El 26 de mayo de 1976, mi familia sufrió el penúltimo de ocho allanamientos nocturnos realizados por el gobierno de facto cívico-militar y su cruento terrorismo de Estado. Mi padre, Roberto, fue dirigente estudiantil y militante del Partido Socialista (PS) hasta 1966, cuando acompañó a Enrique Erro en la Unión Popular. Cuando se creó el Frente Amplio fue uno más de los de a pie, no sectorizado y cofundador, junto a mi madre Adriana, los Fulchi, los Navaja, los Roselli, los Torrano y tantos otros vecinos, del glorioso comité Volteadores. Mi padre era profe de Historia y trabajaba en el liceo 15. Mi madre era docente de Inglés, y daba clase en el Rodó y en el 15. Ambos eran militantes independientes del FA e integrantes del gremio docente disuelto por la dictadura. El allanamiento nocturno fue seis noches después del vil asesinato de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Whitelaw, y del infame secuestro y desaparición del doctor Manuel Liberoff.
Garat, un profesor “colega” de mis padres en el liceo 15, los denunció a las Fuerzas Conjuntas junto a 12 docentes de este y otros centros educativos, acusándolos de estar organizando un acto subversivo para reivindicar la memoria de la lucha de Zelmar. En realidad, miles de uruguayos se habían organizado en el boca a boca para convocar al velatorio y entierro del gran Zelmar, que los militares exigían que se hiciera a puertas cerradas y sólo con participación de familiares. De la traición del sátrapa de Garat se enteraron mis padres un mes después, cuando premiaron su delación nombrándolo director del liceo 20.
No encuentro ningún motivo genuino que habilite la ley de allanamientos nocturnos, para generar ni la más remota posibilidad de que algún otro niño uruguayo viva lo que nosotros y otros tantos gurises sufrimos.
La madrugada del 26 de mayo de 1976 dormíamos plácidamente con mi hermana en la casita 5 de una propiedad horizontal en Felipe Cardoso (actual Zum Felde) 1738, a media cuadra del Parque Rivera. En el apartamento 6, el último del pasillo hacia el fondo, dormían mis padres. Mis abuelos se lo habían comprado para que mi hermana y yo pudiéramos tener un cuarto cada uno, y ambas casitas se conectaban internamente. Mi hermana Anita tenía 15 años y yo 13. Nos despertó un estruendo ensordecedor y gritos ininteligibles que nos hicieron saltar de la cama. Caminamos con mi hermana hacia la puerta y vimos que la habían tirado abajo. Siluetas oscuras, con linternas y en movimiento, coparon la casa.
Nunca recordamos cuántos eran. Algunos con y otros sin uniforme militar, pero todos armados a guerra, gritándonos a lo loco y apuntándonos hasta que entendimos que querían que nos sentáramos en el piso con las manos en la cabeza. No me dio tiempo a pensar nada, tenía miedo y me meé encima. Mi hermana, desesperada, lloraba y los puteaba sin parar. Al rato vimos que por el pasillo, insultando, se llevaban arrastrando bultos que luego supimos que eran nuestros padres. En ese momento también se fueron los que nos custodiaban a nosotros sin mediar palabra. Nos quedamos paralizados, temblando, sin mirarnos ni hablar; el tiempo y el silencio no pasaban. Al rato vino Milka Negreira, la vecina de la casita 2, una crack que nos abrazó, nos cubrió con una manta en el sillón y se quedó a dormir con nosotros. La semana que duró la orfandad, todo el barrio nos ayudó a seguir viviendo. Gracias a las gestiones de Daniel Díaz Maynard y su familia, sumado a aportes de un militar cercano a la familia, a los siete días liberaron a mi madre y unos días más tarde a papá.
Con Anita, mi hermana querida, el último recuerdo que tenemos es el de cómo nuestros padres, enojados injustamente con ellos mismos porque se sentían responsables de lo que habíamos vivido, resolvieron quemar todos los libros y revistas “zurdos” que tenían escondidos en el patio. A la tardecita acondicionaron un viejo tanque de alquitrán en desuso, fueron prendiendo los papeles y la fogata de letras no pudo ser apagada por las lágrimas incontenibles de mamá y papá.
El olor a miedo tampoco me lo he podido sacar de encima. Por eso no encuentro ningún motivo genuino que habilite la ley de allanamientos nocturnos, para generar ni la más remota posibilidad de que algún otro niño uruguayo viva lo que nosotros y otros tantos gurises sufrimos.