahí estuviera el delgado límite de ‘cada tanto sí, permanentemente no’. ¿Por qué? No tengo la respuesta”.

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