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Calle inundada en Navegantes, barrio de Porto Alegre, en Río Grande del Sur, el 4 de mayo.

Foto: Carlos Fabal, AFP

No culpes a la lluvia

13 minutos de lectura
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Las inundaciones en el estado de Río Grande del Sur se consideran la peor tragedia climática de la historia brasileña. Una científica y dos pobladores de una comunidad guaraní relatan el día a día del desborde y apuntan contra las políticas extractivistas y el desarrollo inmobiliario.

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Tal vez fuera ese zapatito de bebé sujeto al cadáver de un caballo que flotaba en el agua turbia. Tal vez la mirada atónita del niño parapléjico que su padre dejó en nuestra barca mientras luchaba contra la corriente para salvar a su otro hijo. Todo era muy confuso aquel martes por la tarde, mientras navegaba en un bote de madera por la misma avenida que había recorrido en bicicleta unos días antes. En medio de la fuerza del agua que sumergió barrios enteros de la capital del estado brasileño de Río Grande del Sur, de repente algo me quedó muy claro: ahora es la vida real, es mi vida y la de mis vecinos. La teoría se materializaba ante mí.

A alguien que, como yo, lleva décadas estudiando y escribiendo sobre el cambio climático, nada de esto lo debería sorprender. El consenso científico sobre la insostenibilidad de nuestro modelo económico existe desde hace mucho tiempo y cada vez es posible calcular con mayor precisión la magnitud de los daños que las emisiones de gases de efecto invernadero generadas por los humanos están causando a nuestro planeta.

Centro histórico de Porto Alegre, el 5 de mayo.

Foto: Anselmo Cunha, AFP

El informe más reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), publicado en 2023, es categórico al afirmar que fenómenos extremos como lluvias torrenciales, sequías prolongadas y olas de calor son cada vez más intensos y frecuentes debido a la acción humana. El planeta ya es 1,27 grados centígrados más caliente que en la época preindustrial, según el servicio climatológico Copernicus de la Unión Europea (UE). El resultado de esto es un calentamiento de la atmósfera, los océanos y la superficie terrestre. Si la temperatura de los océanos es más alta, se evapora más agua, lo que genera más energía y, consiguientemente, intensifica fenómenos como las tormentas y los ciclones. Una atmósfera más calurosa retiene más humedad y este vapor de agua se convierte en el combustible de tormentas severas y concentradas. Es la receta ideal para los fenómenos climáticos extremos.

No es casualidad que las imágenes de inundaciones, tormentas y otras catástrofes sean también cada vez más habituales en las portadas de los periódicos. No hace mucho, publiqué reportajes sobre las olas de calor que batieron récords en Europa, sobre los desequilibrios de la biodiversidad en California; detallé las consecuencias del deshielo de los glaciares en la Antártida; informé sobre el drama de quienes viven una de las sequías más extremas en el norte de Brasil; hablé de epidemias cada vez más graves a causa del clima. Todos claros indicios de lo que la ciencia advierte desde hace mucho tiempo. Pero cuando la crisis climática llega de una forma tan arrolladora a nuestra ciudad, a nuestro barrio y a nuestra familia, la tragedia adquiere otra dimensión. Ahora somos nosotros quienes estamos en un bote de rescate, teniendo que contarle al mundo que nos ahogamos.

Escribo este texto un jueves por la mañana, arrullada por el incesante ruido de los helicópteros de rescate. Algunos están tan cerca que las ventanas de mi casa tiemblan. Por lo menos aún tengo casa, pienso. Este es el sonido que acompaña a gran parte de los habitantes de Río Grande del Sur desde hace casi una semana, cuando una secuencia de fuertes lluvias elevó el nivel de los ríos a niveles históricos, dejó ciudades enteras bajo el agua y destruyó miles de vidas humanas y más que humanas. Las cifras oficiales muestran que, hasta ahora, más de 500.000 personas han sido desplazadas, 149 han perdido la vida y otras 112 están desaparecidas en el estado.

Las fuertes lluvias elevaron el río Guaíba al nivel más alto jamás registrado.

Foto: Lauro Alves, Secom

Pero basta dar una vuelta por la capital para ver que la tragedia es infinitamente mayor. En uno de los principales puntos de embarque y desembarque de los botes de rescate, en el norte de la ciudad, un grupo de veterinarios voluntarios trabaja sin cesar para atender a la gran cantidad de animales domésticos asustados, enfermos y en estado crítico que le traen. Al acercarme al lugar para tomar una barca, me empuja una chica que lleva en brazos a Feijão, su labrador. “¡Está entrando en paro, está entrando en paro!”, grita. Le cedo el paso y veo cómo un par de veterinarios agarran al animal mojado que estaba haciendo un paro cardíaco.

Una multitud se congrega a su alrededor. Desde lejos, angustiada, espero el desenlace. Tras unos minutos de silencio, aplausos. Han conseguido reanimar a Feijão. La multitud se separa y la gente esboza tímidas sonrisas. Cualquier noticia que se aleje de la tragedia alimenta un poco la esperanza. El problema es que esta sonrisa dura poco. En cuanto el perro vuelve con su dueña, se oye un fuerte ruido que viene del agua. Es una barca que se acerca con cinco personas rescatadas. Están muy mojadas, algunas tiemblan. Entre ellas, un anciano que necesita ser medicado inmediatamente. Una vez más, la multitud se reúne para ayudar. Hay mucho movimiento en ese punto. Día y noche.

Muchas voces, muchos gritos. Contrastan con el silencio casi asfixiante de la siguiente esquina, donde el agua ya se ha apoderado de todo. Estoy aquí con la misión de seguir los rescates e informar sobre la situación de los miles de refugiados climáticos que están desplazados dentro de su propia ciudad, viviendo en autos, en refugios o bajo las marquesinas de las paradas de autobuses. Pero sólo hace falta alejarse unos metros del asfalto seco —lo que únicamente es posible en barca— para entrar en una capa aún más profunda de la catástrofe. La capa de una realidad que ya no existe. De nuevos comienzos imposibles. Son kilómetros de casas, tiendas, autos y vidas bajo el agua. Mientras el cuerpo del caballo con aquel zapatito rosa enganchado pasa flotando a nuestro lado, pienso en cómo se podría haber evitado todo esto. Hasta me esfuerzo por no centrarme en las causas, en los culpables, en lo que podría y debería haberse hecho. Al fin y al cabo, es el momento de dedicar cada segundo a ayudar. Pero para alguien que lleva tanto tiempo estudiando el tema es casi imposible aceptar tranquilamente que sólo las lluvias son las responsables, como muchos insisten en afirmar.

Soldados rescatan a personas en el barrio Sarandí, en Porto Alegre, el 6 de mayo.

Foto: Nelson Almeida, AFP

Lo que ocurre en Río Grande del Sur —y en otras partes del planeta— es el resultado de un modelo de sociedad que ha vivido demasiado tiempo en la prepotencia de considerarse el centro del mundo. Que entiende la naturaleza sólo como un recurso y no como una compleja maraña de vidas que dependen unas de otras. Una maraña a la que, irónicamente, estamos umbilicalmente unidos. Una sociedad que niega la ciencia cuando le conviene y que elige a sus representantes con esa mentalidad. Los climatólogos hace décadas que muestran que el sur de Brasil es muy vulnerable, por tratarse de un punto de encuentro entre sistemas tropicales y polares, lo que favorece la aparición de períodos de lluvias intensas y otros de sequía. El último informe del IPCC subraya que existe un número significativo de estudios que indican una relación entre las fuertes precipitaciones observadas desde la década del 50 en la región denominada Sudeste de Sudamérica, que incluye a Río Grande del Sur, y el cambio climático provocado por la acción humana. Hace nueve años, el informe del Painel Brasileiro de Mudanças Climáticas ya pronosticaba más tormentas extremas en el sur del país y sequías prolongadas en el norte a causa del cambio climático. Y, sin embargo, la inversión pública en prevención y adaptación ha sido escasa o nula. Al contrario. Científicos del ClimaMeter, un proyecto de investigación financiado por la UE y el Centro Nacional para la Investigación Científica francés, analizaron las lluvias de finales de abril y principios de mayo en el sur de Brasil y concluyeron que el cambio climático provocado por la acción humana las ha hecho 15% más intensas.

Frente de una farmacia en el centro histórico de Porto Alegre, el 8 de mayo.

Foto: Nelson Almeida, AFP

Mientras las inundaciones hunden el sur y las sequías deshidratan el norte, en Brasilia decenas de políticos intentan aprobar al menos 25 proyectos de ley y tres enmiendas constitucionales que podrían causar daños irreversibles a los ecosistemas brasileños. Hasta que las políticas públicas no se basen en la ciencia, se escuchen debidamente las voces de los pueblos indígenas y cambie nuestra percepción de la vida que nos rodea, Brasil —y el mundo— seguirá planeando un futuro imposible.

Los científicos convergen en la conclusión de que las repercusiones climáticas en las personas y los ecosistemas ya son más vastas y severas de lo que se esperaba y que los riesgos futuros aumentan con cada fracción de grado de calentamiento. No obstante, cuando los líderes mundiales se reúnen anualmente en las Conferencias de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, las COP, las discusiones no avanzan con la misma urgencia. Los científicos concuerdan en que, dependiendo de las decisiones que se tomen de ahora en adelante, aún se puede frenar el aumento de la temperatura global y evitar las peores proyecciones futuras, que, como siempre, afectan a la población más pobre con mucha más intensidad.

Mural alusivo al delantero uruguayo Luis Suárez en una calle inundada alrededor del estadio Arena do Grêmio, en Porto Alegre, el 29 de mayo.

Foto: Silvio Ávila / AFP

Afortunadamente, la misma ciencia climática que nos muestra un escenario tan inquietante también señala un posible camino a seguir. Sólo hay que saber hacia dónde mirar a partir de ahora y cuál será nuestra elección como sociedad.

Jaqueline Sordi es periodista, bióloga e investigadora experta en cambio climático. Traducción: Meritxell Almarza.


El rico también va a sufrir

Somos de la tekoa [aldea en guaraní] Yjere, del pueblo guaraní Mbya. Nuestra aldea está a 30 kilómetros del centro de Porto Alegre. Vivimos aquí hace seis años. Perdimos todo en la inundación. En el río Guaíba [que la municipalidad llama lago], donde vivimos, pescamos, usamos el agua para bañarnos, para lavar la ropa y los platos. Para cocinar usábamos agua del pozo, un pocito. Pero se inundó todo. En este momento estamos sin pozo.

El agua empezó a subir desde la mañana tempranito [a principios de mayo]. El día estaba lluvioso, nos despertamos con el fuerte ruido del agua, que ya golpeaba la pared. Todavía estábamos en la cama. De repente el agua estaba toda adentro de las casas. Salimos apurados, dejando todo atrás. El agua se lo llevó todo.

Somos 17 personas, cinco niños pequeños. Cuando subió el agua, salimos todos de la aldea. Pudimos sacar algunas cositas, mantitas, algunos agarraron documentos, comida y ropa, y nos fuimos a un lugar más para arriba. Armamos algunas carpas de plástico para quedarnos. Y ahora estamos aquí. Desde hace más de 20 días. El agua bajó un poco, pero ya no se puede entrar en las casitas. Está todo destruido, las paredes están destruidas.

En nuestra aldea el agua se llevó toda la Casa de Oración. Era allí donde desde la primavera hasta el otoño hacíamos nuestros rituales. Un lugar sagrado. Allí dentro, el agua alcanzó más de un metro y llegó hasta el tejado. Se llevó el bosquecito, cubrió los árboles de pitanga y las higueras. Lo alcanzó todo. Se destruyó toda nuestra casa. Las seis casitas de la aldea quedaron destruidas. Mi gente dejó todo atrás.

Estamos como en una isla. Ni siquiera podemos salir hacia un costado. Está todo en medio del agua. Yy ombojere pa [‘Cercado por las aguas’ en guaraní].

Ahora también perdimos nuestro barquito, el último domingo. Yo [Pablo] quería ir al cajero automático 24 horas del mercado para intentar sacar la cuota del programa social Bolsa Familia de mi mujer y comprar leche para mi hija, que se había acabado. Ya era la tardecita y había mucho viento. El motor no arrancaba, lo intenté muchas veces. De repente, el viento empujó el barco, perdí el equilibrio y salté al río. El barco volcó, el agua lo invadió y se hundió muy rápido. Casi me ahogo, pero gracias a Dios conseguí salir nadando por el borde, por el margen del río. Hasta ahora no han encontrado nuestro barco. Ahora que nos quedamos sin barco, la dificultad es mucho peor, porque ni siquiera podemos ir a la ciudad a hacer nuestras compras, a trabajar.

Teníamos acceso al río con nuestro barquito por un área en la que habían puesto ganado. Estamos disputando con ellos nuestra tierra. Allí querían construir un hotel de lujo. Pero esto ya lo impidieron hace tiempo, porque cuando llegó el momento de hacer el terraplén para poder empezar el trabajo y construir un condominio, encontraron vestigios de indígenas, como utensilios antiguos hechos de barro.

Después de la primera inundación estuvimos sin agua durante casi una semana, recogíamos agua de la lluvia para beber. Todavía quedaba algo de comida. Los apoyadores [voluntarios] vinieron a ayudarnos poco después. Nos trajeron cinco colchones de soltero, mantas, agua y algunas lonas. Después también trajeron comida, hay colectivos que están ayudando. Trajeron canastas básicas con frijoles, arroz, fideos, aceite, harina de trigo y de maíz. Ahora estamos cocinando, como es nuestra costumbre, con el fuego en el suelo. Teníamos una cocina a gas, pero ya no la tenemos. Teníamos una máquina para lavar la ropa. No la tenemos más.

La ayuda llegó aquí en barco únicamente. Agradecemos mucho de corazón a todas estas personas. Hasta ahora no hemos recibido ninguna ayuda del gobierno. Investigamos sobre las ayudas en caso de inundaciones y nos enteramos de que un primer lote del programa SOS Inundación [el nombre del programa es SOS Rio Grande do Sul] se pagó a las personas desalojadas y desplazadas, pero no lo vamos a cobrar. De la Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas no recibimos nada. Es más, ya nos olvidamos de que la Fundación existe.

Estamos desde principios de mayo en las casitas que construimos. Pero ahora estamos tranquilos. Preferimos quedarnos antes que ir a un albergue. No podemos dejar esta tierra. Quieren que salgamos, que nos vayamos, pero nos vamos a quedar.

***

Llevamos aquí seis años. En esta tierra vivieron nuestros ancestros. Se nos mostró, a través de la espiritualidad, de los espíritus ancestrales, que en este lugar, en esta tierra, hay que construir la aldea de los guaraníes. No somos nosotros los que decidimos ir a un lugar.

Siempre rezamos preguntándole a nuestro dios cómo será la vida. Y esto le fue mostrado a nuestro cacique [Timóteo], que teníamos que ir a Ponta do Arado. Nuestros parientes antiguos vivían aquí, en esta tierra, hace muchos años, incluso antes de que llegaran los blancos a Brasil. Por eso vinimos aquí, para vivir y hacer aldea [preservar la cultura]. Cuando llegamos, todo esto hasta acá ya era un barrio, Belém Novo. Al cacique le gusta contar esta historia. Contar sobre nuestra historia, nuestra cultura y nuestro modo de vida es muy importante para nosotros.

Todavía no se ha demarcado esta tierra, está en trámite. En 2020 mandamos un escrito a Brasilia para constituir el Grupo de Trabajo de la Fundación de los Pueblos Indígenas que producirá el informe antropológico de nuestra tierra. Fue una orden del juez federal. El juez pidió que se armara el grupo, pero hasta ahora estamos solos.

La retoma de nuestro territorio fue en 2018, en Ponta do Arado. Después de dos años se hizo un estudio sobre la tierra. Estaba todo arreglado para que enviaran gente a demarcar la tierra, pero vino la covid-19 y pararon todo. Después de eso, hubo una votación del Marco Temporal en Brasilia. Si lo aprueban, no se demarcará ninguna área indígena más. Dicen que quienes no estaban en el área antes de 1988 [año en el que se promulgó la Constitución] no tienen derecho a la demarcación. Si van a anular este Marco Temporal de nuevo no lo sabría decir.

Aquí ni siquiera podemos plantar todavía, porque para sembrar tenemos que tener esta tierra. Nunca habíamos visto una lluvia tan fuerte como esta. Pero nuestro tatarabuelo ya contaba que esto iba a pasar. Después de mucho tiempo de lo que dijo mi tatarabuelo, mi abuelo vio que su palabra estaba en lo cierto.

Decían que íbamos a ver inundaciones, vendavales. Todo eso. Dios Tupã nos protege. Nos mandó cuidar su tierra. Pero el espíritu de la Naturaleza sufre mucho y ahora habrá una inundación muy grande. Primero mataron a todos nuestros parientes, a nuestros niñitos, a nuestros tatarabuelos, a nuestros abuelos. Después destruyeron la tierra.

***

¿Creés que los blancos van a seguir adelante como si nada? No, van a sufrir. El blanco no lo sabe. Se cree rico y que no va a sufrir. ¿Se creen que sólo los pobres, sólo los indios van a sufrir? ¡Nunca! Todos sufriremos igual. ¿El hacendado más rico del mundo, el empresario que tiene dinero se cree que no enfrentará dificultades? No, también le va a tocar.

Cada persona tiene que recordar más quién protege este mundo. Tenemos que respetar más a la Madre Naturaleza. Y también al río. Se podrían plantar al menos 100 metros de árboles nativos alrededor del río. No se puede vivir donde llega el agua. Hay que dejar la orilla del río. Tenemos que mostrarle a nuestro dios que estamos respetando a la Naturaleza, al agua.

Son gente rica, los más ricos del mundo, pero con su pensamiento va a ponerse todo mucho peor. Son personas que se olvidan de todo. “¡Yo soy blanco, pero rico! ¿Son pobres? ¡Dejá que se mueran todos! El indio está molestando la tierra de los demás...”. ¡ES NUESTRA TIERRA! POR ESO NO VAMOS A PARAR DE MOLESTAR.

Nosotros vivíamos aquí antes de que llegara Pedro Álvares Cabral. Queremos preservar nuestro modo de vida, siempre, como vivían nuestros ancestros. Esta tierra sobre la tierra que nosotros sabemos cuidar.

Los no indígenas ya cometieron muchos errores, desde el principio. Hicieron desaparecer muchos árboles nativos, talaron todo, mataron pájaros, mataron las abejas, se acabaron las palmeras, las frutas nativas. Desde el principio los blancos no estaban cuidando a la Naturaleza. Sólo acabando con ella. Y ahora, 500 años después, ya no hay más bosques. El interés de querer nada más que ganar dinero acaba con todo. Sólo quieren ver más ciudades, apartamentos...

Los blancos no quieren cuidar a la Naturaleza, al agua, nada. Nosotros, los guaraníes, respetamos y amamos a la Naturaleza porque crecemos junto con la tierra y el bosque. Las tratamos como parientes. La tierra es nuestra vida. Los blancos nunca la van a preservar. Destruirán cada vez más. Puede que entiendan mis palabras. Nos vamos a quedar aquí, haremos de nuevo nuestra aldea, reharemos todo. Vamos a hacer plantaciones de maíz, arroz, frijoles, papas, para no pasar hambre y no depender de los no indígenas. Ahora con la inundación hemos tenido algo de ayuda, pero no sabemos si será así siempre. No sabemos cómo será en el futuro. Quizás pasemos hambre y podemos pasar por situaciones difíciles. Queremos prevenirnos. Hacer nuestra aldea, nuestra plantación, para poder sobrevivir. No importa la situación que vivamos, siempre nos quedaremos aquí.

Timóteo Karay Mirim de Oliveira nació en el municipio Viamão, en Río Grande del Sur, en 1962. Guaraní mbya, es el cacique de la tekoa Yjere. Pablo Natalício de Souza, de 37 años, quiere ser profesor y educador de indígenas. Se estaba preparando para eso cuando llegó la inundación y paralizó la vida de sus parientes. En la aldea, en una escuela improvisada, ya imparte algunas clases a niños y adultos, entre ellos Timóteo. Pablo también es vicecacique.

Estos dos artículos se publicaron en el medio brasileño Sumaúma con los títulos “Ahora somos los que estamos en el bote de rescate, contándole al mundo que nos ahogamos”, el 15/5/2024, y “El blanco se olvida pero todos sufriremos igual”, el 29/5/2024. Se reproducen por un acuerdo con la diaria.

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