Opinión Ingresá
Opinión

Plaza Guernica: memoria, territorio y la herida simbólica del sentido común

3 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Hay lugares que hablan sin decir una palabra. Lugares donde el silencio está lleno de ecos, de pasos que ya no suenan, pero aún resuenan. No son simples esquinas trazadas por veredas y jardines; son territorios cargados de sentido. Espacios que traen memoria, donde los gestos colectivos han dejado huellas invisibles que el alma reconoce.

Porque toda intervención en el espacio público es una forma de decir, de tomar partido, de imaginar un mundo. No hay gesto urbano inocente: cada trazo, cada ausencia, cada rincón que se ilumina o se oculta revela una manera de ver la vida en común.

La plaza Guernica es uno de esos lugares donde el tiempo no pasa en vano. Es un umbral entre el recuerdo y el presente, un sitio que nos llama a detenernos, a mirar hacia adentro y hacia atrás para pensar presente y futuro.

En apariencia, es una plaza pequeña, discreta, casi inadvertida para quien no conoce su trasfondo. Pero, en realidad, es un espacio profundamente simbólico donde se inscribe una memoria que no pertenece sólo al pueblo vasco, sino a toda comunidad que se reconozca en los valores de la libertad, la dignidad y la resistencia frente a la violencia.

Por eso, cuando un lugar así es alterado sin sensibilidad y sin comprensión de su profundidad simbólica, la herida que se produce no es sólo urbana o funcional: es una herida en la memoria, en el lazo que nos une a través del tiempo y el espacio. La instalación de un canil que ocupa más de la mitad de la plaza Guernica, cercando casi por completo el árbol que simboliza las libertades vascas –el roble, retoño del que crece en la ciudad de Gernika desde hace siglos–, constituye una de esas heridas.

No se trata aquí de oponerse por inercia al cambio, ni de rechazar la mejora de los espacios públicos. Se trata de comprender que no todos los lugares admiten ser modificados sin consecuencia. Algunos están hechos no sólo de tierra y pasto, sino de símbolos. Y los símbolos, cuando se los desplaza o se los encierra, no se transforman sin más: se profanan.

El árbol en cuestión no es simplemente un roble. Es, desde hace siglos, un emblema de una tradición que entiende la libertad no como un privilegio individual, sino como un pacto colectivo.

En la plaza Guernica se inscribe una memoria que no pertenece solo al pueblo vasco, sino a toda comunidad que se reconozca en los valores de la libertad, la dignidad y la resistencia frente a la violencia.

En torno a ese árbol, generación tras generación, los pueblos vascos renovaron su compromiso con una forma de vida democrática, respetuosa, dialogante. Que ese mismo árbol, en su descendencia montevideana, sea ahora casi cercado por una estructura metálica (claro significado de encierro y falta de libertad) resulta una contradicción insalvable. Rejas y libertad no pueden convivir sin que algo profundo se quiebre.

La plaza, como forma de espacio público, es el heredero moderno del ágora. Es el lugar donde la comunidad se reconoce, donde se celebra lo común, donde se aprende a convivir. No es casual que las dictaduras cierren las plazas y los autoritarismos intenten despojarlas de sentido. Donde hay plaza, hay posibilidad de encuentro; donde hay símbolos vivos, hay memoria, y donde hay memoria, hay futuro.

La intervención actual en la plaza Guernica no sólo reduce el espacio disponible para el juego de los niños o el descanso de las familias –que de por sí ya es grave en una ciudad cada vez más enrejada–, sino que interrumpe la conversación simbólica que el lugar venía sosteniendo desde hace décadas.

No se puede reemplazar la evocación por la utilidad sin que se pierda algo esencial. Vecinas, vecinos, familias, niños, colectivos como Aldaxka –representante de la colectividad vasca– manifestaron su rechazo al proyecto. Se reunieron firmas. Se expresaron voces. ¿Qué tipo de comunidad construimos si los espacios compartidos son definidos sin diálogo, sin memoria, sin cuidado?

El canil, en sí mismo, puede ser una buena idea. Pero su ubicación revela una incomprensión mayor: la que no logra distinguir entre un terreno y un territorio, entre un espacio vacío y un lugar habitado de memoria.

Hay espacios que no deberían tocarse sin antes detenerse a mirar. Y mirar no es sólo ver: es comprender lo que ese lugar dice, lo que recuerda, lo que representa. La plaza Guernica habla de una masacre, sí, pero también de la resistencia al olvido. Habla de la dignidad frente a la barbarie, de la memoria como forma de justicia, del exilio como semilla de comunidad. Que en Montevideo haya un espacio que recuerde eso no es un detalle menor: es una señal de madurez democrática, un lazo que nos vincula con otras geografías y otras luchas, y que nos recuerda que no hay libertad sin memoria.

En un mundo donde el olvido avanza disfrazado de modernización, defender un símbolo es un acto político en el sentido más noble del término. Es afirmar que no todo puede ser convertido en parque para perros o en estacionamiento, que hay cosas que deben ser conservadas no por nostalgia, sino por ética. Y que un árbol no se defiende sólo por sus hojas, sino por lo que representa.

Hoy, ese árbol está enrejado. Y con él, la memoria que sostiene. Pero aún es posible escuchar lo que sus raíces murmuran. Tal vez todavía podamos aprender a mirar de nuevo, a desandar el gesto, a devolverle a la plaza su vocación de encuentro, su carácter sagrado, su silenciosa enseñanza. No todo se trata de construir más: a veces se trata de recordar mejor.

Pablo Tailanian es odontólogo retirado, exdocente de la Universidad de la República. Integra la dirección del Movimiento Socialista Emilio Frugoni.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura