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Foto: Ramiro Alonso

Bolsonaro y la perplejidad

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Decía Walter Benjamin que “cada ascenso del fascismo da testimonio de una revolución fallida”. No soy amigo de las sentencias categóricas, menos si les añadimos 100 años y cometemos el tan común error del anacronismo: observar el pasado bajo marcos morales actuales. Poco amigo soy también de la revolución como catarsis sangrienta. Sin embargo, hay en esa frase una idea de vacío existencial después de cargar demasiadas expectativas en actos políticos (revolucionarios) que, después de todo y como todo en la historia, no dejan de ser anécdotas más o menos importantes según a lo que se dé importancia. Esa idea de vacío agónico es muy útil para entender el devenir de la política en general y más útil en los tiempos que corren. Un vacío que deriva en momentos populistas.

Ese vacío existencial, a muy grandes rasgos, es consecuencia de la crisis del sistema capitalista contemporáneo y de la incertidumbre e inseguridad vital en un contexto en el que cada vez se habla más de guerra. No obstante, ese vacío toma sus formas en cada comunidad política. En Brasil, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) jugó con fuego. Pensando que estaba quemando al Partido de los Trabajadores (PT), estaba quemando el país. Y cuando un país arde, no pasan a gobernar los que causaron el incendio. La gente es más inteligente de lo que muchas veces creemos con cierta superioridad moral. Los cuadros dirigentes del PSDB –en franca decadencia moral e intelectual desde Fernando Henrique Cardoso– creyeron que podían forzar la ley hasta el extremo sin que la goma se rompiese; la goma se rompió y el sistema saltó por los aires. Es un ejemplo perfecto de la impunidad de las elites, para las que sus acciones no tienen consecuencias personales. ¿No es esto lo que caracteriza a las tiranías?

El sistema político brasileño estaba vertebrado por la intelligentsia del PSDB desde la dictadura, posteriormente por el PT y arbitrado por un Poder Judicial garante de mantener “el orden y el progreso” positivista y autoritario tal y como los militares decretaron. A ello hay que sumarle otro actor fundamental: el llamado centrão. Un conglomerado de parlamentarios y partidos de diverso perfil, comandados por el Movimiento Democrático Brasileño (MDB) de Michel Temer, que representan directamente a oligarcas y grandes propietarios de diversos estados y que suponen el núcleo duro de la corrupción y la estabilidad del régimen en el Legislativo. Todo ello se derrumba.

El papel de las elites

El juez Sérgio Moro no es un paladín de la justicia y defensor del prístino estado de derecho. La mujer del juez Moro, Rosângela Maria Wolff, abogada, fue asesora del PSDB y tuvo como clientes a algunas empresas multinacionales interesadas en la privatización de Petrobras. Legalmente, esto hubiera bastado para apartar al juez Moro de la causa Lava Jato por colisión de intereses. Más –si cabe– cuando se vio al propio Moro riendo con Aécio Neves (PSDB) en uno de esos actos que organizan las elites para darse premios entre ellos y decirnos a los demás lo importantes y ejemplares que son. Pues bien, Aécio también es un hombre perseguido por la Justicia pero pudo presentarse a estas elecciones y ser elegido diputado federal. Su caso, como casi todos los del PSDB en el caso Lava Jato –trama de corrupción que abarca todo el sistema político brasileño, no solo al PT–, se encuentra en stand by. Una muestra más de que lo importante era echar a Lula, no hacer justicia. La democracia les importó entre poco y nada, lo hicieron público y la gente se contagió. Si la democracia no vale nada, pues se vota a quien por tres décadas ha dicho que la democracia es una pelotudez.

El papel de las elites brasileñas, siempre cobardes para mantener sus privilegios, es clave para entender lo sucedido, comenzando por los medios de comunicación. De nada sirve hacer el comunicado que hizo el conglomerado financiero-informativo O Globo arrepintiéndose de haber apoyado la dictadura en 1964 si se ha estado década y media alentando el antipetismo más ruin, cuestionando los resultados electorales de 2014 y alimentando a la bestia antidemocrática. Cuando la bestia se libra de sus grilletes, no vale decir que se soltó sola.

No obstante, la cuestión de los medios no es suficiente para entender todo esto. Mucho menos en una campaña electoral marcada por las redes sociales. De hecho, han cobrado gran importancia las fake news (noticias falsas, vaya), lo que me lleva a dos reflexiones al respecto. La primera: los medios de comunicación también han dado noticias que lindan con la mentira. Lo que en realidad les molesta es no tener el patrimonio de la libertad de expresión. La segunda reflexión es que las fake news no son del todo un fenómeno actual. Se trata de la totalitaria propaganda de guerra que diversos actores políticos han utilizado a lo largo de la historia, dentro y fuera de democracias. Y es que los sistemas políticos mundiales se muestran cada vez más autoritarios y belicistas. ¿O en realidad lo han sido siempre pero no lo percibíamos?

El papel del resto de las clases ociosas tampoco ha sido mejor y, poco a poco, las cosas se van poniendo en su sitio y optan por elegir la mano dura bolsonita. Como dice Flávia Marreiro en El País Brasil: “Primero, fueron los operadores del mercado financiero, después llegaron los apoyos formales de las bancadas conservadoras en el Congreso y luego el aval del candidato que fue presidente de la poderosa federación de las industrias de San Pablo”.

Las bancadas conservadoras son la triple B –Biblia, boi e bala– y el centrão. A ellas se suman los libertarios, quienes proponen la práctica abolición del Estado para dejar todo en manos del mercado. Sin embargo, a la hora de la verdad, “el mercado” no es el mercado –algo natural en toda sociedad humana–, sino un eufemismo para no decir “gran propiedad privada”. Estos libertarios, al menor susto, pierden su aparente coherencia ideológica y pasan a ser meros anticomunistas sin religión. Estas alianzas suenan a pinochetismo 2.0: tras las elecciones de la primera vuelta, la bolsa subió 6% y el real se apreció. Capitalismo de casino. Ley y orden. No hay más preguntas, señoría.

Las interpretaciones sobre Bolsonaro

Las posiciones respecto de las elecciones brasileñas podrían dividirse en dos. Unos, pese a condenarlo, enarbolan la bandera de la democracia como legitimadora del resultado e insisten en que Jair Bolsonaro no es corrupto. Por otro lado, están aquellos que hacen una inflamada condena y hablan de ignorancia, de fascismo... Antes que nada, pienso que deberíamos dejar de lado esto de condenar por condenar. Como decían los romanos, “hagamos justicia y perezca el mundo”. En cualquier caso, analicemos ambas posiciones.

Al primer posicionamiento, cabe darle la razón en que es legítimo votar a Bolsonaro, pero no es cierto que Bolsonaro sea un candidato limpio. La única virtud cívica de Bolsonaro en este sentido es la de no haber estado envuelto en el mensalão –el caso de corrupción según el cual el partido gobernante paga a parlamentarios para apoyar tal o cual ley–. No olvidemos que el mensalão es una práctica habitual en el Legislativo brasileño y prácticamente todos los partidos del centrão en los que Bolsonaro ha militado –ocho– están de corrupción hasta las cejas.

Durante los 30 años que Bolsonaro ha sido parlamentario, sólo presentó una ley mientras cobraba su sueldo íntegro. Además, recibía un plus por trabajar fuera de su lugar de residencia, a pesar de tener varios apartamentos en Brasilia. Millones de reales estafados. Al margen de eso, Bolsonaro es un capitán en la reserva del Ejército acusado de intentar explotar bombas en los baños de la Academia Militar de las Agulhas Negras en 1987. Fue absuelto de esa acusación por un tribunal militar por falta de pruebas, ya que no se probó que el croquis que funcionaba como prueba del plan había sido dibujado por él. Pese a todo, una prueba caligráfica de la Policía Federal posterior a la absolución comprobó que la letra era de él. Si a ello le sumamos la apología de la violación y de la violencia, nos preguntamos si la corrupción es una cuestión de dinero o de ética. En cualquier democracia digna, una persona así no debería poder ser electa.

Lula no pudo. De hecho, ¿por qué Lula no podía siquiera dar entrevistas desde la cárcel? ¿Por qué no lo soltaron cuando un juez ordenó su puesta en libertad? Aquello fue muy gráfico: cuando Rogério Favreto ordenó la libertad de Lula, Moro hizo un alto en sus vacaciones para frenar el proceso, algo ilegal a todas luces. Evidentemente, aquella fue una maniobra política para liberar a Lula, pero también lo fue la de Moro. El argumento del respeto al “estado de derecho” hace aguas. Debe ser propaganda.

El segundo posicionamiento es el de la condena total. La culpa sería de la ignorancia o de cualquier sucedáneo que nos permita una explicación fácil a modo de calmante para una conciencia herida. Pero este posicionamiento me parece poco reflexivo. En primer lugar, es cierto que algunas cosas en el PT huelen mal. Hagamos memoria. La crisis orgánica brasileña comienza con las legítimas protestas contra los delirios de grandeza imperial brasileña: la organización de un Mundial y de unos Juegos Olímpicos que no dieron ningún rédito al país. Y es que el PT siguió una estrategia de inserción internacional de realpolitik muy poco defendible. Estos eventos funcionan como muestra de poderío de un país y forman parte de un imaginario del desarrollo positivista del siglo XIX. Había un chiste de Micky Vainilla con una canción pegadiza que decía: “Insértate en el mundo, deja que el mundo te inserte”. Mientras sonaba, aparecía el mapa de Latinoamérica y Brasil tenía forma de nalgas.

Entiendo perfectamente el vil juego de la política estatal. Se pierde la inocencia. Pero una cosa es eso, y otra aceptarlo con fervor lanzándose a una carrera de competencia irracional entre potencias. ¿Y si en lugar de “insertarse” comenzamos a hablar de “desinsertarse” poco a poco, en la medida de lo posible? El candidato del PT, Fernando Haddad, después de todo, prometía volver a un lugar inexistente como decía la frase de su campaña: “O Brasil feliz de novo”.

He leído algunos comentarios que plantean si la izquierda no se habría excedido en las cuestiones que tienen que ver con el feminismo y la comunidad LGTBI. No lo creo. Sin embargo, es preocupante cómo la derecha reaccionaria se apropió de la “familia tradicional”. Nadie parece querer identificarse como “familia tradicional” por sonar conservador. Sin embargo, la gran mayoría de la sociedad todavía se organiza –y aspira a organizarse– bajo la forma de pareja heterosexual con hijos. No es algo cavernario o no tiene por qué serlo. La familia y el parentesco son algunas de las maneras más antiguas de crear un vínculo con otros que permita el socorro mutuo en un mundo de destino incierto.

Del mismo modo, ¿realmente creemos que el 46% de los brasileños es fascista? ¿Lo es Bolsonaro? Depende de a qué llamemos fascismo, porque la palabra, de tanto usarla, ha perdido su significado. De hecho, en las primeras encuestas muchos electores dudaban entre Bolsonaro o Lula. A la luz de los resultados, en comparación con los sondeos en los que aparecía Lula con cerca de 40% de votos, esa duda fue la decisiva.

Si echamos la vista atrás, lo que podríamos llamar fascismo “puro” brasileño –el integralismo– no era racista. El integralismo apoyó a Getúlio Vargas, el Juan Domingo Perón brasileño, apodado pai dos pobres, quien creó una cultura política con la que precisamente quiso terminar el golpe militar de 1964. El fascismo tenía un ingrediente futurista y estatista, adorador de la tecnología y la épica de la modernidad, además de una mística pagana. Por el contrario, los ultraderechistas de hoy son defensores de un statu quo radicalizado en su vertiente represiva. No ofrecen ningún futuro, prometen pasado. Y esa, probablemente, sea su gran debilidad.

Por eso, quizá, es hora de romper algunas de las leyes no escritas que tan escrupulosamente ha cumplido la izquierda. Y no me refiero al déficit fiscal. Es tiempo de imaginación y osadía. De asegurarse de que la dictadura no volverá superando la teoría de los dos demonios. De admitir la imposibilidad del desarrollo consumista y de la justicia social dentro del capitalismo-realmente-existente-hoy. De recurrir a la democracia directa. Todo ello en lugar de prometer lo imposible.

Jacobo Calvo Rodríguez es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid.

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