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Baile organizado por Chin Chin Brindis Bar, en el MAM.

Foto: Alessandro Maradei

Bailar los años

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En un mundo basado en la productividad y el culto a la juventud, los viejos son material de descarte, pasividad pura, incomodidad. Pensar en vejeces es pensar en seres disminuidos, subestimados, solos. La periodista Carla Alves analizó estadísticas, recorrió espacios sociales y culturales de Montevideo y habló con expertos y protagonistas para mirar de frente el paso de los años y desmontar varios prejuicios.

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Son las diez y media de la noche, es sábado y afuera hay seis grados. Adentro, en el Mercado Agrícola de Montevideo (MAM), hombres y mujeres —sobre todo mujeres— bailan en duplas bajo una luz amarilla que ilumina sus caras. Hay olor a talco de dama y se alterna la música tropical con el tango mientras en una pantalla Uruguay pelea el tercer puesto de la Copa América.

Lady Margara, de 67 años, es de la casa y actúa como anfitriona: une parejas, agita a la gente y cuando se queda sola, baila consigo misma. “Acá nos olvidamos de todo, hasta de los problemas de salud mental; por dos, tres, hasta cinco horas estamos acá. Acá nadie se acuerda de que está solo”, dice mirando al grupo que baila. Ella no se incluye entre la gente grande. Cuenta de un señor de 96 que hace poco festejó su cumpleaños en el MAM. “Esto te da vida, te saca de estar prisionero en cuatro paredes”, dice.

La versión de Alberto Castillo de la milonga candombera “Siga el baile, siga el baile” es el punto de inflexión de la noche. La distancia entre las parejas de tango se reduce mientras otras salen de las mesas para apoderarse de la pista. En ese momento llega Alicia, con su tapado puffer esmeralda, su pelo plateado y una sonrisa enorme. “Así como me ves, tengo 70 años”, cuenta con orgullo. Vive en Estados Unidos pero va y viene. Hace cinco años concurre a esta fiesta del bar Chin Chin en el MAM. No lo hace por el tango porque, a no ser que se tome unos buenos vinos, no lo sabe bailar; su padre y su tío murieron cuando estaba aprendiendo y ya no pudo seguir. “Es un encuentro profundo con mis raíces, con la niña que tengo adentro”, dice y se emociona hasta las lágrimas.

“¡Cada vez vienen más castañuelas!”, dice Sergio Arévalo, cantante y DJ de la fiesta. Suena un pasodoble y es el momento de Ely Peralta, una señora con pantalón de cuerina negro y pashmina verde. Se pavonea, pisa fuerte, da giros dramáticos. Hace diez años que está casada con Jorge, el mismísimo Raphael uruguayo —quien espera que Sergio le pase el micrófono para cantar los clásicos del español—, y antes estuvo casada 50 años con el padre de sus cinco hijos, que se suicidó. “Mis niños, todos casados, se habían ido a Estados Unidos y a España y él quería que volvieran. Se ve que eso le trabajó la cabeza. Perdí hasta el caminar del disgusto”, recuerda. “Yo, el ave fénix”, concluye riendo y vuelve al ahora.

“Es un pedazo de pan”, dice mirando a Raphael. Lo conoció haciendo gimnasia en Sayago. Él le recomendó hacer un ejercicio, pero Ely lo interpretó como mansplaining y, como es de aries, le dijo: “No se me antoja”.

Tango a cielo abierto en la plaza Fabini.

“El baile me da ánimo. ¿Vos sabés que me eriza la piel cuando siento la música española? Salgo a bailar me duela lo que me duela. Mi padre me decía: ‘Mijita, no baile eso porque se va a morir de hambre’. Es cierto, ¿vos viste a un artista que tenga mucho dinero? Ricky Martin únicamente”, dice Ely, que es maestra jubilada y “zurda hasta la muerte”. “Desde que nací tengo castañuelas; mi madre y castañuelas”, dice.

Los números desmienten

Una imagen: el sueño intermitente de un anciano que se duerme en la penumbra del televisor, despierta aturdido cuando del otro lado de la pantalla alguien levanta la voz y vuelve a cerrar los ojos, solo en la quietud. Esa es la idea que gran parte de la gente tiene sobre la vejez y eso es parte del “viejismo” o el “edadismo”, una forma de discriminación muy frecuente en una época, justamente, en la que las vejeces se multiplican. A finales del año pasado se publicaron los resultados preliminares del censo nacional, que confirmaron una tendencia en Uruguay: cada vez hay más viejos y menos niños. La población de más de 65 años pasó de representar 8% en 1963 a 16% en 2023, en tanto los menores de 14 pasaron en este período de 28% a 16%. A su vez, la cantidad de personas centenarias se duplicó en las últimas dos décadas: de 400 pasaron a ser 800. El edadismo, como toda forma de discriminación, se basa en prejuicios. Y estos prejuicios, como la mayoría, suelen sostenerse sobre mitos, por ejemplo, que los viejos se sienten más solos que las personas jóvenes.

Un estudio de la socióloga Lucía Monteiro y el psicólogo Rafael Bonilla de 2022 señala que “a medida que va aumentando la edad, disminuye el sentimiento de soledad subjetiva [...]. Esto contradice el imaginario social”. Es decir, el sentimiento de soledad baja a medida que envejecemos: son los más jóvenes, los Z (1990-2000) y los millennials (1981-1996), quienes sienten mayor soledad, con 65,8% y 64,7%, respectivamente, seguidos por los X (1965-1981), con 50%, mientras que en los baby boomers (1946-1964) y los mayores (1928-1945) los porcentajes llegan a 46,7 y 37,8%, según consignaron la trabajadora social Inés Núnez y la economista Paola Sanguinetti en un análisis socioeconómico,1 con base en datos de una encuesta elaborada por el Centro Interdisciplinario de Envejecimiento de la Universidad de la República.

Las personas mayores de 65 años, en cambio, sí experimentan lo que se llama soledad social, vinculada a una menor participación y a la ausencia de redes o sentido de comunidad. Pero una cosa es estar solo y otra es sentirse solo. “La soledad dependerá del curso de vida de cada persona, así como de los marcos sociales y culturales en los que los sujetos participan”, señalan los autores, y agregan que se observa que “la soledad emocional en comparación a la soledad social implica un grado de sufrimiento más doloroso”.

Monteiro y Bonilla se cuestionan en qué medida este prejuicio, el viejismo, está obstaculizando la participación de las personas mayores en la sociedad. Los llamamos abuelos sin saber si lo son pero los tratamos como si fueran niños, en el mejor de los casos. En el peor, se los ignora o trata como si fueran material de descarte.

“Los mensajes sociales sobre los viejos se vieron claramente en la pandemia. Los medios de comunicación y las propuestas que se hacían de aislamiento social hablaban sobre los viejos pero a otras generaciones”, recuerda Robert Pérez, psicólogo especializado en vejez. Esto habla de la infantilización y la “falta de valor social” a las que sometemos a los mayores, lo que se traduce en un mayor aislamiento, que a su vez repercute en “una mayor fragilidad psíquica”, en especial para aquellas personas que viven solas, que, de hecho, son la mayoría.

Entre los 60 y los 79 años se concentra la mayor cantidad de hogares unipersonales, señala Núnez en el informe “Soledad: acciones a nivel internacional y nacional”, publicado por el Banco de Previsión Social (BPS) en junio de 2023. Asimismo, 46,1% del total de hogares unipersonales pertenece a personas mayores de 65 años. Por otra parte, se observan diferencias por género: para los hombres vivir solos es más frecuente entre los 30 y los 49, mientras que para las mujeres lo es a partir de los 60.

Cohesión social

En los últimos años, el aislamiento y su vínculo con la soledad comenzaron a entenderse como un problema social en algunos países. Fue así que en 2018 el Reino Unido creó el primer Ministerio de la Soledad; lo mismo hizo Japón en 2021, tras la pandemia. “Entre las explicaciones asociadas con la soledad y el aislamiento, se entiende que el crecimiento económico en este país [Japón] ha modificado de forma acelerada un cambio en los hábitos de consumo, valorando la materialidad antes que las relaciones interpersonales. Esta nueva organización de la sociedad debilita el vínculo con la familia, las relaciones laborales, el contacto con las amistades, así como también genera un alejamiento de la comunidad local”, explica Núnez.

Baile organizado por Chin Chin Brindis Bar, en el MAM.

En Japón también se ha observado un fenómeno, llamado hikikomori por el psicólogo Tamaki Saitō en 1998, que se trata de una reclusión voluntaria en el hogar para evitar compromisos sociales como la educación, el trabajo y la amistad e implica un sufrimiento psicológico. “Puede entenderse como un fenómeno que se presenta ante situaciones que tienen que ver con enfrentar rígidas normas sociales, altas expectativas, sentimientos de incompetencia y el deseo de esconderse del mundo, siendo los jóvenes más vulnerables a esta situación”, indica la autora.

Según el BPS, de acuerdo con el censo de 2011, apenas 2,3% de las vejeces a nivel de país eran residentes de establecimientos de larga estadía para personas mayores (Elepem).

El mayor porcentaje de personas de 60 años en adelante está en Montevideo (43%) y Canelones (14,6%), según datos del censo de 2011.

Solange Santos, coordinadora general del Movimiento Elepem, señala que en el interior el nivel de integración entre quienes residen en centros de larga estadía y la comunidad es más alto. “En las ciudades no sabemos quién es el vecino de al lado, en los pueblos chicos sí, pero cuanto más chico es el lugar, la comunidad se integra más”, subraya. Por ejemplo, en Cardona, Soriano, desde hace un tiempo personas mayores que viven en residenciales intercambian cartas con escolares. También hacen tertulias literarias. “Esa integración te ayuda a no sentirte tan solo, ese sentido de pertenencia”, considera Solange, y opina que debe haber una “mayor difusión al derecho a la participación en todas las edades” por parte del Estado. “Hay personas que van perdiendo su capacidad de decidir. Es un problema cultural. Muchas veces se hace desde el amor, la protección. Se cree que la persona mayor necesita ser cuidada, que es sujeto de necesidades. Pero no por tener algún deterioro cognitivo deja de ser persona”, defiende. También critica que en las instituciones se cree que a las personas mayores hay que entretenerlas y que se las vea como el “pobre viejito”, como si no aportaran a la sociedad, como si las personas mayores no cuidaran a otras personas mayores, a sus nietos, como si no mantuvieran hogares enteros con sus jubilaciones.

El tango trae abrazo

Susana da Cuna siempre está en el medio de la hilera de sillas playeras, sobre el cordón de la vereda, detrás del parlante. Tiene una carpeta con el repertorio de canciones y un bolso curioso, del que saca un alcohol en gel y le desinfecta las manos a Clara, que bailó con uno que tenía las manos pegajosas. El hombre no es asiduo a la milonga y parece borracho. A Susana no le gusta y lo mira con desconfianza. “Yo las cuido, nadie las roba. Mirá qué lindas que están ahí todas sentaditas. ¿Cómo no las vas a cuidar?”, me dice.

Tango a cielo abierto en la plaza Fabini.

Una aureola celeste envuelve los ojos oscuros de Susana, una mujer de 73 años líder del tango a cielo abierto No me Olvides. Desde hace ocho años lleva el tango y la milonga los sábados y los domingos a la plaza Fabini, más conocida como plaza del Entrevero. Si bien la actividad comenzó hace unos 14 años, fue Susana quien solicitó el permiso en la Intendencia de Montevideo (IM) y desplazó al señor que estaba antes, que cobraba 20 pesos y no dejaba que las mujeres bailaran juntas. “Puse orden”, resume. Ante la pregunta de por qué está todos los fines de semana sin falta, con su parlante adornado con flores, responde que “sabía del abandono” de las personas mayores. “El tango trae el abrazo”, dice. “Busco el abrazo”.

Susana fue enfermera de la mutualista Casmu durante 40 años, se dedicaba a la internación domiciliaria. Ahora baila con todos, hombres y mujeres, pero en todos los casos parece ser ella quien marca el ritmo, quien los lleva. Como muchos, formó pareja en la plaza; en su caso, con un señor al que perdió en la pandemia.

“A veces vienen bichicomes, pero ella se para como sargento y se van”, destaca Amelia sobre Susana. Amelia hace 60 años que trabaja como cocinera, es viuda y vive sola. Llegó a Uruguay en el 58 desde Galicia, “como vinieron los judíos, los italianos. Había miseria... Tres semanas estuvimos en la mar”, recuerda. Me dice que hace poco se hizo famosa por un video en el que cuenta un chiste sobre un judío y un gallego, que salió en YouTube y que le dijeron: “Amelia, parecés una perdida en esa plaza”. “‘Bueno’, les dije. Me voy a divertir”, cuenta.

Hace frío y suena “Lo pasado pasó”, de Carlos di Sarli y Roberto Rufino. “Son cenizas los recuerdos / Y entre las sombras del ayer / Es más radiante, brilla más / El sol de tu querer”. “El tango para mí es una terapia”, dice Óscar. “Yo no soy como la gente que se encierra a esperar la carroza. Espero que sea sábado y domingo para venir con la gente”. Es otro que conoció a su amor en el Entrevero. Se llama Ángela y dice que aprendió a bailar tango con él.

También es el caso de Eduardo y Nélida. Se vieron por primera vez en un evento en La Paz al que él llegó de casualidad y ya no se separaron. Eduardo me cuenta que sabe lavar, planchar y cocinar: “Con mis tantos pirulos no es fácil”, aclara. Nélida pasa, le agarra una mano y se lo lleva a bailar.

Prótesis imaginarias

Para Pérez, la soledad pesa más en quienes durante parte de su vida se han sostenido en “prótesis imaginarias”, lo que puede ser un trabajo o un rol, aquellas personas cuyo rasgo identitario más fuerte fue ser la madre o el padre de, la escribana tal, el empresario aquel.

Baile organizado por Chin Chin Brindis Bar, en el MAM.

“Cuando se empiezan a caer esas cosas, te empezás a encontrar contigo mismo”, explica el psicólogo. “La soledad tiene que ver con no poder estar con uno mismo”, dice.

La soledad invade cuando no se cuenta con los demás, cuando uno siente que no lo necesitan. No hay antídotos mágicos para esto, advierte el psicólogo, pero se puede revertir y para eso se requiere acompañamiento terapéutico y vínculos que sean “satisfactorios e intensos”.

Por eso no bastan las actividades recreativas para la tercera edad si no están ligadas a un proyecto, si no tienen sentido para la persona, si no hay propuestas que impliquen relaciones de poder, de las cuales muchas veces los más viejos quedan por fuera, a no ser que hayan llegado a esa edad con dinero y estatus.

“El sentimiento de soledad tiene que ver principalmente con algunos elementos de fragilidad, de vulnerabilidad psíquica y afectiva, que se ponen en el juego en esta etapa de la vida, pero no es por la vejez en sí misma. Hay que salir de los esencialismos”, dice.

Fabiana Rodríguez, trabajadora social de la Secretaría de las Personas Mayores de la IM, recuerda que a partir del servicio de atención telefónica que se dispuso durante la pandemia se observó que muchas personas que compartían el hogar con sus familias decían sentirse solas, no tenidas en cuenta y limitadas en su autonomía. Desde la cartera promueven el envejecimiento activo desde una perspectiva de derechos humanos, explica.

La comuna ofrece talleres territoriales en los ocho municipios y acompaña al Consejo Asesor, que está integrado por representantes de todas las redes de personas mayores de la capital, cuyo objetivo es promover cambios en la ciudad. Una de sus conquistas fue que los ómnibus tuvieran asientos “+60” y que los escalones de las unidades fueran más bajos para facilitar el acceso. También se imparten talleres de inclusión digital y desde 2020 existen dos centros diurnos para personas mayores en situación de calle.

Aplicaciones reales

Sobre las tres de la tarde, más de 20 personas de 60 años en adelante se dividen en tres grupos para ensayar las obras de Florencio Sánchez que van a presentar en el teatro homónimo. Harán Los muertos, Barranca abajo y El desalojo, adaptadas para que duren 20 minutos.

En el programa GenerAcciones, que depende de la Secretaría de las Personas Mayores de la IM, participan 480 personas, pero hay lista de espera porque la demanda es grande. Además de los talleres artísticos gratuitos, hay uno destinado a la integración, para aquellas personas que tengan la necesidad de intercambiar y conocer a otros.

Alicia Saravia en el MAM.

Juliana Nova, referente del Espacio GenerAcciones, señala que uno de los principales planteamientos que hacen las personas mayores cuando se acercan interesadas en los talleres artísticos es que se sienten solas. “Mucho de lo que dicen cuando ingresan es que están afrontando procesos de duelo, de pérdidas, compañeros de toda la vida, personas que tienen hijos en el exterior, que están solas y necesitan acompañar el proceso de envejecimiento; personas que, aun teniendo mucha familia, necesitan estar con otros o necesitan tener un espacio de referencia”, cuenta Nova.

“Después de que se genera la luna de miel por el proceso de jubilación, este romanticismo de ‘voy a poder hacer todo lo que quiera’ lo que termina generando en las personas es mucha depresión, porque se pierde el objetivo. Estamos tan acostumbrados a ser productivos a un sistema que después, cuando se deja de trabajar, las personas empiezan a perder el sentido”, señala.

***

Mientras se festeja el primer gol de la selección contra Canadá, en el baile del MAM suena la cumbia “Una cerveza”, de Ráfaga. Al lado de uno de los televisores del bar veo a la amiga de Alicia, que está sentada en una banqueta alta con un codo apoyado en la mesa. Su campera puffer rosada brilla como sus ojos tristes mientras canta “otra cerveza para brindar y no quedarme sin esperanzas”. En la mesa de Ely, una congregación de mujeres entona “Comiénzame a vivir”, de Raphael. “Tenemos mucho tiempo para que estés conmigo, para estar junto a ti”, acompaña Ely agitando el abanico.

Carla Alves es periodista y ha incursionado en temas sociales. Es editora web de la diaria.


  1. Núñez, I. y Sanguinetti, P. (2003). Un acercamiento al tema de la soledad. BPS. 

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