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Por qué el amor no sucede: vínculos líquidos, ghosteo y pantallas

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“No sé si estoy triste. En realidad, no sé si puedo estarlo. Salimos dos veces. Me gustaba. Me miraba como si me viera. Y de golpe, nada. Lo bloqueé antes de que me bloqueara él. Así no duele, ¿no? Aunque igual… no paro de pensar en eso”. Escucho esta frase en mi consultorio con frecuencia cada vez mayor. Personas que llegan con una herida sin nombre. No se rompió una relación, no hubo un quiebre, no hubo historia… pero hay algo que duele. Una ilusión cortada, una expectativa que no alcanzó ni a formularse. Un vínculo que no llegó a existir y, sin embargo, dejó marca.

En tiempos de aplicaciones de citas, ghosteo (el concepto alude a terminar una relación de manera abrupta y “desaparecer” sin dar explicaciones) y vínculos instantáneos, el amor –ese que toma tiempo, que requiere cuerpo, conversación y contradicción– parece haber quedado en suspenso. No desapareció, pero ya no sucede de la misma forma. Hoy se intenta, se testea, se desliza. Y se abandona antes de que pese.

Vivimos en una época que nos entrena para elegir rápido, descartar sin culpa y pasar a lo siguiente. Queremos libertad, espontaneidad, deseo sin esfuerzo. Pero también queremos amor. O algo que se le parezca.

Las aplicaciones de citas nos ofrecen un catálogo de opciones. Con un gesto del dedo, podemos pasar de una cara a otra, de una historia a otra. Pero lo que parece abundancia muchas veces se vuelve vacío. Se conversa con muchos, se concreta con pocos, se recuerda a nadie. El otro se convierte en una pantalla más. Algo que nos gusta o no, algo que nos sirve o no. Y cuando no encaja, se esfuma.

Algunas personas llegan al análisis con la sensación de que no pueden vincularse. Pero muchas veces no es que no quieran. Es que están agotadas. De los intentos. De los silencios. De los bloqueos sin explicación. “No hay hombres”, dicen mis pacientes mujeres. O “todas desaparecen”, exclaman mis pacientes hombres. Pero detrás de esa queja se esconde algo más profundo: el miedo a exponerse. El miedo a que duela. El miedo a comprometerse con lo incierto que trae el otro.

Nos enseñaron que todo debe poder editarse, ajustarse, eliminarse. Pero un vínculo con otro ser humano no funciona así. El amor no es una aplicación. No es una estrategia. No es un plan. Es un proceso.

Amar no es sólo elegir. Es estar dispuesto a convivir con lo que no entendemos del otro. A veces, también, con lo que no entendemos de nosotros mismos cuando estamos con alguien. Pero eso no cabe en un perfil. No tiene botón para “me gusta”. No es compatible con la lógica de consumo que organiza gran parte de nuestras vidas.

En consulta, lo que aparece no es sólo la angustia por lo que se perdió. Es la angustia por lo que no llegó a ser. Por lo que no se inscribió. Por lo que quedó sin palabra. Duele el silencio, pero también duele el hecho de que ni siquiera haya habido una conversación por cerrar.

Las nuevas tecnologías no son el enemigo. Nos han dado herramientas reales para conectarnos. Pero también han transformado nuestras formas de desear, de vincularnos, de sostener lo incómodo. Amar en esta época implica ir a contramano de muchas lógicas dominantes. Implica esperar. Escuchar. Frustrarse. Dudar. Y eso no siempre es bienvenido.

Lo que veo en el consultorio es que muchas personas siguen deseando un vínculo real. Pero ese deseo choca con un modelo de subjetividad que promueve la autosuficiencia, la velocidad, la eficacia. Nos enseñaron que todo debe poder editarse, ajustarse, eliminarse. Pero un vínculo con otro ser humano no funciona así. El amor no es una aplicación. No es una estrategia. No es un plan. Es un proceso. Y como todo proceso, implica pérdida, esfuerzo y también creación.

Tal vez no se trata de volver a los modelos de antes, sino de encontrar formas nuevas de permanecer, de conversar, de atravesar las diferencias. Formas que no respondan sólo a la lógica del yo, sino también a la posibilidad de construir un nosotros. Aunque sea incierto. Aunque sea imperfecto. Aunque, justamente, por eso, sea amor.

Sandra Borges Conde es licenciada en Psicología y magíster en Psicoterapia Psicoanalítica.

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