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¿Qué liceos queremos?

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¿Cuáles son las pretensiones de los y las estudiantes secundarios en la actualidad? Naturalmente que puede haber tantas respuestas a esta pregunta como estudiantes hay. Sin embargo, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que una aplastante mayoría concurre porque está obligada a hacerlo. Esto es algo que no debería resultar extraño, tanto que no quieran ir porque en el presente tienen algo mucho más interesante que hacer, como que los adultos responsables los o las obliguen a ir porque pretenden un futuro mejor para ellos y ellas.

¿Es posible imaginarse una sociedad donde los y las estudiantes concurran por su propia voluntad al liceo porque este les resulte más interesante que cualquier otra actividad? Las utopías inspiran, pero es preferible intentar aplicar también proyectos con más probabilidades de cumplirse a mediano plazo.

Las instituciones educativas viven en crisis permanentes. Y no me refiero solamente a los periódicos recortes presupuestales o aumentos insuficientes a sus necesidades. Tampoco a las sucesivas reformas que en cada lustro o década impone un nuevo gobierno. Cualquiera que haya transitado por ellas, aunque sea por poco tiempo, puede reconocer que están cruzadas por múltiples tensiones, tanto por las relaciones diarias que establecen sus actores como por los numerosos emergentes que van apareciendo cada día. De ahí que resulte una quimera proponerse eliminar cualquier posible conflicto apostando a una gestión que ponga el foco sólo en el respeto de la autoridad. Estos no dejarán de existir porque el miedo a manifestarlos los oculte. Cuando se procura ignorarlos, en el momento menos pensado estallan, y de la peor forma. Una visión a largo plazo debe partir de aceptar su existencia y establecer canales por donde puedan transmitirse en forma constructiva.

También se puede afirmar que la crisis es algo inherente al accionar educativo porque prevalece sobre la continuidad. Esto es obvio en una actividad que todos los años incorpora nuevos integrantes, una generación de estudiantes y algunos docentes. Pero también cambian los que permanecen de años anteriores en la misma institución, en forma más rápida los adolescentes que los adultos. Los jóvenes se van transformando, física, intelectual y emocionalmente, y muchos docentes además también van sustituyendo sus estrategias y propuestas didácticas en la medida en que van cayendo en la cuenta de que sus teorías ya resultan insuficientes para aplicar en sus prácticas.

Si damos por cierto que en las aulas conviven diferentes teorías producidas por los propios docentes a partir de sus experiencias y que estas están cambiando en un proceso de mucho dinamismo, pero sin mucho diálogo entre ellas, ¿por qué imponer un solo paradigma que todos deben seguir? La historia de los sistemas educativos está llena de ejemplos de estos intentos de querer que los y las docentes practiquen los principios de la última corriente pedagógica que luego el tiempo demuestra que fue sólo una moda, con neologismos e innovaciones curriculares incluidas. A veces los mismos inspectores o inspectoras que se presentaban como convencidos seguidores de una reforma educativa, pasado un tiempo, pasaban a propugnar los beneficios de la siguiente. Lo más triste es que además de negar el pluralismo teórico, castigaban con sus informes a los y las “herejes” y premiaban a los “conversos”, sin importar mucho el hecho de ser un buen o una buena docente. Obviamente que hay sobrados ejemplos de los contrario, de profesionales que respetaban el trabajo de sus pares, pero el sistema fomentaba lo primero. Y aún lo hace.

La historia de los sistemas educativos está llena de ejemplos de estos intentos de querer que los y las docentes practiquen los principios de la última corriente pedagógica que luego el tiempo demuestra que fue sólo una moda.

¿Qué es lo mejor, que todos los docentes enseñen de la misma manera o que los estudiantes vayan conociendo diferentes propuestas a lo largo de su dilatada carrera estudiantil? Los líderes totalitarios responderán que la primera; los librepensadores se inclinarán por la segunda. La respuesta dependerá de qué tipo de sociedad pretendamos: una homogénea en la que predomine el pensamiento único o una comunidad diversa, tolerante y libre.

El presidente nos prometió en su discurso de asunción que al terminar su mandato nos delegaría un país más libre. No parecía entonces que ese fuera el principal problema a resolver en la que se considera una de las democracias más sólidas del continente, pero es un deseo loable. Por lo menos en lo que respecta a la educación, y en particular a la enseñanza secundaria, esta promesa está lejos de ser cumplida. Salvo que tengamos diferentes definiciones sobre el concepto de libertad.

Los líderes tienden a preocuparse por cómo los juzgará la historia. Si es así, al mandatario le resta un año para procurar lograr cumplir su promesa. Sin embargo, parece difícil que las autoridades educativas desanden el camino recorrido hasta ahora de sancionar a docentes agremiados por haberse sacado una fotografía dentro del liceo cuando no había estudiantes para manifestar su apoyo a una consigna de su sindicato, a un director agremiado por preferir el diálogo con sus estudiantes, a una profesora agremiada por negarse a usar el tapaboca en un salón cuando no había estudiantes, de quitar el salón gremial a estudiantes del IAVA, por mencionar sólo algunos ejemplos. Todos los casos tienen en común que los sancionados son agremiados. Es una manera extraña, por no decir contradictoria, de buscar que un país sea más libre.

En este año electoral también escucharemos promesas de candidatos oficialistas y de opositores. No parece que la situación de la educación secundaria sea una de las prioridades de la agenda electoral. Unos/as reivindican la continuidad de la “transformación educativa” porque creen que esta reforma realmente está transformando la enseñanza y el aprendizaje; otros/as la critican pero sin presentar, aún, una alternativa más allá del anhelo de tener mayor presupuesto, más cogobierno y autonomía. Los/as primeros/as confían en que lo que dicen los informes de los aplicadores de la reforma es una fiel realidad de lo que sucede en las aulas; los/as segundos/as esperan que con invertir más dinero y tener representantes de los docentes en los organismos de conducción educativa se pueda comenzar una verdadera reforma.

Confío en que luego de que sea electo el nuevo gobierno, y antes de que asuma, alguien convoque a un intercambio de opiniones entre quienes están interesados en aportar propuestas para comenzar en marzo de 2025 con un rumbo claro. No podemos esperar a que se vote la venia por el Poder Legislativo para que las nuevas autoridades asuman muchos meses después y comiencen los cambios necesarios recién en 2026. Una posible pregunta disparadora de este diálogo multisectorial podría ser: ¿cómo lograr que los/las estudiantes sean más comprometidos/as, las instituciones más democráticas, los/las docentes y funcionarios más profesionales, las familias más colaborativas, las evaluaciones más formativas, los/las inspectores/as más apoyadores que fiscalizadores? Puede parecer muy utópico el planteo, pero creo que es necesario.

Federico Lanza Weismann es profesor de Historia.

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