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Mitologías: el avión en la cordillera y el combate al coronavirus

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Leído por Andrés Alba
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Atravesamos un momento crítico. Los casos activos de coronavirus crecen en forma exponencial y todo indica que la cosa irá empeorando. No pudimos surfear con elegancia la ola de nuestra singularidad, esa que provenía de la temprana exposición al bacilo de Calmette-Guérin (BCG) o del hábito de tomar mate o del hecho de no contar con grandes estaciones de ferrocarril o activas terminales aéreas similares a hormigueros humanos.

Ni la escasa población ni la peculiarísima composición de nuestra naturaleza ni los fuertes y continuos vientos que azotan la costa nos pusieron a salvo de una escalada de contagios que se verificó en Uruguay con la misma puntualidad que en el resto del mundo. Quién lo hubiera dicho. Y ahora, claro está, cuando la sangre está llegando al río y no se habla de otra cosa (este año, por suerte, no tuvimos otras interpelaciones sanitarias: nadie nos miró severamente porque les ponemos mucha sal a las papas fritas, nadie nos recordó la obligación del papanicolau ni de la mamografía, nadie nos sugirió medirnos el azúcar en sangre y dejar para siempre el cigarrillo, al alcohol y la mayonesa), resulta que otra vez nos arrullan con la canción de que somos especiales, heroicos, capaces de esfuerzos sobrehumanos para sortear la desgracia y el infortunio.

Con ese espíritu, que no es sino el espíritu voluntarista y motivacional que siempre acompaña a la retórica del éxito individual y del premio al mérito, la Presidencia de la República lanza un spot publicitario protagonizado nada menos que por un puñado de sobrevivientes de la tragedia de los Andes. “Debe ser cierto eso de que los uruguayos tenemos algo especial. Nos agrandamos frente a la adversidad. Un grupo de uruguayos juntos puede enmudecer al Maracaná, sobrevivir a una cordillera y hasta controlar el coronavirus. Los Andes y la pandemia tienen mucho en común”, dice al comienzo, y sigue luego más o menos en el mismo tono, tratando de establecer en qué se parece estar varado en la nieve en una montaña en medio de una cadena de picos similares e inexpugnables, rodeado de amigos y familiares muertos y sin nada para comer, con estar enfrentando un virus que se esparció por todo el globo y sobre el que se habla sin parar, segundo a segundo, en las pantallas de todo el mundo, y al que enfrentan con desigual eficacia los sistemas sanitarios de países ricos y pobres. ¿Y en qué se parecen, entonces, ambas situaciones? En la angustia, la incertidumbre, la impotencia. Por suerte, hay lugar para la esperanza, y también para ella hay comparaciones, aunque sean menos felices: los helicópteros rescataron en tandas a los sobrevivientes, del mismo modo que las vacunas salvadoras van llegando en tandas. Gracias, televisión, por habernos mostrado en directo el arribo de las cajas, como antes el de los ultrafreezers (qué oportunidad perdida la del paralelismo entre las cumbres heladas y los -86° requeridos por algunas vacunas), gracias por transmitir en directo lo que se siente al recibir el pinchazo (nada, según la mayoría de los testimonios) y por estar siempre allí, donde la espectacularidad de la tragedia o de la salvación lo demanden.

No puedo dejar de sentir cierta vergüenza (trato de evitar la indignación, la rabia) cuando se invoca la incertidumbre ocasionada por un hecho terrible pero accidental para hacerle creer a todo un país que la angustia y la impotencia provienen del azar, de la distracción o la furia de Dios, de la mala suerte, y que deben afrontarse con calma y coraje, “cuidándonos los unos a los otros”. Hay gente, claro, que sólo afronta la incertidumbre, la angustia y la impotencia cuando le pasan cosas así. Cosas que pueden ser muy raras, como caer en la cordillera, o menos raras, como sufrir un accidente de tránsito o enfermar de algo grave y doloroso, o triviales, como no saber cuánto rato se va a demorar en el súper porque entre la distancia social y la reducción de personal en fiambrería uno entra y no sabe cuándo sale.

No puedo dejar de sentir cierta vergüenza cuando se invoca la incertidumbre ocasionada por un hecho terrible pero accidental para hacerle creer a todo un país que la angustia y la impotencia provienen del azar.

Pero hay otra gente, y es mucha, muchísima, que sabe de incertidumbre, de angustia y de impotencia sin necesidad de pasar por eventos espectaculares y hasta sin oportunidad de padecer ansiedades triviales. Es la gente que se quedó sin trabajo, la que pasó al seguro de paro, la que tuvo que cerrar el pequeño negocio que le daba el sustento, la que no tiene idea de cómo va a pagar el alquiler y ha visto subir las tarifas de la luz, del agua, del teléfono y la conexión a internet, si es que la tiene. La gente que no puede prever su recorrido inmediato porque el suelo se iba creando bajo su pie en cada paso, como en aquellos viejos videojuegos de plataformas, y ahora no puede dar el paso o, peor aún, sabe que si lo da no habrá, mágicamente, una baldosa que lo sostenga. Sabe que una vez más no hay nada, no hay red, no hay soporte alguno, no hay contención para su angustia.

Se dice fácil que se aumentarán las asignaciones y se duplicará el monto de las canastas alimentarias TuApp, pero es bueno recordar que el monto de esa canasta es 1.200 pesos, así que el doble llegará a la loca suma de 2.400. Y que las asignaciones familiares se otorgan a quienes tienen hijos, así que por cada prestación hay una boca que alimentar. Habrá que ver qué se espera que hagan los afortunados beneficiarios de la caridad del Estado. Habrá que ver qué hacen los mayores de 65 que pasan a seguro de enfermedad y cómo se las ingenian los que, como bien explicó el presidente, tienen cobertura social, o sea que van a cobrar el seguro de paro, que asciende en el mejor de los casos a 60% del salario.

Lo que quiero hacer notar aquí es que más allá o más acá de las medidas que se tomen para “reducir la movilidad” o “aplanar la curva” o lo que quiera que sea (no seré yo quien diga lo que está bien o mal en materia sanitaria), eso de “cuidarnos entre todos” hasta el momento incluye únicamente medidas que cargan al Banco de Previsión Social (mediante los seguros), a los funcionarios públicos (mediante el impuesto covid a los que tienen sueldos más altos) y a los que se tienen que ganar el pan un día sí y otro también porque no tienen espalda para sostenerse sin trabajar o sin revolverse de alguna manera.

A los privados, dice el presidente, no se les puede exigir nada. Son libres, como somos libres todos, y como todos, sabrán lo que tienen que hacer. A los bancos no se les puede pedir una colaboración que sí se les puede extraer a los funcionarios del Estado. A los dueños de los medios de producción (perdón por usar esa expresión obsoleta, pero no se me ocurre otra) se les rebajan, eventualmente, los aportes patronales (otra carga que asume el BPS) y se les permite funcionar, porque a fin de cuentas son los que sacan el país adelante. Los cuidamos entre todos. A los agroexportadores ya les subimos el dólar y ahora, si todo sale bien, les conseguiremos una rebajita en las tarifas de exportación, que para eso hemos negociado tan ventajosamente con cierta empresa extranjera.

Mientras tanto, muy lejos de allí, una investigación de la Universidad de la República y la Asociación de Bancarios dada a conocer en diciembre del año pasado revelaba la existencia de cerca de 700 ollas populares y merenderos que, a fuerza de trabajo voluntario y ayuda silenciosa, trataban de paliar el hambre de miles y miles de personas que vieron severamente comprometida su alimentación durante el último año. 100.000 personas habían caído en la pobreza en abril del año pasado, a apenas 15 días de decretada la emergencia sanitaria y a un mes del cambio de gobierno. Hay que admitir que estaban prendidas a la supervivencia con alfileres, pero también hay que saber que la disparada del dólar mandó millones de pesos directamente de nuestros bolsillos a las cuentas bancarias del sector agroexportador. Sí, a ese sector siempre lo cuidamos entre todos.

Así las cosas, mejor que vigilar quién se pone o no se pone el barbijo, mejor que mostrar quién se vacuna y quién se resiste a poner el brazo, habría que recordar que de 45 personas que viajaban aquella infausta jornada en el avión 571 de la Fuerza Aérea regresaron menos de la mitad. Hicieron lo que pudieron, pero tal vez no sean la mejor metáfora de lo que un país puede y debe hacer, por más maracanazo que siga agitando cada vez que la cosa se complica.

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