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Poesía en el Cabildo: el artificio de lo natural (o viceversa)

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Mirada de neófito.

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Desde aquella vez que el poeta Gabriel Richieri se colgó con cuerdas, arneses y poleas en la galería superior para leer desde ahí sus textos malditos, a inicios de los años 90, el Cabildo de Montevideo ha tenido frecuentes vinculaciones puntuales con la poesía. Era 1992 y el happening se llamó Arte de Marte. También participó Luis Bravo descendiendo desde lo alto por un tubo para poner en voz uno de los poemas de su Ritual para 13 cuadros de lluvia, experiencia que había estrenado en 1989 y que había tenido una temporada de tres meses en el Teatro del Anglo. Los lazos de la poesía con el Cabildo, desde entonces, han sido frecuentes. Quizá porque ese espacio ubicado en la plaza Matriz es visto por los poetas como un escenario privilegiado, arcaico e inusual para la proyección de la palabra. Pero también han sido lazos puntuales. No se ha logrado mantener ahí un calendario poético sistemático que derive en algún tipo de estación de cierta ruta informal.

Ahora está Marosa. Y decir está Marosa es como decir está de nuevo la poesía. Lo menos importante de esto es la presencia de un fragmento de texto de Marosa di Giorgio, tomado de Historial de las violetas (1965), como parte de la muestra Paisajes sensoriales: literatura y naturaleza, que se extiende hasta febrero del año próximo. Lo fundamental es que la mirada curatorial parte de un concepto de TW Adorno que podría ser visto, también, como una reafirmación del lugar de la poesía en la construcción de sentido de una sociedad. “Quien percibe el mundo de otro modo que no sea como algo extraño, no lo percibe en absoluto”, dice Adorno y resalta la cartelería de la exhibición del Cabildo. ¿No hace eso, acaso, la poesía? Lo hace (pero no solamente) la poética marosiana. Esa de flores extrañas, novias del diablo, vírgenes sorprendidas y amantes que emergen en forma de pequeños cerdos en el sembradío de zapallos.

Las imágenes que interactúan con los textos de varios autores pueden a veces pecar de literalidad, es cierto, pero la belleza de la ejecución permite expiar las culpas de la gramática. Ocurre con el trazo de filigrana del “Estudio de la tortuga Laúd, o Siete quillas” (1859), trabajo anónimo en lápiz de grafito y tinta, colocado junto a dos párrafos de “La tortuga gigante”, de Horacio Quiroga.

Hermosos son, igualmente, la “Caza del tigre por los gauchos o indígenas del Paraguay”, de Jaques Arago, y la espléndida “Montevideo, vista desde el este (con flora y fauna 1848)”, de Gustavus Horner.

La interacción benéfica de la poética marosiana se extiende más allá de la muestra. En especial dialoga con la instalación de Claudia Anselmi, en la planta baja, velamen de matadero de la tierra purpúrea (Montevideo, microrrelatos en los siglos XVIII y XIX). Marosa hace con ese osario ensangrentado lo que hace la buena poesía con todo, con lo cotidiano y con lo ignoto: le mueve de lugar las obviedades naturales a fuerza del artificio del lenguaje. O viceversa: al estar junto al artificio de lo natural (el arte naturalista es también reflejo construido), ese espejo le sacude a la poesía lo que alguno de sus artificios pueda tener de obviedad.

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