Hace unos días, un colega se me acercó con cierto fastidio y me manifestó que lo había perjudicado de forma indirecta frente a una actividad que había propuesto, ya que algunos de sus estudiantes lograron resolverla rápidamente haciendo uso de la inteligencia artificial (IA). Honestamente, me pareció una casualidad bastante insólita, pero también me llevó a reflexionar sobre mis propias prácticas. ¿Qué significa realmente saber usar una herramienta así? ¿Cuándo su utilización se transforma en una barrera y cuándo en una posibilidad? ¿Qué lugar ocupamos como docentes en este presente, donde la inteligencia artificial ya no es promesa, sino parte de la rutina?
No escribo esto como una respuesta definitiva, sino porque considero que todos estamos atravesando el mismo proceso y posiblemente a más de uno le haya sucedido algo similar. Por esa razón, estoy convencido de que necesitamos reflexionar colectivamente sobre lo que ocurre en el aula. Lo que sucede allí, aunque parezca mínimo, es profundamente significativo, y la IA ya no nos resulta ajena; está aquí y vino para quedarse.
La IA como punto de partida para repensarnos
No me subí rápidamente al tren de la IA; al contrario, al principio me resistí. Quería demostrar, y demostrarme, que aún tenía sentido preservar esos espacios que podríamos catalogar como no artificiales. Me aferraba a la instancia de pensar sin atajos, a lo manual, lo artesanal, lo lento, a lo imperfecto, a lo humano. Sin embargo, los tiempos del presente no responden al mismo ritmo que los del pasado. Y esto no constituye una contradicción: es, sencillamente, que se ha ido construyendo otra concepción del tiempo. En tanto, esto no es el futuro; es el presente. Y como docentes no podemos mirar hacia otro lado, no se trata de resistir por nostalgia, sino de pensar cómo convivir con esta herramienta sin perder de vista el eje central de nuestra tarea, que no es repetir información, sino enseñar a pensar, entre otras cosas. Para eso es indispensable que el docente se involucre de manera honesta, que se entregue, pero también que sepa discernir cuidadosamente cuándo intervenir. Esto también es enseñar, y hacerlo en contextos donde la IA está presente no significa delegar, sino asumir el desafío de abandonar los lugares que nos resultan más comunes, más cercanos y seguros.
El aula: ese lugar donde se prueba todo
Recuerdo una serie de actividades que dejé planteadas durante una semana en la que me encontraba enfermo. La tarea consistía en un análisis de fuentes primarias de principios de Uruguay del siglo XX: tres textos y una imagen. Les otorgué dos días para completarla. La entregaron en 20 minutos. Las respuestas sobre los textos eran impecables, bien redactadas, sin errores ortográficos y con la información pertinente, mientras que el análisis de una caricatura de Batlle contenía múltiples errores. Únicamente dos trabajos habían cumplido con la consigna y, en ambos casos, no se había utilizado la IA. En ese momento, y en ese grupo, todavía no sabían cómo emplear la herramienta para ese tipo de desafíos, y el docente que quedó a cargo quizá tampoco advirtió el uso que ya dominaban. Nunca corregí esa tarea.
Tres semanas después, les propuse un escrito presencial que consistía exactamente en la misma actividad, pero esta vez en papel, sin su red de contención. Al presentarla, los estudiantes sonrieron de manera cómplice. “Si la resolvieron en 20 minutos hace unas semanas, esto va a ser muy fácil”, comenté con ironía. Pero no lo fue. No sabían por dónde comenzar, cómo redactar, cómo comenzar a organizar una respuesta, o de qué forma construir un argumento. Lo más sincero fue lo que vino después: reconocieron que tenían miedo de equivocarse, que sentían inseguridad al enfrentarse con la hoja en blanco. Ese fue un momento valioso, no porque expusiera una carencia, sino porque abría la puerta a un trabajo genuino.
Lo que había sido una solución se había transformado en un vacío que, progresivamente, logramos convertir en un aprendizaje. Volvimos al lápiz, a las tachaduras, a la duda, al error, a escribir con esfuerzo, a pensar con el cuerpo, a equivocarnos con honestidad, a convivir con el error no para tolerarlo, sino para pensarlo críticamente.
Allí también aparece la IA, porque en esa tentación de tenerlo todo resuelto, la IA puede volverse un refugio frente al miedo a equivocarse. Por otra parte, si se la utiliza adecuadamente puede constituir una herramienta para pensar por cuenta propia, para ensayar, corregir, aprender del error y no evitarlo. Ese fue el nuevo eje del curso no porque yo lo impusiera, sino porque me lo pidieron. Ese año no nos olvidamos de la IA, pero fuimos a buscar en ella aquellas soluciones concretas y particulares que nos proponíamos encontrar, enmarcadas en la replanificación del proyecto estructural que habíamos construido.
El ámbito privado y público: una lección común
Este tipo de situaciones que experimenté trascienden los más diversos escenarios y se aparecen tanto en el ámbito privado como en el público, donde la IA se convirtió en una herramienta clave. En el liceo permitió que mis estudiantes accedieran a textos historiográficos desde sus celulares, resolviendo problemas de acceso y facilitando el uso crítico de las fuentes. En el colegio me permitió que los estudiantes pudieran dialogar “directamente” con los autores, enfocando mi trabajo en mostrar diversas maneras de formular buenas preguntas. Progresivamente, fueron descubriendo que lo más valioso era aquello que habían pensado por ellos mismos.
¿Cuándo la utilización de la inteligencia artificial se transforma en una barrera y cuándo en una posibilidad? ¿Qué lugar ocupamos como docentes en este presente, donde la inteligencia artificial es parte de la rutina?
Por otra parte, en ambos contextos apareció la misma necesidad: disponer de tiempo de calidad. Me lo dijeron sin rodeos: “A veces la usamos para estresarnos menos o porque estamos cansados”. Esa respuesta me dio otra perspectiva, porque ellos también están sobreviviendo a los desafíos de sus vidas académicas y personales; entonces, si una herramienta les permite estar mejor, bienvenida sea.
La importancia del trayecto de formación: la mediación entre docentes
No estoy solo en esta búsqueda de sentido, y lo sé porque lo converso con colegas en la sala de profesores, en los recreos o en aquellos esos espacios breves donde compartimos lo que nos pasa. A veces alcanza con una frase: “Me pasó lo mismo”, “Yo hice esto”, “Probá con tal consigna”. Muchas de las ideas que sostienen mis clases nacieron allí, en mediaciones informales, en pequeñas redes de confianza. En mi caso, se trata de comprender que una propuesta sobre “probidad académica” se puede ajustar a este tiempo, que una evaluación no está escrita en piedra, que una clase fallida no es un fracaso. Allí también hay honestidad, entrega, y la conciencia de que, si sabemos intervenir en el momento adecuado, quizá haya enseñanza.
Enseñar no es imponer, es crear condiciones
En cierto momento, comencé a diseñar propuestas en las que el uso de la IA estuviera contemplado. No como protagonista, sino como herramienta. Pero la verdadera tarea venía después: pensar, escribir, argumentar, defender lo dicho. Ahí comprendí que no se trataba de prohibir ni de celebrar la IA, sino de enseñar a utilizarla con sentido. La creatividad se volvió una práctica cotidiana. No aquella que aparece con filtros, sino la otra, la de todos los días: la que nace del apuro, de la urgencia, del “esto ya no funciona”, del “hay que repensar la clase”. Una creatividad que emerge cuando uno está comprometido, reconociendo que la reflexión sobre nuestras prácticas debe ser innegociable, en tiempo de tantos cambios.
Esta entrega no es ciega. Debe ser atenta, ya que la tarea docente también implica eso: leer los cuerpos, las miradas, las ausencias. Y al final, decidir, con honestidad y con criterio. Empecé a plantear ejercicios que no pudieran resolverse en dos minutos y de una única manera. En mi caso, la Historia me lo permite. También profundicé en diseñar aquellas preguntas que exigen leer, comparar, revisar. En definitiva, resignificar todas aquellas instancias que implican pensar, ya que si la IA está para ayudar, nuestra tarea es asegurarnos de que esa ayuda no se convierta en un obstáculo permanente que les impida pensar por sí mismos cuando lo amerite.
Este año decidí comenzar el curso con una propuesta distinta; no quise que el uso de la IA quedara relegado a una ayuda ocasional, ni tampoco permitir que reemplazara la instancia de pensar. Estoy construyendo un discurso que implica convencer a los estudiantes de que mi intención es construir instancias y propuestas donde la herramienta asuma un rol de guía, y no de atajo.
Este enfoque me obligó a revisar cada paso, a anticipar desvíos, trampas y oportunidades. Me obligó a ser más docente. Y lo más importante: los estudiantes lo percibieron y me lo reconocen. Se sienten parte activa del proceso y advierten que la herramienta estaba allí para acompañarlos, pero no para resolverles todo.
En definitiva, en todo este proceso que recién comienza comprendí algo que todavía sigo elaborando: el pensamiento crítico no es únicamente un ejercicio racional, sino que también genera incomodidad, frustración, miedo. Pensar críticamente en el aula implica, muchas veces, enfrentarse a la inseguridad de no saber por dónde empezar, al riesgo de equivocarse delante de otros, al desconcierto que produce tener que construir una idea propia cuando existe una herramienta que podría hacerlo en segundos.
No hay lugar para el romanticismo cuando la sensación dominante es el temor a equivocarse. Ese temor se cuela en la escritura, en las miradas, en los silencios. Es real. Es cotidiano y es ahí donde el rol docente cobra más sentido: no como guía infalible, sino como presencia que habilita el error, que sostiene el proceso, que no juzga al que duda, sino que lo acompaña mientras duda.
Porque en tiempos de IA, pensar no siempre es una elección. A veces, es una carga. Y por eso, acompañar ese proceso implica crear condiciones para que el pensamiento sea posible. Incluso (o, sobre todo) cuando el estudiante prefiere que la máquina piense por él. En ese sentido, la IA no es enemiga del pensamiento, pero puede volverse su excusa perfecta. Allí, en ese límite, es donde más necesitamos estar presentes, allí es donde debemos estar más convencidos.
Gonzalo de Pena es docente de Historia.