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Uruguay frente al espejo argentino: la guerra cultural que disfraza el saqueo extractivista

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El concepto de Estado profundo refiere a una red oculta de poder, supuestamente formada por funcionarios gubernamentales, agencias de inteligencia, fuerzas militares, grupos económicos y otros actores no electos, que operarían al margen del gobierno formal para influir en las políticas de Estado según sus intereses. Es un término controvertido, usado tanto en los análisis políticos como en las teorías conspirativas.

En Estados Unidos, los actores no electos son los burócratas permanentes, los militares, las agencias de inteligencia como la CIA o el FBI, jueces y grupos de interés económico. Su poder derivaría de su permanencia más allá de los ciclos electorales y del acceso a información privilegiada.

Los objetivos que le son atribuidos consisten en preservar intereses institucionales o de grupo, resistir cambios políticos que amenacen su influencia y manipular políticas públicas, medios de comunicación o procesos judiciales.

Pueden hacer esto mediante filtraciones anónimas a los medios, combinadas con el sabotaje administrativo o burocrático, alianzas con poderes económicos o mediáticos y operaciones de inteligencia encubiertas.

En el contexto de la extrema derecha estadounidense, el concepto de Estado profundo ha sido instrumentalizado como un mecanismo retórico para deslegitimar los contrapesos democráticos y justificar un proyecto de poder antiliberal.

La acusación de un “Estado profundo conspirativo” permite a líderes como Donald Trump y su movimiento MAGA [Make America Great Again] eludir responsabilidades y presentar fracasos políticos, investigaciones judiciales y la aplicación de frenos institucionales como un “sabotaje” promovido por élites oscuras.

Este rasgo no es exclusivo de Estados Unidos. Líderes como Viktor Orbán en Hungría, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía y Javier Milei en Argentina usan retóricas similares para controlar el Poder Judicial, cooptar medios de comunicación y neutralizar a las legislaturas.

Cuando un líder logra convencer a sus seguidores de que las reglas democráticas son “trampas del sistema”, abre la puerta a la tiranía.

“Yo soy el topo que viene a destruir el Estado”

En campaña, Milei atacó a “la casta”, que supuestamente estaba conformada por la política tradicional, y la exhibió ante su potencial electorado como un todo corrupto. Era un relato útil para movilizar el descontento antisistema.

Una vez en el gobierno, redefinió al enemigo, que pasó a ser instituciones concretas que limitan su poder, tales como los jueces independientes, la prensa crítica, los sindicatos y algunos sectores del Congreso.

Su gabinete y las alianzas con gobernadores del PRO y con peronistas “dialoguistas” demuestran que no rompió con la vieja política, sino que la cooptó para su agenda.

Milei utiliza conflictos identitarios para movilizar a su base ultraconservadora y atacar el derecho al aborto, el matrimonio igualitario o los derechos de la comunidad LGBTQ+, y de esta manera genera adhesión emocional en sectores religiosos y reaccionarios.

Mientras los progresistas debaten los atropellos a los derechos sociales, Milei avanza en un ajuste fiscal brutal, con recortes en la salud, la educación, las jubilaciones y las pensiones.

Cabe preguntarse si esta aventura anarcocapitalista es el resultado exclusivo de convicciones ideológicas. La respuesta es que no. A Milei lo sostienen los poderes fácticos internos, como los grandes holdings agroexportadores de soja y carne, la élite financiera conformada por bancos y fondos de inversión, y los sectores extractivistas asociados a la minería y los hidrocarburos. Los poderes fácticos externos que lo apoyan son los fondos de inversión internacionales como BlackRock, que lucran con la deuda, y las corporaciones transnacionales de energía, minería y litio.

Milei no es un topo antisistema, sino la punta de lanza de un capitalismo depredador que desnacionaliza recursos estratégicos bajo la retórica libertaria.

Su discurso anarcocapitalista (destruir el Estado) choca con la realidad, pues necesita un Estado mínimo pero fuerte para reprimir protestas y hacer cumplir la Ley Antiterrorista, entregar recursos vía decretos de necesidad y urgencia, y desarticular regulaciones ambientales y laborales.

Milei no es un topo antisistema, sino la punta de lanza de un capitalismo depredador que desnacionaliza recursos estratégicos bajo la retórica libertaria, desmantela derechos sociales usando la guerra cultural como cortina de humo y debilita instituciones democráticas para eliminar contrapesos.

Mientras se recortan la educación y la salud, se fortalecen las fuerzas represivas para controlar las protestas de los sectores afectados por sus políticas.

El anarcocapitalismo no destruye el Estado, lo reconfigura como un botín para las élites extractivas. Desarma regulaciones que protegen bienes comunes, criminaliza la resistencia (Ley Antiterrorista que permite la represión a la protesta social) y convierte la naturaleza en activos financieros.

Con el lema “¡Viva la libertad, carajo!” entrega recursos vitales para el futuro argentino a cambio del apoyo político y financiero de sus patrones verdaderos. El anarcocapitalismo es el caballo de Troya del neocolonialismo.

¿Se trata solamente de una tragedia argentina?

El gobierno de Milei representa un importante riesgo para América Latina en su conjunto. El uso de guerras culturales para imponer ajustes económicos y ataques sistemáticos a contrapesos como la prensa y el Poder Judicial normaliza la creciente falta de libertades reales. Esto incentiva a las derechas radicales en otros países, como los bolsonaristas en Brasil y la ultraderecha representada por José Antonio Kast en Chile. En Uruguay, por ahora, representa una minoría marginal.

La alineación automática de gobiernos como el de Milei con intereses geopolíticos externos debilita organismos como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños o el Mercosur, reduciendo la capacidad latinoamericana de negociación colectiva.

La entrega de recursos estratégicos consolida a la región como exportadora de materias primas sin valor agregado, perpetuando la dependencia.

Países que flexibilizan normas ambientales y laborales como Argentina presionan a los países vecinos a revisar los estándares para “atraer inversiones”, lo que genera una carrera hacia el abismo.

A pesar de su estabilidad institucional y de su actual gobierno progresista, Uruguay enfrenta amenazas indirectas y estructurales, dado que la globalización financiera no entiende de fronteras y los mismos fondos que financian el extractivismo en Argentina también operan en Uruguay.

Si el modelo Milei “funciona” para las élites, esto significa ganancias rápidas vía saqueo de recursos y generará presiones para imitarlo.

El gobierno del Frente Amplio, así como otros gobiernos de la región, podría verse forzado a negociar con poderes fácticos que impulsan esta agenda, erosionando sus propios proyectos.

La defensa clave a esta embestida pasa por fortalecer el Mercosur como escudo contra el despojo, profundizar las políticas de transparencia y tejer, mediante la promoción de la participación ciudadana, alianzas entre la sociedad civil y el Estado para defender nuestros bienes comunes que forman parte del patrimonio nacional.

Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos, a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1984-1986) y fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990).

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