Argentina es una gran traductora e importadora de ideas: desde el Belgrano traductor del fisiócrata François Quesnay, o Mariano Moreno de El contrato social de Jean-Jacques Rousseau, no hubo iniciativa cultural y política que no esté atravesada, por lo menos en parte, por el devenir siempre refractado de ideas europeas o norteamericanas. Los libertarios son, quizás, el avatar más reciente e intenso de una serie de importaciones y réplicas de ideas y prácticas, en especial de Estados Unidos. No hay copia sin diferencia, claro está, y no hay miembro o adepto del partido de Javier Milei que en un punto no sea un Pierre Menard libremercadista. Sin embargo, en estas líneas me interesa recuperar algunos núcleos que, lejos de ser invenciones criollas, poseen modos de configuración y coordenadas ya conocidas y estudiadas. De ninguna manera se trata de totalizar los sentidos que se receptan del “fenómeno”, asediado desde hace días por una hermeneusis frondosa: lo que los adeptos o votantes interpretan, imaginan o esperan de La Libertad Avanza no es el objeto privilegiado aquí. Por otra parte, son temas largamente tratados por sociólogos y antropólogos que nos han aleccionado sobre las complejidades de esta conformación política. Sólo intentaré dar cuenta de algunos aspectos que riman mucho, demasiado, con tradiciones neoconservadoras internacionales.
Leones y outsiders: una épica del individuo
Lejos de ser novedosa, la mirada que Milei propone obedece a una articulación conocida entre política, economía e individuo, que puede rastrearse en varios críticos de distintas formas del “Estado de bienestar”. El desafío de estos autores no era sólo proponer otras claves económicas, sino cuestionar el tipo de sujeto que se consideraba el centro de la economía: el trabajador y el consumidor. En contrapartida, propusieron una visión distinta de la sociedad y de los agentes más valiosos. Friedrich Hayek entroniza al individuo y sus planes en un juego con ciertas reglas que sólo consisten en un marco, que de ninguna manera dirige los fines, tal como hace el intervencionismo estatal. Otros llamados “neoliberales” proponen al individuo empresa como el hombre económico. Joseph Schumpeter, en 1927, define al emprendedor como voluntad y fuerza. Con claros tintes nietzscheanos, elogia su energía física y nerviosa, su capacidad para reconocer una ocasión y para revolucionar los negocios. Se trata de un líder marcado por su fanatismo, su oportunismo y su capacidad de fundar nuevos órdenes.
Estas formas de entender el sujeto económico hace tiempo que han contagiado el universo político, en especial en épocas de irradiación neoliberal, pero también tienen sus hilos en tradiciones más viejas, que hacen a las divergencias del pensamiento conservador. Edmund Burke, un autor del siglo XVIII considerado uno de los primeros pensadores del liberalismo conservador británico, recurrió a las alegorías animales para sugerir que, a diferencia de la fuerza del león, una fuerza que sólo se usa para el propio bienestar y comodidad no puede ser sublime, no puede dar con lo grandioso e imponente. Según Corey Robin, estas insinuaciones muestran una tensión dentro del conservadurismo: un malestar con los peligros de un gobierno establecido desde hace mucho tiempo y con un modo de autoridad demasiado cómoda y segura.
Este descontento conservador con las clases dominantes radica en elementos de fuerza y voluntad: la seguridad del establishment hace que las clases dominantes pierdan su voluntad de poder, atrofien la velocidad de sus músculos e inteligencias. Esta línea, entre otras, anima a Donald Trump y encuentra su destino sudamericano en Milei. En él también se da una interesante tensión entre un modo de hacer política bajo el signo de la guerra y la confrontación sin atenuantes y su concepción del mercado como la señal y a la vez el garante de la paz, tensión que se encuentra también en el expresidente de Estados Unidos y los choques que se daban entre, por un lado, su retórica e imagen de heroísmo, la gloria del campo de batalla político y sus confrontaciones y, por otro lado, el valor del mercado y el intercambio, la comodidad de la acumulación de la riqueza. El conflicto ya viejo entre el guerrero y el hombre de negocios encuentra en ciertas figuras del mundo financiero, en los emprendedores tech y en los “animales” empresariales algunas síntesis, pero permanece en otras arenas.
Por otro lado, la creciente concepción de la política desde una grilla económica no es nueva tampoco, y en los últimos años fue el macrismo el encargado de configurar e instalar una racionalidad económica; en este sentido, no es raro que Mauricio Macri tenga simpatías hacia la visión de Milei: en definitiva, él también se imagina como un héroe del mercado, un ejecutor de las lógicas competitivas de la empresa en el mundo de la política. Es elocuente el hecho de que tanto el libro Para qué del expresidente como El camino del libertario de Javier Milei se organicen a partir de similares tropos y estructura que The Art of the Deal, el bestseller de Donald Trump.
Sobre el primer título, Macri afirma: “Este libro trata sobre este misterioso camino hacia la felicidad. Es sobre mi viaje personal y lo que aprendí en él”. En el texto de Milei también acompañamos al protagonista en un camino a la felicidad y a la iluminación intelectual, un viaje personal plagado de secretos que se presenta como valioso y digno de estudio. La misma idea general estructura el libro de Trump, publicado hace varios años, en 1987: un viaje que incluye memorias y consejos, éxitos y fracasos, que en conjunto revelan a un protagonista al borde de la epicidad.
El mercado moral
En las invectivas de Milei a la “justicia social” se ha leído un ataque frontal al kirchnerismo y al peronismo, una arremetida a la consigna privilegiada de esas tradiciones políticas. Pero esa lectura cierra el problema a nuestras fronteras y litigios nacionales, cuando en rigor el desprecio a la justicia social como centro político-económico es de vieja data y, específicamente, es uno de los nudos de la escuela austríaca. A fines del siglo XIX, Carl Menger puso en duda la calificación de “inmoralidad” al hecho de que un propietario de la tierra tenga mayores ingresos que el de un trabajador. La escuela austríaca, que luego fue tan influyente en la derecha norteamericana, se constituyó antes que nada como antimarxista y antisocialista, enemigos que se convirtieron en verdaderos tropos transhistóricos, usados caprichosamente, tal como demuestra Milei.
El partido de Javier Milei es quizás el avatar más reciente e intenso de una serie de “traducciones” de ideas y prácticas, en especial de Estados Unidos.
Parte de esa construcción de un enemigo socialista o marxista implicó, hace décadas, el desafío de disputar el terreno moral, y sacarle ese bastión al socialismo. Ludwig von Mises lo planteaba quejumbroso en 1932: “Cualquier defensor de medidas socialistas es considerado un amigo del Bien, de lo Noble y de la Moral, como un pionero desinteresado de las reformas necesarias, en resumen, como un hombre que sirve desinteresadamente a su propio pueblo y a toda la humanidad”, y la noción de “Justicia social” era la contraseña de esa buena moral. Hayek y el propio Mises propusieron otra, la del mercado. Ante una perspectiva tradicionalista que, más bien, visualizaba la búsqueda de dinero como una práctica problemática desde el punto de vista moral, esto es, generadora de atascos irresolubles o crisis de conciencia, estos autores encuentran en el mercado el establecimiento de condiciones para que los sujetos prueben y cultiven valores morales. La economía es productora ética: en sus circunstancias materiales, el sentido moral crece y los valores se recrean. Por eso, los defensores del libre mercado son “moralmente superiores”. En un nivel más concreto, hubo otro gran mecanismo de disputa ética en demonizar en términos morales ciertas medidas en favor de los trabajadores, tal como hicieron los conservadores norteamericanos en sus críticas a las políticas del New Deal, alegando que los altos impuestos a los ricos eran un robo a los trabajadores, lo cual los hacía menos libres.
La política de la ofensa y el show de la contradicción
Las llamadas “nuevas derechas” alimentaron ese carácter novedoso a fuerza de “tomar prestados” ciertos estilos y formas de intervención en la esfera pública; se ha propuesto la era Nixon como un momento clave de esos préstamos. Desde la década de 1980 se perfiló uno de los grandes robos retóricos y actitudinales de teóricos del Partido Republicano, entre ellos David Horowitz, que visualizó un atractivo en la causa del desvalido, la performance shockeante y la búsqueda del escándalo propias de las izquierdas de las décadas de 1960 y 1970. El conservadurismo norteamericano se revitalizó a partir de tomar esas prácticas, el tono beligerante y también la ventaja argumentativa de hacer acusaciones constantemente.
En la era de las redes, el trajinado Steve Bannon capitalizó varios reductos de internet asociados a las guerras culturales de la Alt-right, y los gigantes televisivos de línea conservadora se pusieron a tono, agiornando su menú. Como se imaginará, es una estrategia clave y efectiva para el ascenso rápido de figuras ignotas, especialmente en la era de los algoritmos: nadie puede dejar de mirar el exabrupto, todo el mundo quiere meter su cuchara y probar un poco del dulce néctar de la influencia otorgada como maná del cielo por gracia de la polémica eterna. Se trata de un entramado político espectacular eficiente por su inevitabilidad y por la baja cantidad de recursos que necesita: por eso tanto los MAGA boys como los libertarios más adeptos pueden crecer y crecer sin estructuras comunicacionales sólidas, ya sean estatales o privadas. Cuando todo el mundo come, se valora y multiplica hasta el pan más mohoso. Así, copiamos y recreamos la transitada simbología bélica de los cruzados y las guerras religiosas, los fandom de hombres dedicados al influenciariado forista, el lenguaje financiero y el optimismo crypto, las esquirlas de las batallas culturales en contra de la “ideología de género” y el “marxismo cultural” y, en el plano del líder, las motosierras, los gritos y los gestos excéntricos.
Esta espectacularización de la ofensa y los sentimientos exaltados, los insultos, las extravagancias faciales, las reacciones inapropiadas para un político, el minado activo y constante de la seriedad o de la solemnidad, están en Milei y antes en Donald Trump, quien sentenció “Sometimes it pays to be a little wild”.
En este espectáculo, la contradicción y la inconsistencia es parte del entremés; estar en contra de los políticos de la casta y querer formar parte de la casta o abrazar a Luis Barrionuevo no es un problema, así como tampoco lo es proponer líneas conservadoras pro “familia” y luego aconsejar pornografía como sustituto de la educación sexual integral. Trump ejercía el mismo show de la contradicción abierta y, lejos de ser un problema, en Estados Unidos se leyó y experimentó como una manera de contrariar el racionalismo de la izquierda: a su lógica y su deseo de complejizar se le oponía una ambivalencia orgullosa, según la cual vale todo o, más precisamente, que las cosas pueden afirmarse y negarse a la vez, sin que eso genere un problema. Esta suerte de igualación valorativa o relativismo desconflictualista aparece también en varias figuras cercanas a la cultura libertaria, tales como Carlos Maslatón o Alejandro Fantino. Estas actitudes, claro está, se dan en un marco específico de una Argentina de crisis, falta de respuestas y fragmentación de verdades políticas al calor de la inflación, pero tienen orígenes discursivos previos. La conjunción es extraña pero funcional: una lúdica apuesta por la contradicción abierta en contra de toda solemnidad, y, a la vez, una solemnidad extrema encarnada en Milei como Quijote, como un iracundo decidido y singular que puede, tal como hizo Trump, asegurar que está solo contra todos.
Una nueva edad de oro
Parte de la apuesta conocida de las ultraderechas a nivel global es proponer un tiempo pasado que fue mejor, un imperio ido totalmente distinto a los conocidos. En general, se trata de configurar una era dorada sin conflictos, en especial sin los conflictos asociados a la emergencia de sectores que pugnaron por su participación o por mejores condiciones de existencia. El de La Libertad Avanza es, como se sabe, el auge de la Argentina “granero del mundo”: hace 100 años Argentina perdió su paraíso. Nuevamente, ya el macrismo había esgrimido esta certeza, luego sofocada por los 70 años de peronismo.
El pasado que Milei propone como futuro se caracteriza, ha sido dicho, por pésimas condiciones de vida y de participación democrática de los ciudadanos; se trata de una edad deseada sólo por su capacidad de articulación presuntamente virtuosa con el mercado global, por la falta del “socialismo” iniciado por Hipólito Yrigoyen, quien habría instalado la homologación entre necesidades y derechos. La hipótesis de la larga decadencia centenaria toma su atractivo del poder de verosímil para empresas idealizadoras que da todo presente de crisis. El valioso precio de la historia argentina ya había sido valorado de forma similar por Rick Harrison, la estrella del reality famoso por el meme, que en los inicios de 2019 y en una conferencia de la Unión Conservadora Estadounidense criticó a nuestro país y localizó en 1920 el quiebre de la prosperidad por la llegada del socialismo al país: en La Libertad Avanza deben compartir la biblioteca revisionista de Rick. Otra de las líneas de pugna por el pasado es la reivindicación de la “hispanidad” y de la ciudadanía española, blasones empolvados de Vox que Ramiro Marra y Victoria Villarruel importan por una aduana demasiado laxa y, esperemos, poco pregnante en un país que, aunque sea por razones futbolísticas, sostiene cierto nacionalismo en sus símbolos.
Lo interesante de la era dorada propiamente nacional es que los libertarios logran proponer a las mayorías un momento histórico que es el sueño eterno de las élites aristocráticas: el privilegio se vuelve popular. Nuevamente, dimensiones observadas en una de las líneas del pensamiento conservador norteamericano: cuestionar a los “parásitos privilegiados” para defender órdenes elitistas y fuertemente jerarquizados, prometer la innovación, la libertad y el futuro a través del pase mágico de la fobia al Estado y a los acontecimientos claves de los dos partidos más importantes de la Historia argentina.
Natalí Incaminato es profesora y doctora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Columnista radial de cultura en El destape. Esta columna fue publicada originalmente en eldiarioar.com.