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Ilustración: Ramiro Alonso

Memoria en el país del Nomeacuerdo

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Mi amiga Ada, que es nigeriana, un día me dijo que si el león escribiese su historia, el cazador nunca sería el héroe. El mundo en el que vivimos, nuestra sociedad, es un poco eso. Junto con nosotros van las historias que tejemos, que le dan sustento a la acción y razón a nuestro andar.

Por eso es importante que esas historias cuenten lo que hicimos, lo que pasó, pero también que sean la historia de todos, contada y conocida por todos, nuestra memoria, para afirmar así una identidad que nos haga más fácil saber a dónde queremos ir.

Tan importante es este relato que quien ostenta el poder intenta también contar una historia. Una historia para que todos la acepten como propia, por más que algunos sean el león y no el que apunta. Si lo logran, aunque sean mezquinos e infames, se aseguran de permanecer en el panteón de los héroes.

Cuando condenaron a Galileo, poco importaba la verdad y el razonamiento que la dejaba en evidencia. Lo que había en juego era la solidez del edificio que sostenía el dominio material y simbólico, que no era cuestionado por quienes lo padecían.

En nuestro país, algunos años antes del golpe de Estado empezaron a secuestrar gente. Los hacían desaparecer para salvar la patria, decían, con la historia de que esas personas eran el enemigo al que debíamos temer. Cuando las madres, buscando, empezaron a recorrer juzgados y cuarteles, también les hacían un cuento. Que no sabían nada, que se habían escapado, que habían viajado al exterior y un montón más de mentiras.

Contaban una historia porque tenían que mantener la apariencia. Porque la verdad no los mostraba como héroes ni les daba una coartada para justificar lo que hacían. Lo que hacían no fue casualidad ni el descontrol de algunos locos sueltos, como quisieron hacer creer después. Fue una forma de actuar a conciencia, con un objetivo que llevó a nuestra sociedad, al igual que al resto del continente, a vivir sus peores años. También sembraron algunas ideas. La de que puede haber personas bajo sospecha por ser diferentes o por no pensar lo mismo. La de “hacé la tuya y no te metas”. La de una sociedad con miedo y que debía resignarse a su suerte, por más terrible que ella fuera. Así arrastraron a la pobreza a amplios sectores de la población mientras otros afirmaban su dominio. Todo eso se mantiene, en parte, hasta nuestros días.

Pero las familias siguieron preguntando, buscando, haciendo denuncias, recorrieron el país y el mundo, organizándose y aprendiendo. A pesar de ello, gran parte de la sociedad estaba de espaldas. No sabía o no quería saber. Tras el golpe, el manto de silencio siguió imponiéndose. Pasaron los años y seguían desapareciendo. Un día, entre el miedo y la desidia, se transitó hacia una elección que traería nuevamente la democracia.

Por eso también hacemos acto de presencia en la marcha y seguimos andando, para que podamos poner sus caras y sus nombres en la trama y en ese encuentro proyectar los mismos sueños que un día les quisieron apagar.

Una vez recuperadas las instituciones, fue ese miedo el que se agitó para justificar la ley de impunidad. El referéndum posterior mostró hasta qué punto el león seguía creyendo que era el cazador. Pero sirvió también para que muchos escucharan por primera vez lo que había pasado y para desarmar lo abstracto e indefinido. Desde entonces aprendimos que quienes habían desaparecido no eran el enemigo de nadie, ni habían viajado al exterior, ni pretendían lesionar la patria. Eran el hermano o la amiga de alguien, tenían madres con una voz, un nombre, fueron compañeras de trabajo o de estudio, tenían ideas, sueños y una vida que no les dejaron vivir.

Siguió adelante Uruguay mirando para otro lado, afirmando sus pasos en el olvido de ese horror y muerte, como si pudiera hacer de cuenta que no existía. Pero al mismo tiempo estaba presente el empeño en encontrarlos. Esas madres, que contaban a todo el que quisiera oírlas lo que había pasado, un día nos convocaron a marchar y encontrarnos en la plaza Libertad. Era un homenaje a la memoria de sus hijos y al reconocimiento de la verdad. Esa marcha que nos convoca cada mes de mayo desde 1996 hasta hoy ha sido también la forma de tejer en la calle esa historia que no se había querido escuchar. El silencio para pensar, el andar juntos, el “presente” detrás de cada nombre, el saber un poco más, la pregunta de las nuevas generaciones, nos acercan a la verdad. Nos van armando la historia que es de todos y que nos permitirá encontrarnos en una sociedad sin impunidad, donde nunca más puedan tener lugar estos crímenes.

Llegó un día en que el Estado investigó, reconoció y condenó responsables. Quedó claro también que no son todos y que los que saben y sus cómplices se aferran al silencio, intentando que no se les caiga arriba el edificio.

Por eso, en las mismas calles donde un día los secuestraron, hoy ponemos marcas y placas, para que se sepa en el barrio, en la plaza, dónde fue y quiénes fueron. Por eso también hacemos acto de presencia en la marcha y seguimos andando, para que podamos poner sus caras y sus nombres en la trama y en ese encuentro proyectar los mismos sueños que un día les quisieron apagar.

Gimena Urta es dirigenta del Nuevo Espacio, Frente Amplio.

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