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Autorretrato en México, Anhelo Hernández. Óleo sobre tela, 1981.

Un registro apasionado de otro tiempo

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Tacuarembó, una ciudad rodeada por tierra en el norte de Uruguay, es una isla misteriosa. Muchos se preguntan qué hay en su agua, en su aire, que hace que allí germinen tantos artistas valiosos. Fue la tierra de Washington Bocha Benavides, escritor y generoso docente, alma mater del Grupo de Tacuarembó, de donde surgió un trío de Eduardos que dio que hablar: Larbanois, Milán, Darnauchans; y también donde Circe Maia escribió sus mejores poemas. Si bien el misticismo seduce, la explicación parece ser más materialista, aunque teñida por la casualidad. Para Benavides, la culpa la tuvieron la guerra civil española y un puñado de extraños docentes.

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Buscarás, no una sabiduría de lo alto, sino un registro apasionado de otro tiempo (no del tuyo) un catastro de sueños, una antesala ruidosa. Washington Benavides

Fines de los años 1940. Quienes están apostados en el patio del liceo de Tacuarembó, al rayo del sol o a la sombra del ibirapitá, empiezan a percibir los cascos de un caballo y luego un suave tintineo. Las enormes ruedas se deslizan presurosas por la calle de tierra. El carro de lechero se acerca veloz. Se detiene a metros de la puerta y todos enmudecen al ver que del pescante desciende Anhelo Hernández, profesor de Dibujo.

Resulta que Anhelo estaba en su casa y notó que llegaba tarde a dar clases. En ese momento tocó la puerta el lechero, por lo que no tuvo mejor idea que treparse al carro con el que repartía y atravesar las 15 cuadras que lo separaban del liceo al ritmo del galope del caballo. El acontecimiento generó tal escándalo en el pueblo que se relató por años: el ejemplo de lo que era capaz de hacer un montevideano loco y bohemio, que ya generaba suspicacias porque su esposa usaba pantalones.

Con 21 años, Anhelo Hernández era el profesor más joven del liceo de Tacuarembó cuando decidió radicarse en el departamento. Allí, el docente que llegaba de la capital, donde era un discípulo destacado de Joaquín Torres García, figura principal del constructivismo, se dedicó a enseñar Dibujo. Y se unió al Partido Comunista.

Hernández era muy querido por los estudiantes, exponía sus trabajos y permitía que lo consultaran fuera de hora, sin imponer la distancia a la que estaban acostumbrados. Su casa era como un centro cultural: “papá y mamá eran jóvenes, entonces vivieron rodeados de jóvenes. Los alumnos de papá iban a casa a comer asado y hacer cantarolas”, dice Moriana Hernández. Quien siempre aparecía en las reuniones era el futuro poeta Walter Ortiz y Ayala, secundado por un infaltable Washington Benavides.

Fue el Bocha, que con el tiempo se volvería una voz mayor de la poesía uruguaya, quien no se cansó de repetir en entrevistas que Tacuarembó fue un arquetipo de lo que llamaba la “carrera de postas del arte”: un creador le pasa el tutor a otro a través de la enseñanza. Porque para él nada salía de la nada.

Junto con otros ilustres valientes que se instalaron en Tacuarembó entre los 1940 y los 1950, Hernández sería una figura clave para la cultura del departamento en los años venideros. A él se sumaron José Tomás Mujica, músico de origen vasco, medalla de oro del conservatorio de Madrid; Julio Castro Álvarez, uruguayo que emigró a España y estudió teatro con Margarita Xirgu; y Walter Domingo, arquitecto nacido en Montevideo, creador en Tacuarembó de los Centros de Barrio, únicos en Latinoamérica.

Llegaban huyendo del franquismo español, por falta de libertad, o desde la capital uruguaya, por falta de trabajo. ¿Por qué eligieron Tacuarembó? “No sé, a veces se dan esas cosas, porque no era un foco de nada. No había televisión, había un par de radios, unos clubes. Era un departamento ganadero con poca población y llegar hasta allá era un incordio”, cuenta el hijo del Bocha, Pablo Benavídez (así está el apellido en las actas, su padre se había tomado una licencia poética consigo mismo al usar la ese final, “a la brasilera”, como dijo alguna vez).

Además de fundar grupos de teatro, planificar edificios públicos y dirigir conservatorios, aquellos extraños personajes también fueron docentes, en talleres particulares y en el liceo local. Allí sus conocimientos fueron devorados por estudiantes como Benavides. Según su hijo, se encontraron con una generación ávida de ver algo diferente, a la que le rompió la cabeza que, en una ciudad en el medio del campo, en un departamento aislado y alejado de Montevideo, arribara gente que tenía tanto mundo, contactos e ideas del teatro, la música, la pintura.

La misma tierra pisando

La ciudad de Tacuarembó hoy: casas amarillas, rosadas, naranjas, con persianas bajas o rejas; calles muy estrechas y arboladas, repletas de ruidosas motos y de autos, al punto que el espacio para circular es ínfimo cuando hay varios vehículos estacionados. Se perfilan iglesias, comercios vidriados en las esquinas. Podría ser un barrio cualquiera de Montevideo.

Todos parecen conocerse, pero no solo por ser vecinos; recuerdan a los familiares y antepasados de otros a un punto que parece remontarse al principio de los tiempos. Así, están en la memoria de todos el Polo, que tenía una cantina en la cancha de bochas, o el Papi, con su herrería, mientras que un Arturo es identificado por un tal Ángel porque sus hermanos tomaron la primera comunión junto a él en la parroquia San José.

La ciudad de Tacuarembó es muy pequeña, todo allí está a dos pasos, lo que hace aún más extremo el hecho demográfico de que en las escasas manzanas que la conforman hayan prosperado tantas figuras de la cultura uruguaya. La primera persona que me cruzo en la calle es un hijo de Circe Maia, que se entretiene hablando sobre la íntima amistad que ella mantenía con Benavides y los equívocos de su editorial cuando comenzaron a publicar sus poemas. Así, cuando en uno de ellos Circe se refiere al Tacuarembó de su niñez, confundieron su “borroso” con “barroso”, mientras que el afamado “la pesadora de perlas” se volvió “la pescadora de perlas”.

Otra de las personas con las que hablo, Manuel Marrero, recuerda un Tacuarembó distinto hace 60 años: rutinario, pueblerino, tranquilo. Le viene a la memoria la radio Zorrilla de San Martín y los medios de prensa La Voz del Pueblo e Informaciones. Las actividades culturales pasaban por dos clubes sociales, el Democrático y el Tacuarembó, donde se armaban bailes e iban orquestas, a los que se sumaban los cines Rex y City. Los números musicales eran esporádicos.

Marrero es ingeniero agrónomo jubilado. Un puñado de finas arrugas le recorren la cara, donde conserva algunos pelos oscuros. Trabajó dando clases y en establecimientos de producción lechera, tareas que retomó cuando salió de la cárcel en la que cayó en 1972 por razones políticas. Ahora, a sus 79, disfruta de sus nietas, de su huerta orgánica, e integra una red de productores de semillas. Considera que la literatura forma parte de su personalidad, y mucho de eso se lo debe a quienes lo asombraron con novelas y poemas en su época liceal. Porque ese Tacuarembó dormido que recuerda Marrero pronto se iba a despabilar.

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El salón era luminoso, con amplias ventanas. Los alumnos estaban sentados en bancos de hierro y madera. En el fondo, un ancho pizarrón, y delante de él, sobre un escalón, el escritorio del profesor. De repente, Julio Castro Álvarez —estatura promedio, nariz aguileña, mirada despejada— se bajó de su silla, descendió el escalón y, frente a sus alumnos, comenzó a actuar las escenas de Fuenteovejuna, de Lope de Vega, el texto que tocaba en sus clases de Literatura. Primero interpretaba a un personaje. Luego, daba un par de pasos hacia adelante, se giraba, y hacía la voz y los gestos del personaje con el que dialogaba. Con Castro Álvarez era difícil distinguir la frontera entre persona y personaje, nunca se sabía del todo cuándo dejaba de actuar. Así lo recuerda Abascal.

Ver y entender, Anhelo Hernández. Acrílico sobre tela, 2007.

Abascal tiene el pelo completamente blanco, bigote poblado, habla con voz calma y pausada. No dice su edad y solo suelta que es “muy viejo”, aunque aclara que no llegó a los 80. De nombre Winston (como Churchill, explica), es un cirujano jubilado. Hace más de cinco décadas fue alumno de varios de esos marcianos que cayeron en Tacuarembó. Sin ellos, se hubiera dedicado solo a la profesión, pero cultivó un interés por la música clásica, la literatura y la filosofía que mantiene hasta hoy: “Nos abrieron una ventana al mundo”.

Aunque daba clases de Literatura e Historia en el liceo, lo de Julio Castro Álvarez era el teatro. Tras regresar de España con una rica formación, impulsó, en 1947, el nacimiento de la Federación Uruguaya de Teatros Independientes, una asociación renovadora para la época, que aún se mantiene activa y vital. Instalado en “la polvorienta” —así la llamaba Benavides—, creó un grupo con el pomposo nombre de Teatro Experimental Universitario de Tacuarembó (cabe aclarar que no había universidad en el departamento).

Lo apodaban Gallego, por el acento que se le había impregnado tras años de vivir en España, aunque había nacido en Montevideo. Marrero no fue su alumno, pero mantuvo un vínculo con él a través de la militancia. Junto con la docente Celia Ortiz, Castro Álvarez se dedicaba a conversar con los estudiantes. En un momento de efervescencia, como eran los inicios de los 1960, sus ideas estaban influidas por la reciente revolución cubana. “Ellos fueron de mucha ayuda por los pensamientos que nos acercaban. Nos escuchaban, nos daban su opinión”, dice. A raíz de estas conversaciones, surgió en el liceo la Asociación de Estudiantes General Artigas, una alternativa progresista ante el ya existente Centro de Estudiantes Liceales de Tacuarembó.

Un catastro de sueños

El vasco José Tomás Mujica trabajó como profesor de Cultura Musical en el liceo. Marrero y Abascal fueron sus alumnos cuando ya era mayor, cerca de retirarse. Además, su materia era considerada accesoria, porque la calificación no afectaba el pasaje de grado. Así, mientras Abascal lo recuerda serio, sentado al piano, enseñando las notas, Marrero rememora que él, junto con otros alumnos, se dedicaban a “hacerle la vida imposible” hasta que al profesor se le caía la dentadura postiza por la bronca.

Pero no hay que dejarse engañar por esta imagen debilitada. Pensemos antes en dos nombres. Abel Carlevaro, un músico revolucionario, que vio el futuro de la guitarra, creó un nuevo instrumento y se posicionó como uno de los guitarristas fundamentales del siglo XX a nivel mundial. Héctor Tosar, un artista para el que la expresividad lo era todo, que compuso pocas obras pero recordadas, que apostó por una creación musical que no fuera para las élites y le ofreció un marco teórico a la música atonal. Ambos uruguayos, ambos alumnos de Mujica en Montevideo.

Cuando llegó a Uruguay huyendo del franquismo, Mujica ya era un prestigioso compositor. En Tacuarembó, asumió como director del Conservatorio Municipal de Música, donde también dio clases Jacobo Gurevich, violinista del Sodre. Fue, además, profesor de coros, donde tuvo como aplicado estudiante a Washington Benavides. “Papá siempre lo mencionaba como alguien que le abrió la cabeza con respecto a la importancia de la música, formarse, no descartar nada, ser tipo esponja”, dice Pablo Benavídez.

En su época fue considerado maestro de maestros, y cuando vivió en Tacuarembó formó al virtuoso bandoneonista René Marino Rivero y al pianista Héctor Gustavo Escayola, que dirigió varias orquestas de jazz en Europa. Para Washington Benavides también fue una figura relevante porque fomentó que la música culta se vinculara con lo popular, algo que sería clave en su obra y sus enseñanzas.

Además de estos popes que venían de afuera, hubo un profesor nacido en Tacuarembó que también marcó a fuego a los jóvenes de la época: Francisco Gravina, que daba clases de Literatura en el liceo. Marrero lo recuerda como un docente a la antigua: él hablaba y los estudiantes escuchaban. “Pero cuando hablaba no volaba una mosca, porque te atrapaba, no solo porque para nosotros sabía mucho, sino que se compenetraba con lo que decía, te hacía vivir las escenas del tema que estaba dando”, dice.

Llegó un momento en que estos adolescentes charlaban sobre temas literarios en sus reuniones, y se comunicaban con oraciones de cuentos y novelas, o líneas de poesía. “Cada uno adoptaba frases que estaban en los libros cuando hablábamos. Por ejemplo: ‘¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes!’, como decía Homero. Eran los temas de conversación”, dice Abascal.

Triunfo de los vencidos

Si estos personajes que cayeron en Tacuarembó eran unos marcianos, El Hongo era su ovni. Al menos eso parece a la distancia: un plato volador. Cuando uno se acerca lo suficiente se ve como un pétalo blanco e intimida por su tamaño: las personas lucen diminutas a su sombra. También sorprende el improbable equilibrio que lo sostiene, con una superficie circular enorme como techo, solo apoyada en una pequeña base de cemento por el centro. Es el monumento que ideó Walter Domingo cuando en 1953 el intendente Raúl Goyenola le pidió crear algo que permaneciera en el tiempo. Hoy es uno de los emblemas de Tacuarembó, y marca que se llegó al Centro de Barrio Nº 3.

Walter Domingo, arquitecto, se fue a Tacuarembó por amor en 1950, y por amor se quedó hasta 1962. Si bien fue profesor de Dibujo en el liceo de la ciudad, su principal contribución a la cultura del departamento fueron los Centros de Barrio. Estos establecimientos se instalaban en lugares periféricos, donde aún se mantienen, y con ellos buscaba apoyar la actividad diaria de los vecinos, pero también ofrecerles deportes, cine, música y literatura. En el presente hay ocho en Tacuarembó y la idea pionera de Domingo se replicó en otros puntos del país y de América.

Aunque no es tan icónico como El Hongo, el primer centro construido fue en el barrio Ferrocarril. Hoy cuenta con varias instalaciones pintadas de colores vivos separadas entre sí por un patio amplio con durazneros y plantas de flores rosadas. Hay un anfiteatro, dos canchas, una biblioteca, un comedor, una policlínica y un lavadero, donde Olira —bajita, de tez oscura y pelo negro— sigue lavando ropa a mano en piletas de cemento, como lo hacía hace 40 años. Está muy tranquilo a las 3 y 25 de la tarde de un lunes. Solo un par de jóvenes —uno con remera de Peñarol, el otro sin remera— escuchan trap sentados en un murito.

Aníbal Juliano, que custodia el predio, dice que el movimiento comenzará sobre la tarde, cuando lleguen los asistentes a los cursos y empiecen las prácticas de deportes. Agrega que en el verano se abre una piscina para los vecinos y que desde el lugar se cocina para 500 personas, incluyendo los vecinos de otros centros. Como es nuevo en su puesto, me recomienda hablar con Mirta, presidenta de la comisión, que vive enfrente.

Mirta Graciela Laborde Molli (así se presenta) tiene desparramados en su living decenas de bidones de plástico cortados y decorados con brillantina y goma eva. Son para el árbol de Navidad que va a armar en el Centro de Barrio esta tarde con materiales reciclados. Es maestra jubilada, su familia ha estado vinculada con la institución desde hace décadas y su abuelo era cercano a Walter Domingo, el arquitecto.

Cuenta que cuando se creó el centro, aún había casas de barro y techo de paja en la zona, que en el patio del establecimiento los vecinos instalaban mesas y vendían el fruto de sus quintas, que había también una carnicería y un almacén de la antigua Subsistencias, donde se podía comprar alimentos a precio de costo. Cuenta que el espacio de los lavaderos era mucho más amplio que ahora y que también había un salón donde se cuidaba a los hijos de las lavanderas, que había una canilla a la que los vecinos recurrían, ya que muchos no tenían agua corriente, al igual que con las duchas, detrás de las que se formaban largas filas. También cuenta que Domingo, con su fuerte compromiso social, no olvidó la cultura, y allí había una biblioteca y un anfiteatro, donde proyectaban cine y se hacían espectáculos musicales.

La pensativa, Anhelo Hernández. Óleo sobre tela, 2002.

Ya vendrán a enseñarte los maestros

Varios de los artistas llegados a la pacífica Tacuarembó se aferraron a la vida grupal, trabaron amistad y colaboraron entre sí. Fue Walter Domingo quien invitó a Anhelo Hernández a dejar su huella con una pintura en la pared de uno de sus Centros de Barrio. Y tanto Hernández como Domingo dieron rienda suelta a su imaginación para construir escenografías para las obras de teatro que ofrecía Julio Castro Álvarez.

Domingo también integraba, junto con Castro Álvarez, un cineclub donde proyectaban películas de Vittorio de Sica, Michelangelo Antonioni, Ingmar Bergman o Mario Monicelli —los directores del cine de autor del momento— con posterior discusión, que podía prolongarse por varias horas. El debate “era recordado como fermental, en el pensamiento y discusión de ideas, y se extendía a otros temas que excedían lo puramente cinematográfico”. Así lo cuenta el pintor tacuaremboense Fidel Sclavo, ya que su padre, Iris Sclavo Arman, era cercano a ellos e integraba el cineclub.

Además, se vincularon con generaciones más jóvenes, como Circe Maia, Walter Ortiz y Ayala o Washington Benavides, algunos ya profesores. Y así se empezó a pasar la posta. Hubo casos claros. Por ejemplo, el pintor Gustavo Alamón, quien fuera alumno de Anhelo Hernández, luego recibió en su taller a Fidel Sclavo y a Pablo Benavídez. Tomás Mujica formó a René Marino Rivero, y este al celebrado cantautor Numa Moraes.

Pero hubo una central eléctrica que fue Washington Benavides. Con su Grupo de Tacuarembó —así llamaron a algunos jóvenes que se reunían en su casa, a charlar, a crear, a escucharlo y escucharse— dio lugar a escritores como Tomás de Mattos, Víctor Cunha, Eduardo Milán, o músicos como Carlos da Silveira, Carlos Benavides, los mencionados Larbanois, Darnauchans, Moraes, y la lista sigue. Aunque es más conocido como poeta, Benavides también cantaba y era un talentoso pintor. “Lo que pasa es que el día que llegó la poesía se llevó todo puesto”, le confesó una vez a su hijo.

Abascal define a esa generación con una sola palabra: brillante. “Creo que ese fue su legado”, dice, en referencia a los cuatro artistas-docentes que se instalaron por mediados del siglo XX en esa “polvorienta” ciudad del interior sin saber qué iba a pasar. Y vuelve a su experiencia: “Mis padres no tenían una gran formación cultural, eran personas comunes. Para adolescentes que teníamos 14, 15, sumergirse en ese mundo de información artística en Tacuarembó te cambiaba la vida. Hizo que mucha gente pudiera entender más cosas”.

Hay quienes cuestionan la teoría de Benavides sobre la importancia de estos profesores llegados de afuera, y sitúan los cimientos culturales del departamento en la edificación del teatro Escayola, en 1891; hay quienes apuntan al Zorzal Inmortal, Carlos Gardel; e incluso quienes hablan de un grupo de música erudita perdido en la ciudad. Pero muchos comulgan con la idea de que la cultura de la segunda mitad del siglo XX, en Tacuarembó, estuvo marcada por aquellos docentes. Fidel Sclavo coincide con Benavides en que el arte es una carrera de postas, y argumenta que, si uno tiene suerte, la formación se da en contacto directo con creadores que estuvieron antes y que, en sus palabras, “nos hacen ver que hay otros mundos, más allá del obvio, y que dos más dos puede dar cualquier otro número más allá del cuatro”.

Fuentes

  • Dardo Ramos, Tacuarembó, apuntes para una historia de sus instituciones, Informaciones, 1976.
  • Sylvia Puentes de Oyenard, Tacuarembó. Historia de su gente, Intendencia Municipal de Tacuarembó, 1981.
  • Mauricio Riva, coord., Tacuarembó: un pago grande, Fondos de Incentivo Cultural, Fundación Tacuarembó, 2012.
  • Luis Pereira Severo, “Institucionalidad cultural en el segundo nivel de gobierno: cuatro departamentos”, Cuadernos del Claeh, 2015. Carlos Arezo, Tacuarembó: gobierno y cultura, 70 años, Intendencia de Tacuarembó, 2015.
  • Entrevistas con Moriana Hernández, Pablo Benavídez, Manuel Marrero, Winston Abascal, Aníbal Juliano, Mirta Graciela Laborde Molli, Fidel Sclavo, Arturo Marrero, Ángel Collazo.

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