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Ley de atropellada consideración

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Los impactos y resultados concretos que tendrán las diversas disposiciones contenidas en la ley de urgente consideración (LUC) que se está aprobando en el Parlamento se visualizarán, algunos en el corto plazo y otros en algún período de tiempo más dilatado. Pero dado el abordaje que se ha realizado por parte de los propulsores de la ley en las discusiones parlamentarias, con poco o nulo análisis detenido de las múltiples áreas de política pública que se modifican, existe poco margen para dudar que los resultados serán negativos.

Habla mucho de este gobierno y de la coalición que lo sustenta en lo político el tipo de debate que se dio con relación a los contenidos de la LUC. La paradoja principal indica que este gobierno corre contra el tiempo y tiene apenas cuatro meses de instalado. Más que urgente consideración, esta iniciativa marca el verdadero ADN del proyecto del gobierno; es un proyecto de atropellada, de querer meter a la fuerza y resolver a la carrera disposiciones que modifican áreas muy sensibles de política pública, que fueron discutidas mínimamente y aprobadas sumariamente.

Uno pensaría que, por el contexto posterior al resultado electoral de 2019, la principal tarea del conjunto del sistema político debiera ser la de instalar procesos de discusión para alcanzar acuerdos nacionales en áreas sensibles como la educación, el papel de las empresas públicas, el derecho laboral, el medioambiente y tantas otras.

Ni que hablar en otros temas que se aprobaron en la LUC, como la creación de una Secretaría de Inteligencia Estratégica del Estado.

Pero la realidad marcó otra cosa. Ríos de tinta y alegatos corrieron sobre la supuesta “grieta” que tanto mal le hace al sistema político y a la sociedad en su conjunto ‒decían‒, para descolgarse ahora con una ley que hizo desfilar por el Parlamento a decenas de instituciones y entidades para ser escuchadas por 20 minutos en comisión.

No nos engañemos: los contenidos de la LUC, en múltiples pasajes, son preocupantes. Pero también es preocupante la forma del debate y cómo se procesa su aprobación parlamentaria.

Hay señales que marcaron, en estas últimas semanas, precauciones y preocupaciones por la LUC, a las que no se puede referir precisamente como voces de oposición política al gobierno; son actores con preocupaciones válidas, como los tres relatores especiales de Naciones Unidas que alertaron sobre los temas de acceso a la información y el derecho de huelga y manifestación; o los fiscales que señalaron los cambios en el Código del Proceso Penal; o el relator para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; o la Universidad de la República por medio de su rector y los equipos académicos que lo acompañaron.

De un lado la razón, y del otro el gobierno.

Las razones ‒desconocidas por el gobierno‒ esgrimidas por estos actores le van a generar en el futuro dolores de cabeza al Poder Ejecutivo, porque no tendrá herencia a la cual echarle las culpas por un articulado que desconoce las verdaderas urgencias que plantea el contexto económico y social actual.

El tipo de debate que requieren los temas que se incluyeron en la LUC debería ser una oportunidad para dar un mensaje del sistema político en su conjunto a las necesidades y urgencias de la población.

Tan sólo tomemos como ejemplo la aprobación de la Secretaría de Inteligencia Estratégica del Estado. Un organismo de esas características, con los cometidos y atribuciones que normalmente tienen los servicios de inteligencia, y observando las gravísimas experiencias que al respecto suceden en países como Argentina o Brasil, con la judicialización de la política en los carriles de la “inteligencia estratégica”, no debería ser tomado con la ligereza con la que se ha presentado este tema en sociedad.

Un fantasma que recorre América del Sur

Año tras año, usualmente cerca del momento en que se divulgan encuestas sobre el estado de la democracia en la región, como las que realiza Latinobarómetro, los medios y los políticos utilizan los resultados de este tipo de sondeos para teorizar y adjetivar la situación de la democracia en nuestros países. Estos debates sobre la democracia, así encarados, se realizan viendo las debilidades ajenas y disimulando las tragedias propias.

Pero la rigurosidad del análisis y el compromiso democrático verdadero debería hacer foco, al menos, en que los sistemas democráticos no se horadan por sí solos, sino que se debilitan por acciones políticas precisas que, si se mantienen en el tiempo, se convierten en fallas estructurales del funcionamiento democrático. Los proyectos de ley “enviados con mensaje de urgencia” a los Parlamentos y Congresos son un tipo de comportamiento político que debilita el relacionamiento entre los poderes del Estado y que cuestiona la convivencia democrática entre los gobiernos y la oposición.

Si miramos lo que pasa en la región tan sólo en este año, otro gobierno que envió al Congreso un proyecto para reforzar el Sistema de Inteligencia del Estado por medio de un tratamiento de carácter urgente es el gobierno de Sebastián Piñera, en Chile. Dicho proyecto propone crear un Consejo Asesor de Inteligencia que aconseje al presidente y diseñar la Estrategia Nacional de Inteligencia. ¿Todo esto para qué? Su propio ministro de Defensa lo admitió: “Si hubiésemos tenido un sistema de inteligencia moderno, los actos de violencia que ocurrieron en el mes de octubre [de 2019] se podrían haber impedido”.

Este es un paquete bastante complejo de reformas de carácter ultraliberal, concentrador, autoritario, que promueve la falta de transparencia y la falta de participación, y que tiene un claro tinte privatizador.

Es decir, inteligencia para controlar la supuesta “amenaza interna”, los movimientos sociales y organizaciones políticas que rechazan los paquetes de ajuste y de recorte de derechos de este tipo de gobiernos.

Los parecidos entre el proyecto Piñera y el Proyecto Lacalle Pou para la política de inteligencia son llamativos… allá también se crea la figura del “subdirector” de inteligencia; allá también se busca la “coordinación” de todos los organismos que producen inteligencia, se busca “dotar de nuevas facultades a la Agencia Nacional de Inteligencia”, etcétera. Todo esto no fue hace dos años; este debate se está produciendo ahora, se inició el debate en Diputados a mediados de mayo de este año; toda esta urgencia en reformar el sistema de inteligencia se da en medio de la pandemia.

Otro ejemplo de gobierno adepto a la costumbre de enviar proyectos de urgente consideración al Congreso es el de Iván Duque, en Colombia. El presidente Duque envió no una, sino dos veces un proyecto con mensaje de urgencia para concretar una reforma tributaria, que entre otras disposiciones incluía la baja de las tasas de tributación empresarial. La tuvo que enviar dos veces porque el primer proyecto ‒aprobado en 2018‒ fue declarado inconstitucional por la Corte Suprema. Esto no fue hace tres o cuatro años; se terminó aprobando en enero de este año.

En esta misma línea, pero agravado por la falta de mayoría automática, es el caso de Ecuador bajo el gobierno de Lenin Moreno. Ejemplo idéntico al anterior: proyecto de reforma tributaria con mensaje de urgencia, enviado al Congreso por el Poder Ejecutivo en noviembre de 2019, luego de que la Asamblea Nacional rechazara otro proyecto de ley de “crecimiento económico”. Antes de la emergencia sanitaria de este año, el gobierno de Lenin Moreno presionó a la Asamblea Legislativa con proyectos de consideración urgente en medio de graves manifestaciones sociales.

Igualmente, el caso de Ecuador es especial porque el gobierno de Lenin Moreno no tiene mayorías parlamentarias en la Asamblea, pero sí logró aprobar proyectos de emergencia económica para paliar la crisis por la pandemia del coronavirus.

Todos estos gobiernos ‒Chile, Colombia, Ecuador‒ son gobiernos con bajos niveles de aprobación. El gobierno de Ecuador tiene este año un nivel de aprobación de 18%; el gobierno de Piñera de 12,7%; y el gobierno de Duque, a principios de año, tenía 23% de aprobación, aunque recientemente sufrió un leve aumento.

Estos gobiernos, con poca o nula aprobación de sus respectivas gestiones, operan un relacionamiento con sus Legislativos complejo y problemático para la institucionalidad democrática. Esto siendo benévolos, porque en otro nivel, en lo que refiere a sus respectivos patrones de relacionamiento con la sociedad civil, movimientos sociales y organizaciones populares, esos gobiernos operan bajo criterios basados en la idea completa del “enemigo interno”.

Pero eso es algo que queda lejos, se puede decir, mirándolo desde Uruguay. Aquí la institucionalidad y la robustez democrática no está en duda. Sin embargo, habría que tener más cuidado con esto. Ahora el gobierno de la coalición sigue este camino por el sólo hecho de que anunció hace más de un año que su debut parlamentario sería con una ley de urgencia. Un proyecto de ley de urgencia que llegó al Parlamento con más de 500 artículos y que se hace en este contexto de pandemia y emergencia sanitaria y económica, como una demostración de poder y de “hacerse cargo” fútil, vana, barata.

Si este proyecto de ley de urgente consideración se presentara dentro de 12 meses, ¿se aprobaría?, ¿contaría con los votos necesarios para ser cristalizado tal como lo busca el Poder Ejecutivo? Lo dudamos. De ahí proviene lo verdaderamente urgente, que no es solamente el contenido de este proyecto; si esta iniciativa se debatiera dentro de algunos meses, no tendría las mayorías parlamentarias. Esa es la verdadera urgencia: que no saben hasta cuándo funciona esta coalición.

“Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces”, sostienen que dice el dicho. Aquel que debe demostrar una y otra vez su poder es porque tal vez no lo tenga tan amarrado.

Este no es un proyecto más, es un paquete bastante complejo de reformas de carácter ultraliberal, concentrador, autoritario, que promueve la falta de transparencia y la falta de participación y que tiene un claro tinte privatizador. Del otro lado, la democracia implica planificar, dialogar, rendir cuentas, negociar con los partidos políticos, con los sectores sociales, con la sociedad; no hay que jugar para la barra, sino para el conjunto de la población. No nos horroricemos luego cuando los sustentos de nuestra democracia no aparecen tan firmes como se pensaba.

Daniel Caggiani es diputado del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio.

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