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Ilustración: Ramiro Alonso.

Selva Casal: una poesía para Zelmar

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Mirada de neófito.

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Leído por Andrés Alba.
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Podría pensarse en aquel verso de Salvador Puig, “las palabras no entienden lo que pasa”, dedicado a Ernesto Guevara. En todo caso podría pensarse en lo que ha dicho en más de una oportunidad el chileno Raúl Zurita –voz mayor de la poesía latinoamericana actual– sobre la relación entre el horror y la palabra: como no hay palabras que alcancen a nombrar el terrorismo de Estado, hay que escribir –una y otra vez– sobre el horror.

“Poesía duro espejo”, anota Selva Casal en su texto “A un hombre asesinado”, que dedicó a Zelmar Michelini. Es la poesía, y a su través la poeta, y a través de ambos las palabras, las que quedándose mudas de horror se niegan a enmudecer. Ese es el lugar de la poesía. Por eso la poesía –perdóname, prosa– es el machete de la literatura para internarse en la selva oscura de lo real. Esa selva oscura, la de Dante Alighieri, la que Dante recorre por nosotros en La divina comedia (1555).

Hoy, 20 de mayo, se cumple un nuevo aniversario del asesinato, en Buenos Aires, de los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, y de los militantes de izquierda Rosario del Carmen Barredo y William Whitelaw Blanco.

Esos crímenes impactaron con fuerza en la sociedad uruguaya. Además del poema de Casal hay uno de Mario Benedetti (“Zelmar”) publicado en La casa y el ladrillo (1976-1977).

Ambos textos, el de Casal y el de Benedetti, tañen el mismo tema pero obtienen sonidos muy distintos. Mientras Benedetti profundiza en la veta coloquial y alcanza uno de sus ejemplos mejor logrados de esa poética, y lo alcanza en el que, a la vez, es probablemente su mejor poemario, Casal se interna en el terreno resbaladizo de lo surreal.

Entra Casal, imaginariamente, en la escena del crimen. Ve a “un hombre asesinado”, ve “su sangre cubierta de rosas”, y esa visión pone a girar la Tierra en un sentido que se aleja de los caminos habituales de la percepción.

Nos lleva así, Casal, a esa selva. Leerlo hoy es leer ese descenso a los infiernos en el año dantesco por excelencia. Cuando suenen las campanas de los fastos por los 700 años del adiós al autor de la Commedia, conviene no olvidar que él también fue un exiliado –voz laica perseguida por el papado–, recordar que si no cayó asesinado como Zelmar, fue porque pudo escapar a tiempo. Condenado estuvo. Primero, a la hoguera. A decapitación, más tarde. Así, la ciudad de Pisa, donde están los restos de Dante, se negó en su momento a repatriarlos a la cercana Florencia. “No lo quisieron en vida, no lo tendrán después de muerto”, se dice que dijeron las autoridades pisanas para justificar su negativa.

“Llego a la orilla y veo una ciudad inmensa / llena de refugios subterráneos aviones / muertos que se desatan [...] el fondo del mar y los cadáveres / arrojados desde el exterminio”. Habla de Zelmar, Selva Casal en su descenso a los infiernos desde aquella primera visión del cuerpo acribillado. Podría hablar también de la tumba de Dante, protegida por sacos de arena durante los bombardeos de cada guerra. Podría hablar, también, de Oriente Medio. Hoy mismo.

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