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No me mata el amor

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Es un buen muchacho, dice un vecino de Quebracho para referirse a Martín Bentancur, el hombre de 32 años que la semana pasada asesinó a su ex suegra y a un policía. Otra vecina pide que, por favor, la gente no se apure a tomar partido. Dice que las cosas no son como se comenta por ahí, que el hombre no es un asesino serial. Para el alcalde Mario Bandera, según el portal Ecos, el muchacho “se transformó por la ruptura de su pareja y reaccionó de una forma que nadie entiende”. En definitiva, detrás de una masacre como la del 28 de marzo, que incluyó dos homicidios y un incendio, lo que hay es un hombre arrasado por la furia y un pueblo que entiende que tiene sus razones para estar enojado. Una macana, che, cómo se complicaron las cosas.

La naturalización de la violencia, tanto en su forma explosiva como en sus múltiples manifestaciones contenidas y rutinarias, es habitual en los pueblos. El maltrato, la grosería, los desplantes y las humillaciones se cargan a la cuenta de la idiosincrasia o del temperamento, las locuras se asimilan y se aceptan sin que nadie piense en consultar a un médico y los vínculos se eternizan en esa aceptación del estado de cosas. Hasta que un día todo se sale de control y alguien muere.

Cuando la Cámara de Diputados votaba la ley integral que se propone garantizar una vida sin violencia basada en género, María Luisa Conde, diputada nacionalista suplente por San José, intervino para pedir que no se usaran palabras fuertes como patriarcado, y aprovechó para lanzar una advertencia a las mujeres violentadas: “Si tuvimos mal ojo, hacernos cargo”. Conde daba así un ejemplo redondo de cuál es el sentido común en torno a cuestiones como la violencia contra las mujeres o los vínculos de pareja. El 8 de marzo, en el marco del Día de la Mujer, la misma diputada se tomó la molestia de grabar y compartir un video en el que afirmaba que las mujeres salen a loquear y a payasear en las marchas porque el gobierno y los sindicatos las mantienen con el dinero de los contribuyentes. ¿Disparatado? Sin duda, pero ese disparate coincide con lo que quieren escuchar los que no se interesan en la política. La buena gente que no tiene tiempo para perder en asuntos complejos, que no tiene ganas de preguntarse cómo son las cosas, que sólo quiere vivir tranquila y estar segura de que nadie le toma el pelo. Porque antes que nada el indiferente político es un paranoico, y suele sentirse estafado. Lo estafa el gobierno, que no lo tiene en cuenta y le saca plata para dársela a los que no quieren trabajar. Lo estafa el Estado, que está lleno de atorrantes que cobran un sueldo por no hacer nada mientras él tiene que matarse trabajando. Lo estafan los políticos, que dicen discursos y no resuelven los problemas reales de la gente. El indiferente político odia a los que se interesan en la política, pero eso no le impide dar su opinión sobre cualquier asunto, y sobre todo sobre cualquier asunto que huela a matufia. Y todos, prácticamente, le huelen a matufia, porque el indiferente político es desconfiado por naturaleza y siempre teme que lo engañen. Al indiferente político no le importan los grandes conceptos detrás de las políticas públicas: le importa que no le saquen a él para darle a otro. Y ese miedo no tiene por qué corresponderse con la realidad (de hecho, es habitual que gente que no le paga a la Intendencia nada más que la tarifa de saneamiento y la de alumbrado público se queje del sueldazo que cobran los barrenderos). Y así, con un preconcepto por acá y otro por allá, con la tranquilidad de espíritu que da la convicción de que uno es bueno y no se mete en cosas feas y con la certeza de que todo es plata, el indiferente político, ese buen vecino, justifica un crimen de pasión, se queja de la ideología de género o anuncia, consternado, que se han perdido los valores y que a nadie le importa nada.

En la construcción de este fenómeno –de este no-sujeto– intervienen generosamente los medios de comunicación, pero no sin la complicidad del propio sistema político que terminará por ser su víctima. En una nota publicada en la diaria de ayer, Gonzalo Salas se refería al papel de las aspiraciones en la formación de las ideas que las personas tienen respecto de la distribución y redistribución de la riqueza. El de aspiración es un gran concepto: hace referencia a las creencias de movilidad social ascendente que tienen los individuos, y es lo que explica que personas que no ocupan un lugar elevado en la pirámide social tiendan a reproducir las ideas de los que tienen el chupetín por el palito. Pero para que eso ocurra, para que un sector social de ingresos modestos o precarios tenga fe en que el esfuerzo o la buena suerte mejorarán sustancialmente su situación, hace falta instalar ese credo simplón y aproblemático. Hace falta recitarlo en publicidades pero también en discursos, imponerlo por medio de mecanismos de premios y reconocimientos, repetirlo mediante fórmulas diversas que quieren decir siempre lo mismo: al éxito se llega mediante el esfuerzo, y a la derrota y el sufrimiento se llega por andar en malos pasos. Así, pasando por alto los infinitos detalles que hacen a la vida, se termina por imponer un sentido común que llega a considerar que un muchacho de pocas palabras que arrancó a los tiros porque le dolió que lo dejaran no es un mal tipo ni un asesino violento. En la otra punta del delirio, él mismo entiende, según se desprende de una carta que apareció ayer en una escuela, que se le fue la mano, pero que en todo momento actuó guiado por el amor. Y el amor se mide, razonablemente, por el esfuerzo: cómo me fuiste a dejar si te lo di todo, si me maté trabajando para que no te faltara nada.

Sáquesele a un sujeto la habilidad de simbolizar, retíresele la curiosidad por el otro, convénzaselo de que su vida es trabajar para proveer, prométasele que todo va a salir bien si él no se mete en líos y tenga por seguro que lo que obtendrá será un individuo paranoico y desconfiado, incapaz de verbalizar su frustración o de entender sus propios mecanismos emocionales.Deje solo a ese individuo y tenga paciencia: la explosión será cuestión de tiempo.

En Quebracho, la semana pasada, un individuo frustrado y enojado mató a dos personas. Pero el riesgo de que esas conductas explosivas y extremas se produzcan ya no entre individuos aislados, sino entre individuos reunidos por cualquier circunstancia coyuntural, es alto. Las simplificaciones están siempre disponibles para blindar preconceptos y fortalecer rencores. Es tiempo de tener en cuenta los detalles y no subestimar a los indiferentes.

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